Gikinjigwenidiwag - Ellos se abrazan
Obviando el frío que hacía fuera, salí a trompicones al jardín trasero. Tuve que sentarme en la mecedora, superada por las emociones que amenazaban con estrangularme a la mínima de cambio. Todo me daba vueltas e intenté respirar hondo para recuperar el pulso normal. El helado viento me ayudó a despejar la calentura que poblaba mi rostro. "Volverán a por mí", me dije. Había salido con cierta brusquedad del salón y alguien no tardaría en venir a buscarme. La turbación de aquel baile me aprisionaba el pecho. La imagen de los ojos de Étienne se superponía con los de Namid. Durante aquellas vueltas rítmicas, mi corazón anheló la cicatriz de sus labios. ¿Qué había ocurrido exactamente? Extraje la pequeña bolsa de piel de uno de los bolsillos ocultos de la falda del vestido y acaricié los mechones de Wenonah. La felicidad de la danza pasó a ser efímera.
— ¿Se encuentra bien?
Di un respingo al escuchar la voz de Étienne. Estaba en el marco de la puerta, mirándome con preocupación.
— ¿La he ofendido en algo?
Me guardé la bolsa en su hueco secreto y tragué saliva. ¿Qué se suponía que debía decir?
— No... Yo... Siento que...Yo... Estaba exhausta... Necesitaba tomar un poco el aire...
— ¿Está segura? No era mi intención molestarla.
— S-sí — carraspeé —. Ha sido placentero. Yo..., no me agradan los bailes... Tengo la salud delicada.
— Si es así debería de entrar, podría resfriarse.
— Un poco de aire fresco me vendrá bien. Gracias por sus atenciones. No pierda el tiempo conmigo, vuelva al baile y disfrute — dije, intentando ocultar mi sonroje en la noche que comenzaba a formarse.
— Nunca perdería el tiempo con usted — me corrigió con una media sonrisa sin doble intención.
"Lo que me faltaba", lamenté. No estaba preparada para aquello, fuera lo que fuera. Sin embargo, desconocí si por la intervención de la divina providencia o no, el chasqueteo de un caballo galopando nos puso en guardia, aunque por motivos diferentes. Estaba demasiado oscuro para averiguar quién se aproximaba, pero yo hubiera reconocido el sonido de los cascos de Giiwedin hasta en mis sueños más profundos. Namid había vuelto.
— Métase dentro. Hay muchos salvajes en los alrededores — me tomó de la muñeca Étienne.
Yo me solté sin esfuerzo y bajé los escalones sin más. Mi cuerpo reaccionaba inmediatamente y corrí hasta la cerca.
— ¡Señorita Catherine! — se alertó él, siguiéndome.
Majestuosos como eran, tanto el jinete como el animal se detuvieron en el límite de la valla. A pesar del dolor, tenerle de regreso curaba todas mis heridas. Me asomé un poco más y distinguí sus rasgos en la penumbra. Eran como los recordaba, pero a la vez distintos. Bajó del caballo de un salto, con el ceño fruncido, y me asustó la necesidad que tuve de abrazarle.
— Apártese... — intentó protegerme Étienne, muerto de miedo.
Namid se acercó a la cerca y su semblante se clarificó. Seriamente solemne, sus ojos ardían con furia. No parecía estar contento de verme. Sabía lo sucedido con Wenonah. No se percató de la presencia de Étienne hasta que él quiso moverme. Al hacerlo, lo taladró con aquellas pupilas etéreas, sin importarle lo más mínimo quién era o por qué estaba allí conmigo. Era insignificante en aquel momento.
— Nisayenh — murmuré, casi disculpándome.
Étienne me miró con estupefacción y no tardó en darse cuenta de que nos conocíamos. Como si fuera un cadáver, se quedó quieto. No iba armado y cualquier movimiento en falso podría significar la muerte. Yo intenté alargar la mano para acariciarle la mejilla, queriendo aplacar su dolor, pero él apartó la cara con brusquedad, herido.
— Lo siento — se me llenaron los ojos de lágrimas.
No hablábamos el mismo idioma, pero el dorado de sus luceros me lo decía todo. Su Wenonah. Habían hecho daño a su Wenonah, la luz de su vida. Palpé una profunda decepción: consigo mismo, conmigo, con el mundo que nos rodeaba. Y una furibunda impotencia por no poder haber hecho nada para subsanarla; pero, sobre todo, por estar atado de pies y manos en su búsqueda de venganza. Namid estaba cansado, muy cansado, agotado de los golpes de la fortuna, rabioso por significar un pecado. Y yo misma había enseñado en aquella aula: yo pertenecía a la sociedad que estaba empeñándose en aniquilarlos. En la furia, pretendía poder odiarme, pero una pizca de aquellos ojos oro buscaban consuelo en mí.
