Baamaapii - Despedida
Me enjugué las lágrimas con el dorso de la mano y Algoma no se movió ni un ápice cuando la alejé del resto de caballos. Quizá hasta ella era consciente de que no era un buen momento para replicar. Ladeé el cuello y escudriñé, bajo los colores del amanecer, el poblado. "No me olvidéis, por favor", pedí. Auné férrea voluntad y aparté la vista. Si lo miraba por mucho tiempo, dejar Quebec sería todavía más doloroso.
— ¿Podrá llegar sin perderse?
Me giré con sorpresa al advertir una voz dirigiéndose a mí en francés mientras me arremangaba el vestido para montar. Me tensé entera al encontrarme con las pupilas de Honovi, quien me observaba con los muñones cruzados en torno al pecho. Su expresión se dulcificó un poco al darse cuenta de que estaba llorando.
— Iré sola — respondí, maldiciendo interiormente que me hubiera encontrado.
— Los manantiales de sus ojos no le dejarán ver el camino — apuntó con cariño. A pesar de todo, sonreí levemente —. Honovi pensó que Namid la llevaría a casa.
Pronunció su nombre y sentí que mis pulmones se resquebrajaban. Bajé la cara y apreté la mandíbula.
— No se ha despedido de él — entendió sin necesidad de palabras. El aire se volvió grave.
— Leerá la carta — dije simplemente, como restándole importancia —. Debo irme.
— Inola la acompañará.
— No es necesario.
Mis reservas no sirvieron para impedir que Honovi emplease el pequeño artefacto de madera que cargaba al cuello. Era como una suerte de instrumento de viento con diversas cavidades. Si soplabas, sonaba como el canto de un jilguero. Solía llamar a su hijo de aquella forma.
— Aprendí el camino — musité mientras subía a Algoma.
— Miente usted muy mal, señorita — se rió —. Solo quiere huir de aquí a toda costa para evitar tristeza.
Ni siquiera tenía ganas de responderle con un comentario ingenioso que me exculpara. En silencio, esperé la llegada de Inola. Acudió a nosotros en pocos minutos, sabiendo exactamente el origen del sonido, y siguió igual de impasible. Montó en su corcel y se situó delante.
— Buen viaje, querida Waaseyaa. Volveremos a vernos — se acercó para acariciar el lomo de mi yegua.
Pensé duramente qué decir. Había tantas palabras que deseaba extraer..., sin embargo, un nudo en la garganta las retuvo.
— Cuidaré de él — me murmuró, descifrando mis más íntimos pensamientos.
Las lágrimas retornaron a mis párpados con la intensidad de un torrente incontrolable. Era un pesar distinto, uno que jamás había experimentado. Una presión en el pecho que amenazaba con asfixiarme en mi propia desazón.
De entre todas las cosas que podría haber dicho, simplemente susurré:
— Manteneos con vida.
‡‡‡
La mayoría del equipaje estaba preparado cuando subí a mi habitación para asearme un poco antes del viaje. Las voces de mi cabeza eran como centenares de cantos de órganos clamando arrítmicamente. Florentine caminaba de aquí para allá.
— ¿Por qué le ha dado esta daga? — frunció el ceño al tiempo que la introducía en uno de los baúles que cargaríamos.
Tras guiarme a casa, Inola me entregó aquella arma sin más. No hubieron palabras de despedida, tampoco abrazos. En cierto modo, aquel obsequio era una forma de protegerme. Se trataba de un cuchillo de un tamaño superior a una mano adulta, de punta curvada y con una empuñadora tosca de madera.
— Tal vez la necesite en Montreal — contesté sin demasiado entusiasmo.
— ¿En Montreal? — encarnó una ceja —. Usted no va a la guerra.
No tenía intención de continuar conversando, por lo que me encogí de hombros e instauré un nuevo periodo de silencio. Frente al espejo del tocador, me quité las flores del cabello y me lo recogí en un rodete bajo. Las deposité sobre la mesita de noche, junto al candelabro, extendidas como un abanico. Abrí el cajón para coger el diario de John Turner y mis dedos hallaron el anillo de Étienne en el fondo, olvidado. Recordé de golpe nuestra promesa: debía llevarlo la próxima vez que nos encontráramos si había aceptado su propuesta de matrimonio.
— ¿Qué busca? Está en las nubes, señorita — interrumpió mis pensamientos.
Acaricié el ornamento de plata e inspiré.
— Ya estoy lista — dije, cerrando el cajón con la sortija dentro.
‡‡‡
— Le escribiremos cartas al señor Turner y a Justine, no te preocupes.
Hice un esfuerzo por sonreír a Jeanne al escucharla. Estaba haciendo su mejor esfuerzo para animarme y le estreché la mano. La urgencia de nuestra partida había impedido que pudiéramos despedirnos de nuestros amigos como era debido. Aún no había salido el sol del todo y el carruaje traqueteaba, alejándose de nuestra vivienda. Algunos criados nos despedían con las manos, aleteando pañuelos blancos, y vi cómo Antoine tenía los ojos humedecidos. Nadie me había hecho preguntas sobre mi estancia en el poblado, gesto que deseé interpretar como una muestra de confianza ciega. En cualquier caso, no hubiera podido responderles. El viaje sería largo y debía estar preparada para no ser una carga.
