Daanginigaazo - Él la toca
Florentine y yo nos despedimos con las manos abiertas en movimientos pendulares mientras se alejaban por el camino sobre el carruaje que los llevaría al lago Ontario. Jeanne no dejó de mantener el contacto visual hasta que le fue imposible, preocupada y contenta al mismo tiempo. "Te echaré de menos, hermana", pensé. Antoine la custodiaría cabalmente. No deseaba que dejara de experimentar por culpa de mi debilidad.
— Bueno — suspiró Florentine cuando estuvimos a solas en el porche —, es usted la señora de la casa ahora.
Dijo aquello sin ánimo de presionarme, pero me asustó el peso de sus palabras. ¿Yo? ¿La señora de la casa? A decir verdad, ya había vivido en soledad durante el viaje de la pareja a Montreal y nada malo había ocurrido. En aquella ocasión, Thomas Turner había estado continuamente en la vivienda. Ahora no lo estaría; vendría de visita, pero yo sería, en efecto, la señora de la casa. Esperé no terminar mi mandato hogareño con la tala de otro árbol. De pronto, las ansias de salir al exterior y hacer actividades nuevas disminuyeron notablemente.
— Se ha puesto pálida de repente, ¿le ocurre algo? — apuntó.
— No. Entremos.
Con el objetivo de paliar mi zozobra, hice lo posible para darle extensas lecciones a Florentine hasta la hora de comer. Ella quería marcharse a hacer sus tareas domésticas, pero se lo impedí con el pretexto de ayudarla a aprender con la mayor agilidad posible. Ya sabía recitar las vocales de memoria e intenté que lo consiguiera con las primeras diez letras del alfabeto, junto con su grafía.
— Necesita comer, señorita — dijo, agotada.
Terminé por ceder y me encontré sin nada que hacer después de la abundante ingesta de alimentos. Florentine se escabulló y tuve que ponerme a bordar en el pequeño salón de té de Jeanne. No era muy buena haciéndolo. Movía la pierna compulsivamente y cuando fallé dos puntadas de lo que pretendía ser una flor, me harté y lancé las telas de costura de mala gana sobre la mesa. Era absurdo que no me atreviera a salir al exterior. Me acerqué a la ventana, la misma por la que habíamos visto cómo algunos de los sirvientes abrían fuego a la tribu de los ojibwa, y me fijé en el viento. La estación estaba cambiando y el frío inundaba la brisa. Mis pupilas se dirigieron entonces al cadáver del nogal. Anhelaba acariciarlo, pedirle disculpas, y aquella avidez me hizo ponerme los zapatos y adentrarme en el desierto exterior.
Había un criado pintado la verja que bordeaba la casa y me miró con sorpresa cuando la crucé y anduve hasta el tronco partido. Era de gran tamaño, más ancho que dos sauces llorones juntos. Lo rocé y noté la savia seca en las uñas. Las líneas concéntricas que formaban el esqueleto ocre del interior, ahora descubiertas por la tala, me indicaron la longevidad del árbol. Los colgantes de los indígenas seguían allí, reposando sobre el centro, y no me atreví a tocarlos. Eran una ofrenda, no tenía ningún derecho a moverlos, los dejaría ahí. Fruncí el ceño al distinguir un rastro de sangre sobre uno de los extremos bajos de la corteza. Sin duda provendría de la herida de aquel indio que nos increpó.
— Lamento haberte hecho daño — pronuncié en voz alta.
El nogal no podía escucharme, pero yo necesitaba decirlo. Había una aflicción en el fondo de mi estómago que me tornó la boca seca. Había actuado con extrema ligereza. Sin quererlo me veía reflejada en Stéphane. Él era un joven francés como yo que había crecido rodeado de las costumbres parisinas y era incapaz de ver más allá de su propia ventura. Era un ignorante. Me costaba admitir que estaba en un lugar que me superaba y del que no sabía nada. Ansiaba aprender. Ambicionaba comprender por qué Thomas Turner tenía razón cuando decía que aquellas tierras no nos pertenecían.
‡‡‡‡
Florentine no podía ocultar su entusiasmo al haberla invitado a acompañarme a la ciudad. Era la primera vez que lo hacíamos juntas y ella parecía estar más ilusionada que yo. Había hecho ese viaje en carruaje muchas veces para acudir al mercado, pero nunca conmigo, y observaba todo como si fuera nuevo. Yo me mareaba pasando tantos árboles; tenía las extremidades acartonadas y la inseguridad de que no había decidido sabiamente. ¿Y si ocurría algo? En París, solía dar pequeños paseos bajo la tutela de Annie, pero eran cortos y la presencia de Jeanne era preponderante. Ahora estaba dirigiéndome a Quebec, una ciudad que solo había pisado un par de veces, sin mi hermana y con una valentía bastante pésima y cambiante. Tuve la tentación de pedirle al cochero que diera la vuelta, pero no lo hice.
