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Giniw - Águila dorada

Desconocía si venía provocado por el nerviosismo de mi fuero interno, pero el tintineo de los cubiertos suspendía sonidos tensos en una cena supuestamente amigable. Tal vez solo fuera una percepción propia, mas conforme iba tragando los trozos de carne, el trabajo que me llevaba masticarlos y tragarlos aumentaba. No sabía qué decir o hacer para adquirir normalidad. Jeanne parecía no estar al tanto y, para mi beneficio, conversaba con nuestro anfitrión sin parar. Étienne la escuchaba con atención, sin embargo, yo percibía su alteración. Ni se dignaba a mirarme. Aquello debería de haber sido positivo, dadas mis circunstancias personales..., no obstante, me hacía sentir culpable. No deseaba incomodar al hombre que nos acogería en su casa durante tres meses, quizá más. ¿Era él un hombre a mis ojos? No podía darme una respuesta válida.

— ¿Qué edad tienes? — le preguntó Jeanne, olvidándose por completo de las formalidades —. Eres aún joven para albergar tantas responsabilidades.

Él sonrió un tanto, avergonzado, y respondió antes de beber de su copa:

— Cumplí diecisiete años el mes pasado.

Aquel número respondía a los dos comentarios de mi hermana. Era de sobra lo suficientemente maduro para hacerse cargo de la casa, las cuentas, los establos, el servicio y sus propios estudios. En Francia los hijos lo hacían desde los catorces años, quizá antes, sobre todo si eran los herederos del título. Pensé que Étienne probablemente no había tenido que preocuparse en demasía sobre esos asuntos hasta aquel momento, su hermano mayor era el cabeza de familia, pero su naturaleza generosa le había llevado a querer aligerar su carga y colaborar.

— Thibault debe de estar orgulloso de ti — le cumplimentó.

— Él me ha enseñado todo lo que sé. Es lo mínimo que puedo hacer — se encogió de hombros.

Retiraron el segundo plato y nos trajeron fuentes de fruta, pasteles y licor de hierbas. Al recibir una porción de tarta de manzana, pensé inevitablemente en Wenonah. "Debería aprender a cocinar para poder enseñarle", dije para mis adentros.

— ¿Te gustan los dulces, Catherine? — se dirigió a mí de pronto. Lo hizo afablemente, con la mirada abierta y una media sonrisa.

Sorprendida, la cuchara se quedó a medio camino y tragué saliva.

— Le encantan — se me adelantó Jeanne —. Venera los bizcochos de arándanos. La compota de fresas, los bollos de manteca..., ¿verdad que sí? — buscó mi aprobación y asentí —. Padre siempre le daba caramelos a escondidas.

Étienne lucía fascinado por la conversación sobre mis gustos culinarios. Era como si quisiera conocer todos los detalles sobre mi infancia, mis pensamientos más íntimos. Volvió a mirarme y amplió la sonrisa.

— Gozamos de un buen cocinero — comentó, apartando la vista —. ¿Qué le parece el licor? — le habló de nuevo a Jeanne —. Deberíamos hacer un brindis, ¿no cree?

— Por supuesto — levantó su copa, complacida.

Yo me quedé quieta y él lo advirtió.

— ¿No brindas con nosotros?

— No bebo — respondí.

Encarnó las cejas, pero no insistió.

— Te gustará, está delicioso. Cat, pruébalo. Brindemos porque Thibault y Antoine trabajen diligentemente — mi hermana me llenó una copita y me la puso delante.

— ¿La llaman Cat? — intervino, risueño.

No me gustaba que la plática girara entorno a mis apodos. Me sentía indefensa. Para desviar la atención, tomé la copa y me la acerqué a los labios.

— Sí, Antoine lo hace. Yo siempre la he llamado pajarito.

"Lo que me faltaba", maldije. Las mejillas se me encendieron levemente.

— ¿Pajarito? — se rió sin mala intención.

— ¿Por qué brindamos? — los corté, distante.

Ambos me miraron y Jeanne se dio cuenta de que me estaba incomodando. Volvió a levantar la copa y dijo:

— Por nuestros queridos arquitectos.

Los tres movimos el brazo hacia el epicentro de la mesa, dispuestos a hacer a los cristales chocar. Mi vaso golpeó de pleno el de Étienne. El ruido que produjo hizo que eleváramos la vista del tapete y nuestros ojos también colisionaran. Relajó los labios y advertí que su pretensión era ser próximo. Pero yo no podía dejar de reproducir la imagen de Namid. Era como si lo hubiera atrapado en un cuadro, como los retratos familiares que decoraban nuestra antigua casa parisina, y pudiera extraerlo de mi mente con un mísero chasquido. No desaparecía.

— Brindemos por ello — añadió en un hilo de voz.

Tragué aquel líquido espirituoso y vi cómo él me miraba a través del cristal. La bebida estaba caliente y provocó una sensación de ardor en la garganta. Inexperta, tosí. Jeanne me miró con cariño, al fin y al cabo seguía siendo su niña.

— ¿Quieres más? — me ofreció ella.

— No, no, gracias — negué con perfectos modales —. Es un buen licor, pero mi constitución no soporta bien el vino. Me produce jaqueca.

