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Ma'iingan - Loba


A partir de aquello, Namid consiguió que yo pudiera cabalgar en las primeras filas, próxima a él y a Ishkode. Con los senos todavía doloridos, avancé junto a Thomas Turner en aburridos días de travesía y hambre. El mercader, más pensativo que de costumbre, no pronunció palabra en tres lunas. Los guerreros echaban en falta sus bromas de mal gusto y los tragos de whisky, pero no consiguieron extraerle ni una sola sílaba. Tampoco yo me atreví a hacerlo: evitaba mirarme y en numerosas ocasiones se situaba a la cola de comitiva, lejos de cualquier posible contacto con mi persona. En cierto modo, era incapaz de culparle: inevitablemente se acercaba el conflicto. No quería hacerle daño, mas estaba haciéndoselo igualmente.

Durante la quinta luna, divisé un terreno que me fue claramente familiar. No supe identificarlo a simple vista, sin embargo, algo dentro de mí me decía que había pasado por allí con anterioridad. Adelanté mi caballo, situándome a la altura de Ishkode, y le pregunté:

— ¿Qué tierras son estas?

— Fueran las que fueran, están arrasadas — se adelantó Thomas Turner.

Estaba en lo cierto. Conforme íbamos aproximándonos, observé cómo, lo que antaño había parecido lucir como una aldea, había sucumbido, pasto del fuego. Las pocas viviendas que habían adornado la extensión seca eran una pila de maderas chamuscadas. Sobre el suelo, cadáveres carbonizados recordaban la tragedia que allí había sucedido.

— ¿Por qué lo pregunta, señorita? — frunció el ceño el mercader.

— No importar qué tierras sean, ser buenas para escondite — añadió simplemente Ishkode. Namid me miró, sin entender muy bien mi interés —. ¡Descansaremos aquí! — anunció al resto.

— ¿Qué ocurre? — me susurró Namid.

— ¡Menudo escondite! — ironizó Thomas Turner mientras bajaba del corcel.

Todos nos detuvimos, obedeciendo, e Ishkode clavó su mirada penetrante en el mercader.

— Aldea de inocentes, blanco fácil — gruñó —. El peligro ya pasar por aquí.

Namid me ayudó a descender de Inola con cariño y comentó:

— Habrá sido un grupo de caza recompensas. Se dedican a arrasar pueblos a diestro y siniestro, sin importarles el bando.

A pesar de sus explicaciones, yo sabía que algo no andaba bien. Tenía un gigantesco nudo en el estómago. Circulé la vista alrededor: todo estaba quemado.

— No, han sido soldados ingleses — afirmó Thomas Turner.

— ¿Cómo lo sabes? — preguntó. Ishkode posó su atención en él y yo continué analizando lo que nos rodeaba.

— Ha sido una venganza. Esto no era más que un escondrijo de gente humilde que no querría pagar impuestos. Aquí no había nada que robar. Estas tierras limitan con la frontera inglesa. Unos maleantes no habrían hecho esto porque sí — me miró de refilón —. Es una venganza del ejército inglés. Podrían haberlos ejecutado sin más..., pero, fíjate: los hombres también han sido asesinados cuando lo lógico hubiera sido tomarlos como rehenes. Hay niños, mujeres... — señaló los restos inertes —. ¿Por qué no les dispararon y punto? Los han quemado vivos como cerdos.

Antes de que Namid replicara, Ishkode sentenció:

— Turner tener razón.

Me fijé con mayor ahínco. Eran pocos. ¿Por qué asesinarlos de aquella forma?

— Señorita Waaseyaa — oí cómo el mercader me llamaba al ver que echaba a andar en solitario.

Los guerreros comenzaron a apartar a los fallecidos con algunas oraciones entre los dientes. Todos se habían acostumbrado a mis repentinos momentos de taciturnidad: caminaba a solas, sumida en mis pensamientos, y nadie debía interrumpirme. También ocurrió así en aquella ocasión.