Llegamos sin ningún incidente a la parte baja y casi arrastré a Florentine, en un paso frenético que buscaba pasar desapercibida, hasta la parte alta en cuestión de escasos minutos. Mi criada sudaba, cansada, pero no objetó. Saludé a varias personas que me reconocieron con la boca temblorosa y no me sentí a salvo hasta que entramos en la basílica. Solo allí me permití soltar una bocanada de aire extenuado.
— Señorita, — le faltaba la respiración. — pensé que querría ir a ver sombreros antes de llegar.
A modo de respuesta, me santigüé y la insté a hacer lo mismo. Nos sentamos en uno de los bancos más al fondo y rezamos. Todavía podía escuchar el sonido del pecho cansado de Florentine resoplando. Sin embargo, contra menos tiempo pasáramos en el exterior, mejor. Aquella basílica se había convertido en otro rincón seguro alrededor de tanta amenaza inesperada. Allí no podría ocurrirme nada.
— Señorita Catherine, no sabía que vendría.
La voz del reverendo Denèuve me encontró de improviso y ahogué un grito. Una pareja de ancianas me juzgó desde la lejanía de su asiento. Florentine enseguida agachó el rostro.
— Discúlpeme, no pretendía asustarla. ¿He interrumpido sus oraciones?
Estaba tan nerviosa que me había sido imposible rezar. Me levanté de un resorte y bajé la voz para decirle:
— Mi hermana y el señor Clément han marchado al lago Ontario y deseábamos venir. Esta es mi criada Florentine. — la señalé. Ella parecía asustada ante la imponente presencia de un clérigo.
— ¿Es una de sus alumnas?
Una de las ancianas ordenó silencio y el reverendo se disculpó. No podíamos ponernos a conversar en el interior de la iglesia, por lo que nos invitó a seguirle al claustro. Al llegar, recordé el aula repleta de niños indígenas y se me encogió el corazón.
— Sí — respondí a su pregunta con timidez.
— ¿Es una buena maestra, querida Florentine?
Ella asintió en un tartamudeo.
— Dígame, ¿están los señores Clément bien?
Era infrecuente para mí escuchar a alguien dirigirse a Jeanne no como Olivier, sino como Clément. Tendría que acostumbrarme.
— Sí. Partieron ayer.
— Me congratula que haya acudido a nosotros hoy. ¿Necesita algo más para sus lecciones?
— Desearía preguntarle si poseen algún libro de lectura infantil. Me ayudaría sobremanera.
— ¡Por supuesto! — exclamó — Los alumnos los utilizan en sus primeros pasos en la comprensión lectora, puede tomar los que guste. Se los mostraré.
Entramos a aquella aula y me tranquilizó encontrarla vacía. Él pareció leer la expresión en mi rostro:
— Queda todavía un poco para que empiecen las clases del padre Quentin. — sonrió. — Están aquí, en la estantería.
Mientras rebuscaba, el clavicordio de la sala llamó mi atención. Era un modelo bastante antiguo; estaba cayéndose a trozos. El revendo volvió a captar mis pensamientos y me invitó a tocarlo.
— El señor Clément debió de informarle de que necesitamos un maestro de clavicordio en la escuela, ¿verdad? Es una buena forma de enseñar a los niños los cantos. El padre Quentin y yo deseamos que participen en una pequeña obrita por Navidad, pero pocos clérigos saben de música aquí, y menos tocar un clavicordio tan maltratado por el tiempo. El único padre que sabe lo hace sonar como si estuviera sacrificando un cerdo. Es horrible — dijo —. Pero, acérquese, no va a morderle. La vacante está aún libre. Su hermana me informó de que sabe usted tocarlo de maravilla, ¡hasta con los ojos cerrados!
Un sentimiento de rabia despotricó en la garganta. No quería tocarlo delante de él, sobre todo porque sabía que me propondría tomar la vacante de maestra y no podría negarme. Era imposible que una joven de buena familia como yo se negara. Debía de obedecer, aunque no estuviera de acuerdo. Me acerqué al instrumento y, sin sentarme, toqué una de las teclas.