Los dos llenaron sus copas por segunda vez. Era común que los hombres bebieran desde muy temprana edad. Étienne probablemente necesitaría acabarse media botella para sentirse mareado. Por el contrario, sabía que Jeanne pararía tras aquella repetición. Era una buena bebedora, pero era mujer. No se nos estaba permitido superar un tercer vaso.

— Mañana les enseñaré la bodega.

— Estupendo — aceptó —. Thibault nos contó que poseen una modesta granja en la parte trasera de la casa.

— Así es. Y unas hectáreas de jardín — mencionó mirándome. Agradecí que recordara que me agradaban las tareas de botánica. Podría tener un entretenimiento que me mantuviera ocupada.

— Mañana nos aguarda un día largo, ¿verdad, pajarito?

Jeanne no me llamaba de aquella forma para mortificarme, no podía evitarlo, pero me hacía ruborizar si lo hacía con extraños. Étienne sonrió un poco al captar mi turbación.

— ¿Por qué pajarito? — preguntó.

— Porque Catherine es como un ave — contestó ella, enigmática. A decir verdad, en mis catorce años de vida todavía no había descubierto en qué nos parecíamos un pájaro y yo.

— Es cierto — asintió él, contemplándome con solemnidad. "¿Por qué demonios está de acuerdo?", me puse nerviosa—. ¿Pero qué ave?

— Un gorrión — afirmó.

Él no pareció estar convencido.

— ¿Qué pájaro crees que eres, Catherine?

— No lo sé... — respondí, confusa.

— ¡Un petirrojo!

— No — movió el rostro, taladrándome con la mirada —. Catherine es un águila.



‡‡‡



Mi habitación era inmensa. Su diámetro era el doble de la que me esperaba en Quebec. Al tratarse de un aposento para invitados, estaba decorada de forma neutra para ser servible tanto para varones como para damas. La cama estaba ciertamente elevada del suelo, con un alto dosel que caía a lo largo de las cuatro columnatas de madera de roble que la dotaban de una apariencia regia. Todos los candelabros estaban encendidos y vi que los cortinajes eran de tono rojizo. El suelo entero estaba recubierto de una suave alfombra. La chimenea estaba apagada, pero me fascinó que poseyera una. Los ventanales eran amplios, como a mí me gustaban, y daban a la parte ajardinada de la casa. Florentine había guardado todos mis vestidos, abrigos y zapatos en el gran armario que había junto a la puerta. Disponía de un escritorio, sobre el que descansaban plumas y papel sin estrenar. En la pared que era contigua a las dependencias de Jeanne había un tocador bellísimo. Sin duda Étienne lo había situado adrede allí. Era de color blanquecino, lo que demostraba que no era originario de aquel cuarto. Parecía muy antiguo y valioso. Agradecí que le hubiera dado un toque femenino pensando en mí.

Agotada, me senté en los pies de la cama y me quité las botas. Tenía los pies hinchados. Inspiré varias veces, con la cabeza hecha un lío, y le escribí una corta carta a Antoine. La haría mandar mañana a primera hora: quería evitar a toda costa que se preocupara en exceso. Le describí con todo lujo de detalles la vivienda y le aseguré que estaríamos a gusto. Esperé a que la tinta se secara y la guardé en un sobre. Inquieta, me asomé a la ventana y enumeré las estrellas. Debía de acostarme, puesto que era ya muy tarde, pero no podía dejar de dar vueltas y vueltas. Los vasos de leche caliente me ayudaban a descansar, por lo que me dirigí a la planta inferior para pedir a algún criado que me preparara uno. Puede que Florentine aún estuviera despierta.

Descendí por la escalinata. No encontré a nadie. Desconocía la disposición de la casa y no me aventuré a averiguarla. Sin embargo, distinguí una tenue luz que provenía del salón y pensé que podría albergar a algún sirviente rezagado. Silenciosa, toqué dos veces a la puerta y, como ésta estaba entreabierta, la empujé sin querer al hacerlo.

— Perdona — se me cayó el alma a los pies al ver a Étienne en la mesa, leyendo un libro con despreocupación. Los labios me temblaron —. No sabía que estabas aquí.

Él se levantó como un resorte, tomado de improviso, y se apresuró en detenerme. Yo ya estaba casi cerrando la puerta tras de mí.

— Espera, Catherine — elevó el tono —. No te preocupes. Detente, por favor.

"Eres una niña torpe", me regañé por mi mala suerte. Me lo había buscado bajando allí por la noche. Con sumisión, me quedé quieta en el marco y lo miré con disculpa. ¿Qué hacía despierto a aquellas horas?

— ¿Qué haces despierta? — leyó mi mente —. ¿No puedes dormir?

— No... Esto... Yo... — intenté ordenar mis pensamientos —. Solo buscaba a mi criada.

— Están descansando. ¿Necesitas algo? — me invitó a que entrara. Lo hice con pasitos pequeños.

— No es nada — repuse, incómoda —. Me cuesta conciliar el sueño y beber leche caliente me ayuda. Era una tontería.