"¿Dónde he visto este sitio antes?", me pregunté. Dejé atrás el centro de la destrucción y me aproximé a una de las casas que había resistido con cierta decencia a las llamas. Las vigas de la entrada sostenían amuletos de cuentas que sonaban con el viento. Había un cadáver menos chamuscado que el resto con las enaguas desgastadas bajadas hasta los tobillos. Supe que le habían disparado antes de acercarme. Aun así lo hice. Al reconocer el magullado rostro —que antaño había brillado con una belleza como la de mi hermana— musité:

— ¿Estamos cerca de Cornwall?

El temblor de mi voz levantó las alarmas. Namid se situó tras mi espalda en dos zancadas, al tanto que Ishkode respondía:

— Sí.

Thomas Turner palideció al mismo tiempo. Él conocía el nombre del lugar en el que Jeanne y yo nos habíamos resguardado tras haber sido atendidas en una aldea oculta del gentío. Aquella era la aldea en la que mi sobrina había muerto.

— Térèse... — me dejé caer con las rodillas al suelo —, ¿qué te han hecho?

Cerré los ojos y los puños con rabia. Las lágrimas descendieron como navajas. No podía creer que aquellas personas que habían sido tan generosas con nosotras hubieran sido arrasadas como hormigas. Sentí cómo Namid adquiría la misma postura sobre el barro e intentaba abrazarme, a pesar de que no supiera qué era lo sucedía. Todavía no le había contado el secuestro ni la pérdida del bebé.

— ¿Qué te han hecho? — sollocé, alargando los dedos hasta rodearla con mis brazos —. Por dios, ¿qué te han hecho?

Térèse había sido una de las pocas personas blancas que se habían cruzado en mi camino sin causarme una decepción. Me recordaba a mi hermana dolorosamente: ambas eran afables, dulces, valientemente ingenuas. Recordé cómo se dirigía a mí con servidumbre. Recordé su ternura, su apoyo durante aquellos días duros. Y saber que en efecto se había convertido en un recuerdo me dolió como nunca pensé que lo haría. Ella no merecía morir, hubiera merecido haber vivido en un enorme castillo donde nada pudiera herirla.

— Lo siento... — lloré y lloré, acunando su rostro de ojos abiertos. Dos orificios en la frente habían acabado con su vida —. Lo siento tanto...

Namid tragó saliva y me acompañó como pudo. Thomas Turner no tardó en llegar. Escuché que Ishkode impedía a los demás que se acercaran.

— ¡Señorita! — gritó —. ¿Qué ocurre?

Los habían matado porque habían descubierto que nos habíamos ocultado allí después de escapar del campamento del marqués de Ailesbury. Desagondensta los había humillado públicamente. Ambos teníamos la responsabilidad de aquellos asesinatos. "Si no me hubiera cruzado en su vida, seguirían respirando...", me lamenté con ira envenenada.

— Thomas... — intenté calmarme —. Busca el cuerpo de un hombre alto, moreno, con un hacha. Se llama Louis...

Él frunció el ceño, mas enseguida obedeció. Ilusa, albergué la esperanza de que alguien fuerte como Louis hubiera podido huir y no se encontrara entre las bajas. Ishkode permanecía al margen, respetando el posible pasado común que pudiera tener con aquella gente desconocida.

— Los ingleses os hicieron esto, ¿verdad? — le hablé aunque supiera que ya era incapaz de responderme. Era como si hubiera perdido a otra sobrina y me dirigiera a ella con candor —. Lo siento...

Le besé la frente perforada. Después le abotoné el humilde corsé que había sido desatado con violencia, el único que tenía. El otro se lo había entregado a Jeanne sin recibir nada a cambio. Esos malnacidos habían abusado de ella hasta hacerle sangrar las ingles. Cuando intenté ver las heridas de aquella zona, la mano de Namid detuvo la trayectoria de la falda.

No lo hagas — bajó mi mano. Con sensibilidad, la cubrió con el vestido y le subió las enaguas —. Ahora está con los ancestros — la miró —. Ve en paz, querida hermana.


‡‡‡


— Nosotros los enterraremos. Debes descansar — me besó Namid mientras seguía sentada en el mismo rincón.

Thomas Turner, tras haber buscado arduamente, no había encontrado ni rastro de un hombre con las características físicas que yo le había proporcionado. "Louis está vivo", me alegré en la amargura. Era, sin embargo, el único superviviente.