— Todavía suena. Tóquelo, vamos, no sea vergonzosa.
Más iracunda que antes, arqueé mi cuerpo en el asiento y abrí el libreto de partituras. Todo eran obras religiosas que jamás había estudiado. Estiré los dedos e hice sonar las primeras notas sin esfuerzo. No necesité más, el reverendo Denèuve ya estaba dando saltos de júbilo.
— ¡Sea nuestra maestra! Se lo ruego. Hágalo por los niños.
Compungida y atrapada, carraspeé y murmuré:
— Necesito practicar.
Mi intento de pragmatismo no surtió mucho efecto: el reverendo comenzó a contarme sus planes de la exhibición del auto de Navidad y lo mucho que el padre Quentin se alegraría de tener una profesora decente. No había accedido aún, pero era obvio que tendría que hacerlo. Tanto él como yo lo sabíamos.
— Coja todos los libros que necesite, no escatime — se rió, feliz.
Florentine se acercó a mí y me susurró al oído que deseaba confesarse. Me conmovió que me pidiera permiso y que además lo estuviera haciendo para desviar la atención del clérigo.
— Reverendo, mi criada desea ejercer la confesión. ¿Le haría usted ese favor?
— ¡Por supuesto! — se apresuró a aceptar. — Venga conmigo. Señorita Catherine, usted puede quedarse practicando aquí o revisando los libros que desee. En cuanto hayamos terminado, podemos continuar planeando la función.
"Gracias", le moví los labios sin omitir sonido cuando se marchó de allí junto a él. Sola, maldije las estrategias del clérigo para atraparme. Lo hacía por los niños, lo sabía, pero yo no quería tener que acudir con asiduidad a la ciudad y tocar en público. Ni siquiera las reuniones sociales organizadas en nuestra casa parisina eran suficientes para que yo deleitara a los conocidos de mis padres con un concierto de clavicordio. Las mujeres como yo no necesitaban empleo alguno, es más, estaba mal considerado, y de pronto me encontraba ejerciendo dos: maestra de lectura y maestra de música. ¡Era un disparate!
Acomodé las posaderas de mi vestido sobre el banco acolchado del instrumento y me deshice de mis guantes. La venda de Namid, la cual no me había molestado en cubrir, me sacó una sonrisa. Más ligera, hojeé el libreto hasta encontrar una pieza sobre el nacimiento de Cristo que conocía. Nadie podía escucharme, así que empecé a practicarla. Recordaba algunas partes, pero otras no, y tuve que hacer un esfuerzo para seguir la emborronada tinta del pentagrama y mover los dedos al mismo tiempo. El sonido me acogió en su vientre. El clavicordio estaba en muy mal estado, pero la música que emitía era tan pura que eludía su deplorable apariencia. El ritmo me llevaba a los recuerdos y cerré los ojos. Un lugar donde las heridas no existían se abrió ante mí. Allí, nada podía alcanzarme, me elevaba sobre el cielo y jamás conseguían bajarme.
Descendí súbitamente al oír, por encima de las notas, un grito de sufragada sorpresa. Paré de golpe, consciente de que había vuelto a dejarme llevar, y me di la vuelta con brusquedad. El pulso se me paró al ver a Namid y a su hermana pequeña en el marco de la puerta del aula. Ella se estaba tapando la boca, avergonzada por haberme interrumpido sin darse cuenta. "Han escuchado todo, no puedo creerlo", maldije. La clase del padre Quentin estaba a punto de empezar y lo había olvidado por completo. Me ruboricé entera y cerré el libreto con histerismo, haciéndolo caer a mis pies. Lo cogí con las manos blandas y Namid seguía clavando sus ojos miel en los míos sin parpadear. No había ninguna expresión en ellos, solo fascinación; estaba como embrujado por la música que había tocado. Me descolocó profundamente distinguir un intenso rubor en sus mejillas de tez oscura. Tal vez lo estuviera fantaseando. ¿Yo lo miraba a él de aquella forma, como si fuera el descubrimiento más especial de todos los tesoros del mundo conocido? ¿Lo hacía?
— Per-per-perdón — tartamudeé, perdida.