— Es un deseo muy fácil de conceder — se rió como si se hubiera esperado cualquier petición extravagante —. Vayamos a la cocina.

— No es necesario que les despiertes — me angustié cuando caminó hasta donde yo me encontraba con decisión.

— Sígueme.

Desconocía la razón, pero siempre acababa siendo arrastrada por jóvenes gallardos. Étienne me tomó de la muñeca y nos llevó hasta la cocina. Olía poderosamente a queso curado. Estaba limpia y ordenada. Me hizo tomar asiento y comenzó a rebuscar en la amplia alacena.

— Mi hermano diseñó un sistema que permite que la leche aguante un par de horas más sin cortarse. Creo que ha sobrado de esta tarde. ¡Aquí está!

¿Iba a preparármela él?

— No es necesario que...

— Hace mucho tiempo que no bebo leche caliente antes de acostarme.

Apareció con una olla repleta y encendió las brasas con rapidez. Me dije que era imposible que supiera cocinar, un noble nunca pisaba la cocina. Yo era incapaz de hacer un fuego o asar un filete. Cuando el fuego le satisfizo, colocó el recipiente encima.

— Me pasé mi infancia correteando bajo las faldas de la cocinera — explicó, consciente de mi extrañeza —. Prefiero ser independiente a que mis sirvientes tengan que atarme hasta las botas.

Madurez. Descubrí por primera vez que Étienne era una persona madura y consecuente con sus actos. Era todo menos presuntuoso. Se aposentó en una silla cercana y esperó a que la leche comenzara a hervir.

— ¿Por qué te cuesta dormir?

Anhelaba narrarle todo lo que nos había ocurrido en Quebec desde que se habían marchado. Al mismo tiempo, sabía que era más sabio guardar sigilo.

— Siempre he sufrido de insomnio. ¿Y tú?

— Estaba estudiando. Es el único momento del día en el que puedo hacerlo.

Escuchándole, me percaté de que no llevaba el chaleco y la camisa estaba arrugada. Además, se había quitado el pañuelo y desabrochado un par de botones. Estaba más atractivo de aquella forma, con el pelo despeinado y las ojeras marcadas.

— ¿Qué leías? — pregunté, luchando por ser afable.

— Leyes — sonrió con un bufido —. Un quebradero de cabeza.

Se puso de pie y llenó dos vasos de madera hasta arriba con un gran cucharón. Tomó un poco de agua de un barril y apagó el fuego. El humo dotó a la estancia de un olor desagradable.

— Gracias — incliné la barbilla al coger el vaso.

Sin responderme, hizo un brindis en el aire y bebió. Casi lo apuró de un trago. Había conseguido convencerme de su calma, pero la manera en que lo agarró denotó que estaba intranquilo. Nos quedamos callados unos minutos.

— Has crecido — habló, sin leche con la que entretenerse.

Era cierto, yo también lo había notado. Mi estatura seguía siendo baja, mas se había incrementado dos o tres dedos. ¿Había pensado en aquello nada más verme? Mi físico estaba cambiando sin que yo pudiera frenarlo. Las miradas masculinas eran inapelables. Estaba dejando de ostentar una identidad aniñada.

— No tanto como tú — le sonreí un poco.

Étienne bajó la vista y se sonrojó. Dobló las rodillas en el taburete. No era larguirucho como Thibault, a pesar de su gran altura. Su cuerpo estaba bien proporcionado. Él tampoco lucía ya como un infante.

— Tuve que encargar trajes nuevos al sastre, no me valía ninguno — se rió —. Mi hermano dice que algún día no cabré por la puerta.

Ambos nos reímos y noté cómo sus pupilas se encendían.

— Has cambiado, Catherine — dijo con voz queda.

Interpreté que se refería a mi apariencia. Rápidamente me hizo saber que no era así:

— ¿Qué te ha ocurrido en Quebec?

"Lo inimaginable", suspiré.

— Querrás descansar, tendremos tiempo para intercambiar confidencias — respondí con diplomacia, tal y como Thomas Turner se empeñaba en inculcarme.

Su semblante zumbó con una punzada de chasco: deseaba extender nuestra conversación. Sin embargo, la moral le impedía retener a una mademoiselle contra su voluntad.

— Qué tonto — se revolvió los rizos —, perdona mis modales. A veces soy demasiado charlatán. Vamos, te acompañaré a tus aposentos.

Dejé el vaso medio vacío sobre la mesa y caminamos a la misma altura. Él me miró los pies descalzos, curioso, en milésimas de segundo. Capté la fuerza contenida que encerraban sus manos mientras subíamos las escaleras.

— ¿Tu habitación te agrada?

Habíamos llegado a la planta superior y me detuve junto a la puerta.

— Mucho — mi boca desdibujó una media sonrisa —. Gracias por tu hospitalidad.

— Me alegro — se le iluminó el rostro —. Espero que mi vaso de leche cumpla su propósito —. Me puse en guardia cuando sus ojos escudriñaron mis labios y subieron de nuevo. Inspiró, como si estuviera sopesando las consecuencias de lo que estaba pasando por su mente. Finalmente sonrió y dijo —: Buenas noches, Catherine. 

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