Namid platicó con su hermano en lengua ojibwa y éste asintió, sin preguntas. Comandó con sequedad que empezaran a cavar hoyos. El mercader estaba de pie, con la vista hundida en la nada del horizonte. Los labios me ardían con salubre. Aún no había soltado la mano inerte de Térèse. Los adornos de aquella casa continuaban sonando al ritmo de una nana hecha de huesos y plumas. Tarde o temprano, tendría que afrontar que La Bruja probablemente estuviera muerta. Aquel era su hogar, o lo que quedaba de él. Bajo aquella resolución, me levanté.

— ¿Había alguna mujer de edad avanzada con un amuleto hurón?

Thomas Turner se sobresaltó. Sus ojos azules estaban húmedos.

— Cre..., creo que no. Los cuerpos se encuentran en un estado demasiado...

— No me sigáis. Volveré enseguida — le corté.

Él quiso añadir algo más, pero la prontitud de mis pies se lo impidió. Cruzando la aldea para adentrarme en el bosque, mis pupilas se encontraron con las de Namid. Estaba preocupado, no obstante, confió, quedándose donde estaba sin intervenir en mis asuntos. Pronto abandoné a la comitiva y los árboles me dieron la bienvenida. Recordaba el camino como las huellas de las yemas de mis dedos. Mi corazón me decía que Manon estaría junto a mi sobrina. Caminé por la hierba y, a medida que avanzaba, advertí huellas de caballos. "La persiguieron", supe. La imaginé corriendo desesperadamente, consciente de que su hora había llegado. Recorrí el camino que marcaban los cascos. Sin demora, alcancé la diminuta explanada en la que habíamos celebrado el entierro.

Manon estaba allí, tendida sobre la tumba vacía de mi sobrina.

Corrí hasta ella, tropezando a sus pies. Su espalda estaba atravesada por tres proyectiles. La habían matado sin siquiera mirarle a la cara. Entre sus manos arrugadas no quedaba nada, solo tierra removida. Tampoco portaba el amuleto de Nahuel. La palpé, rastreando el pequeño ataúd de la sangre de mi sangre, mas sabía que se lo habían llevado. La Bruja había luchado por protegerla, pero se la habían llevado de todas formas. Esos monstruos se habían llevado a mi sobrina para advertirme de lo que me esperaba si me encontraban.

— Catherine... — murmuró Namid.

Esos monstruos se habían llevado a mi sobrina.

— Catherine, ¿estás bien?

Los oídos me retumbaban. Oprimí tantos los puños que me clavé las uñas. Manon tenía toda la boca llena de flores..., le habían metido las flores de la tumba de mi sobrina en la boca. Esos monstruos se la habían llevado.

— Catherine...

Me tocó el hombro y yo susurré:

— Se la han llevado...

Se la habían llevado. Sin más.

— ¿Có-cómo?

— Se han llevado a mi sobrina. Se han llevado a mi pequeña — dije, fuera de mí, aletargada.

Namid enmudeció. Vi cómo sus ojos dorados miraban el hueco deshabitado del nicho.

— Catherine... — titubeó —. ¿A quién se han llevado?

Lentamente, me alcé. Las lágrimas me rechinaban como los dientes.

— Catherine — me agarró —. Háblame, ¿qué ocurre?, ¿a quién se han llevado?

Nuestras miradas se aunaron en un mismo punto. En aquel instante estaba tan devastada que él se estremeció.

— A mi sobrina — contesté sin alterarme.

— Pero...

— Se han llevado a mi sobrina...

En trance, me aparté. Anduve en círculos, sumida en las formas tenebrosas que las ramas emitían en contacto con el sol. Los tambores resonaban en mi alma. La sangre del lobo se introdujo por mis venas. Lejos, Honovi cantaba la balada de la guerra.

Como jamás había hecho en mis dieciséis años de vida, chillé al abismo con toda la fuerza de mis pulmones. No eran palabras ni lamentos, simplemente un grito desgarrador atravesó la maleza, despertando una sed de venganza sin límites. 

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