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Giinawind - Nosotros

A lomos de Inola, cabalgué violentamente sin rumbo, sin pensar en nada más. Escuché cómo un par de ojibwa me gritaban que me detuviera, pero hice casi omiso: avancé y avancé. La velocidad del viento me hería la piel, mas no importaba..., solo así me sentía libre. Alterada, llegué a un discreto lago que se extendía, por el sonido, hacia una cascada. Alrededor, una escarpada cueva montañosa parecía el mejor escondite. Vivía huyendo, pero desconocía de qué; todavía era demasiado joven para entender que estaba huyendo de mí misma y que siempre terminaría encontrándome al otro lado del espejo.

Bajé del caballo y dejé que éste pastara por los alrededores. Estaba repleta de sudor, por lo que no tardé en mojarme el rostro. El agua estaba helada, a pesar de la estación. Inevitablemente hallé mi reflejo en el curso. ¿Por qué me estaba comportando así? ¿No me habían enseñado todas aquellas pérdidas a dejar un lado el orgullo? ¿Era precisamente orgullo? ¿Qué era? ¿Por qué habíamos construido una barrera entre nosotros si era lo que menos necesitábamos? Su decepción por verme allí había sido el detonante. Esperé que mostrara alegría, y en parte lo había hecho, pero no como yo había querido. Era como si estuviera enfadado conmigo por haber tomado la decisión de luchar a su lado. Yo urgía que él me tomara de la mano sin exigirme explicaciones.

Confundida, metí enteramente la cabeza y el frío me poseyó el cabello. Me froté los mechones para deshacerme de toda la suciedad y fui estirando los enredos con los dedos. Mi melena había crecido considerablemente, casi alcanzaba la parte baja de la cintura. Decidí dejarla suelta para que el sol se encargara de secarla. Observé mis ropas: eran un disparate. Sin embargo, no poseía otras. Barajé la posibilidad de bañarme allí mismo, lavar las ropas y esperar a que el calor hiciera lo propio, pero me preocupaba el hecho de que alguien indeseable apareciera. Al fin y al cabo, me había alejado del poblado sin avisar. Con aquella apariencia ruda, me ruboricé al pensar lo poco bella que le habría resultado a Namid. Él siempre me había visto con fastuosos vestidos, camisones femeninos, limpia, perfumada. Nunca me había considerado una dama coqueta..., mas anhelaba lucir bien. "¿Crees que es un buen momento para estas tonterías?", me regañé entre risas. "No es tu culpa que él esté todavía más guapo, Catherine", suspiré. Y tanto que lo estaba. El paso de los años sí que era notable en un aspecto: la atracción. A los catorce años era demasiado inocente, a los dieciséis —aunque lo seguía siendo—, las partes de su cuerpo podían verse con más sentidos que con los ojos. Era una sensación que me colmaba la boca del estómago, supuse que por excitación. ¿Y Namid? No en vano había alcanzado la madurez. Probablemente conociera cada uno de los rincones de las curvas de una mujer. Aquello me ponía nerviosa. Yo era todo lo contrario de lo que él habría experimentado. Sólo lo había imaginado en sueños.

Intentando relajarme, me quité las botas e introduje los pies en el lago. Lo suficientemente cerca, escuché cómo Inola se agitaba. A continuación, los cascos de otro caballo aproximándose fueron ineludibles. En guardia, salí descalza del agua, con el pelo chorreándome, y me llevé la mano al cinto. En milésimas de segundo, Namid emergió de la maleza. La comisura de mis labios descendió, sorprendida y sin preparación. Él paró próximo y descendió de Giiwedin con agilidad. Mis dedos continuaban sobre la daga.

— ¿Qué haces aquí? — casi escupí las palabras.

"¡Estúpida! ¡Sé amable!", me revolví.

— No deberías haberte esfumado así.

El tono de su voz, grave y profundo, me atraía como una melodía mágica. Al tenerlo enfrente, pude admirar la desnudez de gran parte de  su anatomía: únicamente portaba unos pantalones amarronados. El cabello negro, casi tan largo como el mío, repleto de finas trenzas. Unos pendientes dorados con forma de lágrima adornaban el lóbulo de su oreja. No había ni un rastro de pintura sobre su piel. Había esquinas, músculos definidos, que jamás había pensado que existían. Me arrebataba el aliento.

— ¿Cómo me has encontrado?

"¡Estúpida!", volví a equivocarme.

— Tu caballo. Has dejado el rastro de sus huellas.

Me sonrojé por la obviedad de mi error.

— Necesitaba intimidad para asearme un poco — dije sin saber por qué —. Eso es todo.

Era difícil acostumbrarse a poder hablar, era casi irreal. ¿Por qué, cuando podíamos hacerlo, parecíamos no tener nada que decirnos?

— Sólo quería asegurarme de que estabas bien — el corazón se me aceleró—. Te dejaré a solas.

— ¡¡No!!

