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Mayagwe - Ella habla una lengua extraña



Ignoré el dolor que punzó mi rodilla cuando tropecé con mis propios pies al adentrarme en la casa. Asistiéndome con cada uno de mis dedos, me aupé hacia arriba y el cuerpo retomó la verticalidad. Corrí sin detenerme hasta llegar al salón del té, donde Jeanne se encerraba para bordar. Me faltaba el aire y necesité proveerme de varias bocanadas para conseguir que las palabras salieran de entre los dientes.

- Hay un salvaje en el huerto.

No elevé el tono, incrédula. Jeanne se levantó como un resorte y comenzó a llamar a Antoine y a los criados a gritos.

- ¿Estás herida? – me tomó por los hombros, zarandeándome.

- Estaba... - balbuceé. – Estaba mirándome...

Noté cómo otras manos, las de Antoine, me agarraban por detrás. Su expresión estaba atravesada por una profunda angustia. Escuché cómo ordenaba a dos criados que salieran al exterior con fusiles y revisaran cada parte de la casa. Sin esperar explicación alguna, me estrechó entre sus brazos.

- ¿Te han hecho algo? – me susurró.

- No. – tartamudeé. – Solo estaba mirándome.

Repetía esa frase en mi mente continuamente. Solo estaba mirándome.

- Tranquila, ya estás a salvo. – me besó la frente. – ¡Vosotros dos! – se separó de mí. – ¡Venid conmigo, hay que encontrar a ese malnacido!

Subyugada a una parálisis ocasionada por un sentimiento de intromisión, me dejé guiar por Jeanne hacia una de las sillas que poblaban la estancia. Mi hermana farfullaba, pero yo seguía sumida en un sopor similar al que había experimentado tras presenciar el ruido de una bala por primera vez. Los desbocados latidos de mi corazón tronaban más alto.

- Seguro que quería robarnos, ¡demonios!

Las manos de Jeanne levantaron la tetera con suma agitación, provocando que el contenido se vertiera sobre el mantel y olvidara la taza que le correspondía. Yo me palpé las mías y recordé que seguían enfundadas en los guantes embarrados.

- ¿Estás segura de que no te ha hecho nada? – me tomó por ambos lados de la cara, fuera de sí. – ¿Ha intentado acercarse a ti?, ¿te ha dicho algo? ¡Florentine! Esos endiablados indios que solo se dedican a abusar de los que los alimentan... ¡Florentine! – atropelló las palabras. – Te hubiera llevado consigo si hubiera podido, ¡no respetan nada! – me abrazó urgencia. - ¡Mi Catherine! ¡Mi pobre niña! – me mojó las cejas con sus lágrimas convulsas. -¡Deberían acabar con todos esos cerdos malnacidos!

Yo no podía alterarme. Mi cuerpo no respondía. Como me había ocurrido semanas atrás durante el incidente del porche, la prontitud del peligro me inmovilizaba. Los torvos ojos de mi agresor se hincaron al flujo de las venas, recorriéndome entera. Su imagen frente a mí permanecía tan real como el perfume de mi hermana golpeándome las fosas nasales. Jeanne mascullaba y mascullaba, pero sus maldiciones se dispersaban en el humo de la porcelana semivacía.

- ¡Mi niña! – me apretó contra sí, agobiándome. – Estás pálida como un cadáver, háblame.

Florentine había aparecido por fin con unos paños fríos. Jeanne se los arrebató de mala gana y refrescó mi frente sudorosa. Mi tenebrosa reserva no era fruto de una herida incurable, sino de un recóndito horror que Jeanne malinterpretó. Me sacudió con presión, exigiéndome una explicación detallada de lo ocurrido.

- ¡Háblame!

Intenté resistirme, apartándola. Deseaba esconderme bajo la colcha de mi habitación. Olvidar. Borrar el desconsuelo. Desatender lo mucho que odiaba Quebec. No despegar los labios nunca más. Florentine intercedió entre nosotras, consciente de que Jeanne estaba cometiendo un error al pretender forzarme a romper mi silencio, pero ésta la detuvo de un manotazo. Jeanne parecía estar demandando sin reservas que volviera a abrirme a ella.

- ¡Dime qué te ocurre, por el amor de Dios!