Cuando me eché a llorar, fracturada por dentro, sin saber qué hacer, él gruñó algo en lengua ojibwa, girando el rostro como si no quisiera ver mi sofoco. Sin importarme sus posibles reproches, busqué su rostro con las yemas de los dedos.
— Nisayenh — mascullé.
No se movió. El tacto de su piel era candente, a pesar del frío. Hice circular mis nudillos por su mejilla, mimosamente, pero él siguió con la mirada volteada, lejos de mí, resistiéndose. No era muy dada a las muestras de cariño, sin embargo mi terneza salió a borbotones. No necesité pensar en cómo acariciarle: estalló. Quise transmitirle lo mucho que lo apreciaba; mi fidelidad y apoyo, y a los pocos segundos noté cómo su piel se erizaba. Me miró y el tiempo se detuvo en una eternidad en la que su tez era el reloj y yo sus agujas.
— Lo siento... — reiteré en un hilo de voz.
Para sorpresa de Étienne, a quien había olvidado por completo en la escena, Namid me rodeó abruptamente. Me acercó a él, abrazándome, y la valla que se interponía entre nosotros me hizo daño en el vientre. Rompí a llorar con más intensidad, cerrando los ojos con fuerza entre los pliegues de su cuerpo, y nos apretó hasta que me estremecí. Era el abrazo de un joven agotado, sin aliento suficiente para detestarme, incapaz de culpar a aquella niña blanca que solo le traía problemas. Yo no era la única que debía de justificar día tras día el porqué de aquella locura, para él también suponía una contrariedad, por muchas más razones de las que creía. No obstante, Namid me necesitaba, ambos lo hacíamos, y me hundí en su torso para marcarle a fuego que no huiría. Estaría a la altura de las circunstancias.
— Lo siento... — no podía parar de decirlo.
— Shhh, nishiime — me silenció al oído.
A continuación comenzó a murmurarme en lengua ojibwa, como si estuviera desahogándose aunque yo no pudiera entenderlo. Me acarició el cabello con delicadeza y el vínculo que sentí entre ambos me abrumó.
— Lo sé. Lo sé — le consolé involuntariamente —. Lo siento muchísimo...
Hablábamos a susurros, encerrados en los hombros de cada uno, y Namid se detuvo, prestándome atención, cuando seguí diciéndole:
— Cuidaremos de Wenonah. No permitiré que nadie os haga daño. Confía en mí.
Sentí cómo su pecho se contraía al tomar aire profundamente y, al soltarlo por la nariz, reptó por mi cuello. Se aferró con mayor ahínco a mi cuerpecito antes de echarse un poco hacia atrás. El corazón se me encogió al verle sonreírme levemente, con esfuerzo, del mismo modo que lo hacían las viudas en los entierros de sus maridos.
— Miigwech, nishiime — añadió.
No comprendí por qué estaba dándome las gracias. Entonces extendió la mano hacia a mí. "Quiere que le acompañe", adiviné. Sin titubear, se la agarré.
— Se...se...señorita... — tartamudeó Étienne cuando Namid me tomó de la cintura y me elevó en el aire para que pudiera saltar la cerca y situarme en el exterior de la vivienda —. De...deténgase...
Vi cómo él lo miraba de arriba abajo, pero supe que no buscaba enfrentarse con el francés. Esperó a que yo reaccionara. Lo contemplé detrás de la valla: estaba muy pálido y sudaba copiosamente. Étienne no podía dejarme marchar así como así, por muy "afable" que hubiera sido mi encuentro con Namid. "Es un joven valiente", me descubrí pensando.
— Él es mi amigo — anuncié —. Es el hermano mayor de la niña a la que cortaron el cabello.
Tras haberle proporcionado aquella información, Étienne lo miró todavía más asustado.
— No puedo permitir que desaparezca con él — dijo con cautela.
— ¿Confía en mí? — le cuestioné de pronto.
— Yo... — dudó, tomado por sorpresa —. Sí, sí lo hago — terminó diciendo.
— ¿Recuerda que fue lo que me encomendó el reverendo Denèuve?
Se quedó un par de segundos en silencio, mas conocía la respuesta.
— Los mechones...
— Debo de devolvérselos.
Étienne me observó con reparo, batallando con sus propias emociones internas. Alterado, se aproximó más y dijo:
— Regrese sana y salva. Se lo imploro.
— Así lo haré — sonreí débilmente, agradecida.
— ¿Qué pasará si notan su ausencia? Yo... — calibró sus palabras —. Yo podría encubrirla — abrí los ojos como platos —. Si su hermana me pregunta por usted, le diré que estuvimos charlando en el porche y que se sentía cansada y subió a acostarse.
— Gra...gracias — acerté a pronunciar.
— Tenga cuidado, por favor.
Al subirme a lomos de Giiwedin, Namid inclinó el rostro a Étienne con respeto, conocedor en cierto modo de su promesa de discreción. Sus preciosos ojos verdes fue lo último que vi antes de que el animal trotara vivamente, alejándose.
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