Grité con tanta desesperación que él se paró en seco antes de subir sobre Giiwedin. Aquella petición me había surgido del interior de las entrañas, sin racionalizar, y enseguida me arrepentí de haberla dicho. Abrumada y torpe, me tapé la boca, roja como un tomate, y bajé la vista.

— Esto..., quiero decir...

Los labios de Namid desdibujaron una media sonrisa. ¿Cuánto hacía que no le veía sonreír? Era conmovedor hacerlo. Sus ojos buscaron los míos con ternura. Mi alma entera tembló.

— No me iré entonces — afianzó su sonrisa —. Si es lo que quieres.

Se las había apañado, de aquella forma enigmática, de obligarme a decir en voz alta que deseaba que se quedara. Tragué saliva y musité:

— He extrañado mucho a Giiwedin.

"Y a ti", completé en mi mente. No podía ordenar las ideas, sentía que iba a tropezar en cualquier momento. Las excusas no me durarían.

— ¿Puedo...?

Él alzó las cejas, sorprendido por mi comentario. A correprisa, me invitó con la mano a que me aproximara a su caballo. Con paso inseguro, así lo hice. El animal me reconoció enseguida: contento, jugueteó con su cabecita y aceptó de buen grado mis cariños. Bajo una sonrisa melancólica, oculté la tristeza del reencuentro. Sumida en la nostalgia de aquel tiempo indolente en el poblado, le rodeé el cuello, abrazándolo, y apoyé mi rostro en él, oyendo sus latidos. Cerré los ojos y el amor me llenó los huesos cansados. Como no quería ponerme a llorar, lentamente me aparté un tanto y me limité a recorrerle el pelaje con las manos.

— Me alegra volver a verte — le dije, aunque en realidad se lo estuviera diciendo a Namid —. Pensé que me habrías olvidado.

De pronto, la propia mano de Namid se situó sobre la mía.

— Nunca podría — siseó—. No, no te he olvidado.

Fue como si la tierra se resquebrajara.

— Me alegra volver a verte — reprodujo mis palabras en un murmullo.

Su palma comenzó a acariciar la mía y noté cómo su espalda me cercaba. Cada uno de sus poros irradiaba tal aura de exaltación que me estremecí. Entreabrí los labios, apabullada por las emociones. "Acércate, acércate más", inquirí en secreto. Y tal y como pedí, actuó: sigilosamente, la parte trasera de mi cuerpo colisionó con su pecho. Encajábamos a la perfección, apasionadamente. Nuestras manos ya habían abandonado a Giiwedin y él las guio hasta la entrada de mi escote. Dejé escapar un jadeo con los ojos cerrados. Podía sentirlo detrás de mí, con todo su ímpetu y sentimiento. Poco a poco, las hizo subir por el hueco de los senos, más arriba, hacia la garganta, al tiempo que sus labios también arribaban al mismo destino.

— Detente, por favor... — demandé en otro jadeo mientras su aliento y la carne de su boca inundaban mi cuello.

— Déjame tocarte, te lo suplico. Necesito convencerme de que eres real.

La ternura que ocultaban sus exigencias derritió todas y cada una de mis absurdas defensas. Sí que era real: "tan real que estoy perdidamente enamorada de ti, tonto", pensé.

— Déjame recordar tu olor, el tacto de tu piel... — los roces se transformaron en cortos besos sobre el hombro, sobre la extensión de mi cuello. La otra mano se introdujo en mi pelo húmedo y el jadeó se transformó en un gemido que encerraba el cosquilleo juguetón de mi entrepierna —. No me quedaban noches para recuperarlo en sueños...

El gemido se transformó en un quejido audible en el momento en que Namid me agarró de la cintura y me apretó contra él. A pesar de la tenue brusquedad de sus movimientos, lo que me dejaba sin palabras era el anhelo que exhalaban, puro y sincero. En cierto modo, me avergoncé de haber emitido aquel sonido tan ajeno, tan carnalmente impaciente, y vi cómo él también se sorprendía.

— Yo... — intenté decir, rendida y sin fuerzas. Jamás había sentido aquello al ser tocada por un hombre..., era como si alguien me estuviera ahogando y yo disfrutara con ello —. Yo..., esto no..., esto no es-está...., bien...

— Gracias al cielo que estás aquí, conmigo —me interrumpió con un susurro desesperado —. No te vayas...

"No estaba molesto por mi decisión, sólo desea protegerme", entendí.

— Pensé que no volvería a verte...

La emoción de su voz me conmovió. Posiblemente había aprendido francés para poder decirme aquellas palabras alguna vez. Suavemente, me rodeó, abarcándome entera entre sus brazos protectores, y sentí que, como yo, Namid era un niño roto. Quise curarle a toda costa.

— Estoy aquí..., contigo — aseveré.

Él se agazapó en torno a mí con aquella alma sensible que me desarmaba.

— Siento lo de antes. Yo...

No había nada que perdonar.

— Tengo miedo — murmuré, asustada del propio eco de mi garganta.

— ¿De qué? — quiso saber con intimidad.

— De nosotros.

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