Las tres nos detuvimos al mismo tiempo cuando la voz de Antoine se superpuso con violencia. Sobresaltada, Jeanne cesó de golpe.

- ¿Qué está ocurriendo aquí?

Yo rompí a llorar desconsoladamente. "Deja de temblar", me ordené. Me di cuenta de que Antoine podría haber muerto intentando alcanzar a aquel asaltante.

- Estaba mirándome... - dije entre adormecida y alterada. – Yo solo...

Antoine se abrió pasó y me alzó con delicadeza. Parecía molesto, abatido por lo ocurrido, decepcionado por el infranqueable muro que me separaba de ellos y no dejaba de crecer. Sin embargo, pareció no darle importancia. Me ayudó a caminar y me llevó hasta la cama, acostándome sobre ella como la estela de ese padre que se había reducido a pasto para gusanos. Los labios se me habían enrojecido e hinchado a causa del disgusto, pero había dejado de llorar. Seguía oprimiendo mi mano junto a la suya, conmoviéndole. No me importó que él leyera el rastro de los incesantes cortes que la pena había abierto en mi alma. Todos continuaban sangrando, desconocía desde hacía cuánto, y el reclamo de mi voz se apagaba al observar con impotencia cómo me ahogaban.

- ¿Quieres que me quede contigo?

Accedí con una inclinación de cabeza, sin soltarle. Antoine me dedicó una media sonrisa y se sentó en el borde de la cama. Le estaba apretando los dedos con una fuerza sobrehumana, pero no emitió queja alguna. Pocos segundos después, fue él el que inició la conversación:

- No le hemos encontrado. Hemos visto huellas de un caballo junto a la verja, debe de haberse marchado cabalgando. No había entrado en tu jardín, todo está intacto. ¿Era solo uno?

Volví a asentir. Todo había sucedido tan rápido..., no recordaba haber visto a un caballo cerca. Solo estaba él, derecho tras la cerca, mirándome. ¿Iba armado? Era incapaz de recordar.

- No pareces herida, pero es mi obligación preguntarte: ¿ha llegado a tocarte?

Negué con la cabeza. "¿Iba armado?", repetí la pregunta en mi mente. No, no había llegado a tocarla, ni siquiera habían estado cerca, pero la había mirado con esas pupilas mugrientas. Se había atrevido a espiarla. Y ese labio deforme..., ¿estaba sonriéndome?

- ¿Se ha dirigido a ti en algún momento?

- No. – dije finalmente. – Solo estaba mirándome. Muy fijamente. – tragué saliva, colérica. – Estaba... Estaba arando el jardín y de un momento a otro ha aparecido detrás de la valla. No lo he oído llegar. Solo estaba ahí, quieto, mirándome.

- ¿No ha intentado acercarse?

- No.

"No ha movido un solo músculo cuando me ha visto salir corriendo", pensé.

- ¿Cómo te estaba mirando?, ¿parecía peligroso?

- No lo sé.

Enfurecida, me tumbé de lado para darle la espalda. ¿Por qué tantas preguntas? No sabía cómo me había mirado. ¿Qué importaba? Era un indígena. Era peligroso. ¿Que cómo me había mirado? Con descarada curiosidad, "como si me conociera", reflexioné con repulsión. Como si tuviera derecho a observarme a hurtadillas. Sentía mi intimidad profanada por un extraño.

- No te preocupes, - me situó un mechón detrás de la oreja. – todo ha sucedido demasiado rápido, es normal. Lo importante es que estés bien. Puede que solo estuviera pasando cerca para robar y no se esperara que hubiera alguien en la parte trasera de la casa. – quiso calmarme. – Ahora debes descansar. Yo iré a la ciudad a avisar a los oficiales. Sea quien sea, lo atraparemos. Quién sabe si lo habrá hecho más veces. Debemos estar seguros de que nuestras familias están a salvo. ¿Recuerdas cómo era?, ¿has podido verle bien?

Me hice un ovillo y cerré los ojos. Quería olvidar. Los almendrados ojos oscuros desvistiéndome. La mata de cabello espesa, como el de un pura sangre, asfixiándome por el cuello. La lluvia corporal desdibujando las líneas de la bestia. La boca irregular en busca de su presa.

- No.

K

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