Sin mediar palabra y tiritando como el pajarito asustadizo que era, salí de allí a correprisa, casi chocando con sus anchas espaldas. Varios niños indígenas acababan de llegar al claustro, puntuales a sus lecciones, y se me quedaron mirando sin comprender. Crucé el césped por un lateral y cuando quise darme cuenta estaba corriendo despavorida hacia la primera puerta abierta que encontré. Entré, con la respiración agitada, y descubrí que se trataba de otra aula, ocupada únicamente por tres pupitres destartalados. Extendí las manos y me atemorizó lo agitadas que estaban: "Deja de temblar", me inquirí. Pero no podía. De nuevo, aquel salvaje había conseguido entrar en las áreas más privadas de mi persona. Nadie más que mis padres y mi hermana eran conocedores de mis dotes como pianista. Y aquellos ojos me aturdían. ¿Por qué me había contemplado de aquella forma?
No tuve tiempo para poder tranquilizarme: Namid abrió la puerta y entró sin permiso. Lo hizo con el cuello inclinado y yo me eché hacia atrás, hacia el fondo de la sala, sin pensar. ¿Por qué demonios me había seguido? Estábamos a solas. Lo habíamos estado en el bosque, yo había acudido a su encuentro, pero el miedo volvía a poseerme. Cada vez que lo veía, los sentimientos subían y bajaban en un circuito frenético que pasaba de la seguridad al pavor en milésimas de segundo. Hacía muchos días que no lo veía y me pareció todavía más alto. Llevaba el pelo recogido en una trenza larguísima y portaba una especie de camisa de tela gruesa con motivos florales en los hombros y en la parte baja de la costura.
— No te acerques — intenté detenerlo con voz ahogada.
Él me escudriñaba desde su posición, pero siguió acercándose. Sus ojos me perforaban de la piel al hueso. ¿Por qué se había sonrojado? Estaba serio, la cicatriz de su boca no se movía, pero irradiaba un aura de contención que me arrebató el aliento. ¿De qué se estaba conteniendo? Intenté evitar que sus pupilas me desnudaran, pero eran demasiado hipnóticas para que yo pudiera hacer nada, me arrastraban a la vorágine de una tormenta que me hacía girar y girar.
— Quieto — dije, aterrada.
Se paró justo frente a mí. Mi cabeza le llegaba a la altura del pecho. Me pregunté, atolondrada, cómo luciría su rostro sin todas aquellas pinturas. No podía querer desear recorrerle las formas de la mandíbula con los dedos. Era imposible. Él extendió las manos y yo miré lo que me ofrecía: eran mis guantes. ¡Había venido a devolverme mis guantes! Había salido con tanta desesperación que los había olvidado sobre el clavicordio.
— Gra-gracias.
Namid me tomó de las muñecas y quise desaparecer, corroída por la vergüenza, cuando vio que portaba su venda. Bajé la mano con violencia, enrojecida hasta el extremo, pero él la volvió a coger, sonriendo. No enseñaba los dientes cuando lo hacía. Parecía henchido de alegría al ver que no me la había quitado. "Eres una estúpida, Catherine", pensé. Sus gráciles dedos volvieron a mis manos y me hicieron estremecer. Eran pausados y delicados, como el continuo flujo del agua de un río diminuto. Se introducían en los recovecos de la palma con prodigiosa facilidad. Mis labios dejaron de tensarse, entreabriéndose, cuando Namid me puso los guantes con lentitud. Lo hizo con torpeza, poco acostumbrado a aquellas prendas carentes de practicidad, pero sus movimientos eran sumamente sensuales. Mis fuerzas estaban abocadas al fracaso.
- Nishiime — dijo al soltar mis manos.
"Hermana", traduje.
Me miró directamente al llamarme hermana. ¿Cómo podían ser sus ojos tan cautivadores? Conforme los miraba, descubría otro rincón que hasta entonces había permanecido dormido y era de igual forma fascinante. ¿Cómo podíamos ser tan diferentes y al mismo tiempo tan iguales?
No pude echarme hacia atrás cuando volvió a extender sus dedos, largos y elegantes, y me apartó la mantilla del rostro. Al hacerlo, rozaron mi piel y creí desfallecer allí mismo. Al descubrirme las facciones, sonrió por un lado de la boca. No le gustaba que me cubriera. Dejó una de sus manos en al aire, cerca de la mantilla descubierta, e hizo el ademán de acariciarme la mejilla. Sofocada y absorta por su tacto, mi cuerpo se inclinó de forma automática al suyo. Él detuvo sus dedos a escasos centímetros, mirándome como quien sopesa un peligro inminente disfrazado de ensueño. Pareció querer decirme algo, pero mantuvo silencio, alejando la mano, y me dedicó una última mirada cándida antes de esfumarse.
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