Ishkodewan - En llamas
A pesar de que supuestamente nos estaban haciendo un favor al permitirnos ver a Honovi en su celda, tuvimos que hacerlo en parejas. Thomas Turner y yo, uña y carne como éramos sin saberlo, permanecimos en la pequeña salita del cuartel mientras mi hermana y Antoine descendían al maloliente calabozo. El mercader no paraba quieto, dando vueltas bajo la atenta mirada de los desconfiados guardias, y mi pierna se movía compulsivamente bajo el cancán. "Dos testigos...", me hundí en el desánimo. ¿Cómo íbamos a conseguirlos?
— Si Métisse no fuera una... — comenzó a maldecir, deteniéndose antes de pronunciar palabras soeces.
— No es culpa suya — murmuré.
Thomas Turner suspiró lentamente.
— Necesito dar con los secuaces que hicieron el trabajo sucio.
"No accederán, son asesinos a sueldo", pensé. Él debió de palpar mi poca convicción, puesto que volvió a suspirar.
— Tendré que hacerlo por las malas — se sentó a mi lado, bajando el tono para que los guardas no pudieran oírnos.
Había aguardado aquel comentario durante días. "En estas tierras hay que mancharse las manos de sangre", recuperé la cruda verdad que, no mucho tiempo atrás, el reverendo Denèuve me había confesado. Miré al inglés detenidamente, como sopesando las consecuencias de lo que podría conllevar "hacerlo por las malas". Sin embargo, ¿qué otra opción nos quedaba?
— No les haga daño — le pedí sin saber por qué.
Detestaba la violencia. Era precisamente contra lo que estábamos luchando en aquel momento. Aquellos métodos de persuasión me producían escalofríos. Me encontraba en una disyuntiva ética: ¿qué era lo correcto? Sin las pruebas, Honovi sería asesinado.
— No las tengo todas conmigo, señorita Catherine. Solo necesito a alguien que los viera aceptar el trato y pudiera reconocerlos..., sé que Métisse lo hizo.
— No le haga daño, por favor.
— ¿Quiere salvar a su amigo? — me habló con seriedad.
— Sí... — tragué saliva.
— La paz no se gana con paz, sino con guerra.
Pero yo conocía otro mundo más allá, puro, lejano a la sangre y a los cañonazos: existía en los ojos de Namid.
— Hay otra forma — murmuré.
‡‡‡
Los callosos dedos de Honovi sobre mis amargas lágrimas corroían como el primer sol veraniego. Lo veía allí, en las estrechas y sucias cuatro paredes, atado como un perro, repleto de golpes y decepciones. Lo seguía viendo, a pesar de estar tumbada en la cama tapada con múltiples mantas. La nieve golpeaba los cristales en pequeños toquecitos incapaces de consolarme. El tiempo pasaba lento, en una espera que me arrebataba la alegría hilo a hilo.
Solo quedaba un día.
Di un respingo sobre mi cama al escuchar unos agresivos pasos aproximarse a mi habitación. A continuación, Antoine golpeó la puerta y prácticamente me exigió que saliera de inmediato. Salté del colchón, asustada, y me encontré con unos ojos partidos por la preocupación cuando le abrí. Tras él, divisé a Jeanne descendiendo la escalera a correprisa, desesperada por llegar hasta quien estuviera en la entrada.
— ¿Qu-qué ocurre? — pude decir.
— Han prendido fuego a la escuela.
El corazón me crujió, del mismo modo en el que se había tambaleado cuando Quentin se atrevió a cortarle el pelo a Wenonah sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Antoine clavó sus ojos en los míos, sin saber qué decirme, y yo lo aparté de mi camino: corrí hasta la planta inferior mientras gritaba mi nombre para que me detuviera. Encontré a mi hermana llorando, exigiéndole explicaciones a un Thomas Turner que había venido desde su casa a caballo, casi sin vestir, para avisarnos. Los dos se quedaron pálidos al verme. La sangre me bombeaba con agresividad, sentía un cosquilleo rabioso por las extremidades inferiores. No tenía nada que decirles: debía acudir al poblado de inmediato.
— Catherine, detente — se alarmó Jeanne cuando me puse el primer abrigo que encontré sobre la camisola de dormir.