A nuestro lado, otro carruaje portaba buena parte de nuestras pertenencias y, al cabo de un rato, fuimos dejando atrás los límites de Quebec. Jeanne dormitaba sobre el hombro de Antoine y yo comía una manzana. Pensé en mi clavicordio y en Algoma. Codicié que todo siguiera en el mismo lugar cuando regresáramos.
— Llegaremos en una semana y media — me informó el arquitecto. Él tampoco parecía muy entusiasmado.
La idea de viajar no me desagradaba. Sentía curiosidad por descubrir cómo sería el resto de Nueva Francia.
— Señor, creo que se aproxima un jinete — nos alertó el sirviente que conducía el carruaje.
Ambos intercambiamos miradas. Antoine estiró el cuello, vigilante, y clavó los ojos en ambos lados de la improvisada calzada de tierra mojada. El sonido de unos desesperados cascos retumbaba en un lateral. Desplazarse en carromato, aunque era la única alternativa, conllevaba ciertos riesgos. No eran pocos los ladrones que asaltaban a grupos de viajeros.
— Suena más cerca de lo que parece — apunté —. Pero parece como si estuviera siguiéndonos.
Tras varios segundos de reflexión, Antoine dijo:
— Acelere el trote. Estemos alerta.
La travesía transcurrió sin contratiempos durante horas. Nadie nos asaltó, mas el eco de un caballo desconocido continuaba pisándonos los talones. Sin embargo, nada podíamos hacer para deshacernos de él. Arribamos a un puente levadizo, paso necesario para cruzar la frontera rumbo a Trois-Rivières, y dos oficiales detuvieron nuestra comitiva para ejecutar la seguridad pertinente. Mientras Antoine conservaba con ellos y les entregaba la carta del gobernador de Montreal, el eco se hizo casi ineludible. Hasta los soldados elevaron la vista del papel.
— Pueden cruzar — afirmó uno —. Dense prisa. Los caminos no son tan seguros como antaño.
Obedeciendo, reanudamos nuestra marcha. Sospechosa, me di la vuelta para ver qué o quién estaba a punto de llegar al puente. Divisé un corcel, veloz como los salmones salvajes, entre las sombras de los abedules. ¿O había sido mi imaginación?
— ¡Está ahí! — exclamó Jeanne.
En vez de dirigirse hacia los oficiales, permaneció en el interior del bosque, casi en el borde, en la misma dirección que nosotros. "Está intentando llegar a nosotros", descubrí.
— ¿Qué demonios...? — blasfemó Antoine.
Los jóvenes hombres de armas no parecían demasiado preocupados. Probablemente argumentaron que sería un proscrito. Además, no podían abandonar su puesto. Simplemente se limitaron a admirar la capacidad del misterioso animal.
— Azúzalos — apremió al criado.
Perdimos de vista el puente levadizo y el camino se abrió en una extensa llanura rodeada de una floresta profunda. Entorné los ojos: la sombra del jinete continuaba avanzando, oculta entre la vegetación. Repentinamente, salió al exterior a toda velocidad.
— ¡Dios santo! — palideció Jeanne.
El corazón se me heló en el pecho al distinguir al inconfundible Giiwedin. Sobre él, cabalgando a horcajadas, estaba Namid. Me quedé totalmente petrificada. "La carta..., ha leído la carta...", comprendí. Tras despertarse sin encontrarme en su tienda, mi mensaje había sido la única explicación. No me fue difícil imaginarlo saliendo del poblado con cólera para poder alcanzarnos. "¿Para qué has venido, estúpido?", temblé con los ojos llenos de lágrimas.
— ¡Pare el carruaje! ¡Pare! — gritó Antoine.
Su semblante era duro, desesperado. Nuestras pupilas se encontraron. Las suyas estaban repletas de rabia; las mías de culpabilidad. ¿Había cruzado medio Quebec para exigirme un adiós en condiciones?
— No paréis — siseé de pronto, sombría.
— ¿Qu-qué? — enmudeció Jeanne —. ¿Cómo vamos a hacer eso?
— No paréis — repetí sin dejar de mirarle. Él ya sabía que no íbamos a detenernos. Apreté los puños y el llanto me saló las comisuras de los labios —. No puedo —. Antoine me tomó de la muñeca —. No puedo hacerlo.
La decepción, la tristeza, que inundó el ámbar de su mirar me hizo recordar que, por encima de todo, Namid debía de ser feliz. Y yo no estaba predicha en aquellos planes. Como Mitena me había enseñado, me llevé la palma de la mano extendida al corazón y después alargué el brazo hacia arriba, moviéndolo en un semicírculo. Aquella era la forma en la que los ojibwa con un fuerte lazo se despedían y prometían volver a encontrarse.
"Los manantiales de sus ojos no le dejarán ver el camino", había dicho Honovi. Y qué razón tuvo. El sollozo silencioso emborronó a mi querido amigo. Pero pude verle detenerse abruptamente. No iba a seguirnos. Quieto, se llevó la palma de la mano extendida al corazón y después alargó el brazo hacia arriba, moviéndolo en un semicírculo. El viento me golpeó como si el propio Namid estuviera acariciándome la mejilla.
Fue haciéndose pequeño.
Más pequeño.
Fuimos dejándolo atrás.
Más y más pequeño.
Diminuto.
Inexistente.
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