Chillaron múltiples veces mi nombre en el momento en que, descalza, abandoné el comedor, la entrada, el porche, y monté en Algoma.
‡‡‡‡
La noche era profundamente oscura, imposible de distinguir de una masa homogénea y negra, pero Algoma galopaba veloz, sin miedo, y yo me agarré a su cuello, sin montura, batallando contra el viento que tentaba con hacerme caer. Los copos blanquecinos iban adornando mi cabello a medida que yo intentaba recordar el camino hacia el poblado. Todavía alcanzaba a escuchar los aullidos angustiados de mi familia. No podía mirar atrás. Los niños, la escuela..., el fuego podría acabar con todo. Sin embargo, no tardé en advertir otros cascos, unos muy vertiginosos, detrás de mí.
— ¡Señorita Catherine!
Sobre el caballo, viré un poco el cuello. Ya a escasos metros de mí, Thomas Turner cabalgaba su corcel hasta la extenuación para alcanzarme. Había reaccionado rápido ante mi repentina desaparición enfrente de sus narices. En la estela de los agridulces recuerdos del pasado, creí que me obligaría a regresar a mi puesto, a las manos cruzadas sobre las rodillas, a la sumisión, pero se puso a mi altura extraordinariamente y dijo:
— ¡¿A dónde demonios iba sin mí?! ¡No conoce el camino!
Estaba triste, mas sonreí ante su apoyo incondicional. Mi felicidad instantánea duró eso: un instante. Tras el bosque que debíamos de atravesar para alcanzar el poblado, una enorme llamarada iluminaba la noche a lo lejos, guiándonos hacia el camino de la catástrofe.
‡‡‡‡
— ¡Dios santo!
La voz se me resquebrajó al arribar a los primeros metros del asentamiento ojibwa. Tal era mi desesperación que bajé de Algoma sin ayuda, tropezando y rodando por el suelo. Las llamas eran altísimas, casi más que las nubes, y cubrían la luna totalmente.
— ¡Señorita! — se alertó Thomas Turner — ¿Está bien?
No importaba el dolor de mis rodillas. Me incorporé como pude y el tiempo se detuvo. Todo el poblado corría con cubos de madera llenos de agua, intentando apagar el incendio. Mis alumnos eran detenidos por sus padres. Y lloraban. Lloraban mucho. El amplio edificio era una sombra de humo negro, la boca de un infierno que no sería sofocado. El fuego era grandioso, aterrador, y empujaba a los indios cuando luchaban por acercase a él para apagarlo. Algunos valientes yacían sobre la hierba con gravísimas quemaduras. El llanto..., solo podía escuchar el llanto. "Nuestra escuela...", susurré para mis adentros, sin creerme lo que estaba viendo. Nuestros sueños, todo el trabajo, la ilusión..., todo estaba siendo pasto de las llamas.
— ¡¡Necesitamos más agua!! — pasó por mi lado Thomas Turner.
Huyana estaba en una esquina, con la boca entreabierta, observando el incendio embelesada, sin poder reaccionar. Las gentes daban vueltas, desconocía si por lo mareada que me sentía o por el alboroto.
— Nuestra escuela... — despegué los labios.
Y caminé hacia ella. Al lugar en donde había dejado reposar mi fe. A las tablillas de madera chamuscadas que se desvanecían como los muertos..., a la creencia de que podríamos crear un mundo nuevo.
— ¡¡Apártese del fuego, señorita Catherine!!
El chillido de Thomas Turner me llegó lejano. Extendí la mano hacia la esperanza y el calor me golpeó. La rueda seguía girando. Los movimientos se difuminaban en colores anaranjados.
— ¡¡Apártese!!
"No puede ser..., nuestra escuela..., han acabado con todo...".
— ¡¡Apártese!!
Aunque Thomas Turner alargó sus zancadas para alejarme de la peligrosa cercanía de mi cuerpo a la estructura en flamas, una mano conocida me tomó de la cintura con brusquedad y me cubrió con su propio cuerpo, abrazándome con necesidad.
— Nuestra escuela... Ya..., ya..., ya no está... — musité con enajenación.
En trance, elevé los ojos con lentitud.
Namid había regresado.
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