Ayaangwaamizi - Él es prudente
Luché por ocultar la decepción que me provocó aquella velada en la tienda de Namid. Sin una razón tangible a la que yo pudiera aferrarme, esperé que algo ocurriera entre los dos, a pesar de los peligros que ello suponía y el desconocimiento sobre en qué consistía ese "algo". Continuábamos en el mundo real, en esa cinta que me habían atado a los tobillos. Le había prometido a Jeanne que rehuiría de aquellos afectos que tan poco me beneficiaban... Lo quisiera o no, mi decepción era un buen alimento para la futura indiferencia. Sin embargo, una intuición intrínseca me decía que no era yo la que estaba manteniendo las distancias, sino Namid. No podía estar segura de aquel pensamiento, pero su actitud había cambiado: no su cariño, mas sí sus muestras de él. Ya no se exponía tan abiertamente, parecía estar continuamente alerta. En los instantes en los que creía que todo se desbordaría, Namid se contenía. Me entristeció pensar que su interés por mí, del que nunca había recibido noticia directa, estuviera marchitándose. Quería protegerme a toda costa, pero manteniéndose en las sombras. ¿Qué era lo que realmente estaba circulando por su mente?
Lo desconocía. Solo sabía que me había secado las lágrimas y se había sumido en un profundo silencio; no porque no hablara, sino porque sus ojos me lo decían. Lo conocía de una forma extraña. Sus pupilas lo delataban de tanto en cuando. Si llevarme a su tienda había guardado otra intención, no la llevó a cabo. Aquel hecho me confundió aún más. Quise convencerme de que había sido un día largo, repleto de emociones, y era probable que todavía siguiera disgustado por lo de Wenonah. Mi mal de amores, y detestaba llamarlo así, no tenía nada que ver con la rabia que debería de estar sintiendo aquella familia. Podían enfrentarse a Quentin, pero perderían. Más niños morirían. Por consiguiente, no debía de dramatizar sobre su cálida frialdad. Me había consolado y, sin mediar palabra, me había puesto su abrigo sobre los hombros, informándome de que ya era hora de volver.
Caminábamos los dos con la cabeza gacha, sumidos en nuestros pensamientos, y deseé que me tomara de la mano. Pero no lo hizo. Avanzaba con los puños apretados, serio como la primera vez que lo vi. ¿Y si había hecho algo malo? En un mutismo absoluto, fuimos acercándonos a la gran hoguera donde todos los demás festejaban. Se oían tambores e inspiré, abatida de pronto. Quería decirle algo, mas no podía. Onida nos dio la bienvenida nada más llegamos a la pequeña explanada donde la tribu estaba congregada. Jóvenes parejas bailaban al ritmo de los cantos de Waagosh y otros ancianos. Distinguí a Wenonah hablando con Honovi y Huyana.
— Aaniin — nos saludó el chamán.
Rompí el contacto visual cuando intentó averiguar qué era lo que había ocurrido en nuestra ausencia. Era un hombre muy perceptivo, capaz de leer tus más íntimos pensamientos con una mirada, y lo último que deseaba era que lo hiciera.
— Aaniin — respondí con cierta frialdad, alejándome de ellos.
Namid me miró, inexpresivo. Anduve más rápido, en dirección a mi hermana. Su expresión se calmó pavorosamente cuando me vio. Se levantó con violencia del suelo y corrió a abrazarme. Vi cómo Huyana nos sonreía.
— ¿Dónde has estado? — se preocupó.
— Lo siento, Jeanne. No debí de haberme marchado sin avisar.
— Honovi me dijo que habías ido a dar un paseo con Namid... Ha sido una caminata corta, ¿no? Has regresado muy pronto.
"Demasiado corta. Inexistente", suspiré para mis adentros.
— No quería alertar a nadie — musité.
Podía huir de los ojos de Onida, pero no de los de Jeanne. Era la persona que más me conocía del mundo. No me dijo nada, pero supe que sabía que estaba triste por algo. Me entrelazó el brazo al suyo y me acercó a los jefes de la tribu. Observé cómo Inola e Ishkode se acercaban a Namid, quien seguía conversando con su padre, y éste les respondía sin demasiado entusiasmo.
— ¿Todo bien? — se interesó Honovi.
— Sí. Lamento haberme ausentado. ¿Les gustó el pequeño recital de mi hermana? — cambié de tema.
— ¡Por supuesto! — exclamó —. Ha sido maravilloso.
— Huyana me ha invitado a venir a cantar al poblado más veces — me contó ilusionada Jeanne.
— No harán falta muchas invitaciones: su bella hermana mayor me ha informado sobre su deseo de enseñar a nuestros niños aquí — soltó de improviso Honovi.
Sin pensar, miré a Jeanne bruscamente. Ella se encogió de hombros con fingida inocencia, riéndose.
— Teníamos que proponérselo tarde o temprano, pajarito — se excusó.
— Yo... — intenté ordenar mis ideas.
— Quiere enseñarles francés e inglés, ¿no es así? Ha abandonado su empleo en Notre-Dame — me ayudó un poco.
— Así es — tragué saliva —. Yo..., yo quiero ser su maestra...
— ¿Está segura? Los clérigos montarán en cólera si se enteran. Y le aseguro que lo harán.
— Los niños de este clan necesitan una educación. Ninguna ley prohíbe que yo les enseñe aquí. No es nada malo — repuse.
— Le aseguro que ninguno de nosotros teme a Quentin y a sus secuaces — me sonrió —. ¿Sabe que la señorita Jeanne ha postulado como profesora de canto?
Volví a mirar a mi hermana, sorprendida. Ella estalló en una carcajada.
— A mí también me gustaría ayudar.
— Si están totalmente seguras del peligro al que se expondrán, son bienvenidas al poblado. Podrán dar sus clases siempre que quieran, de la forma que quieran, sin ataduras. El padre Chavanel también tiene mi aprobación. Infórmenle.
Abrí la boca, sin poder dejar de estar pasmada. Honovi había accedido a que un clérigo volviera a tratar con los niños. ¿Éramos los franceses igual de tolerantes?
— Mu-muchísimas gracias — acertó a decir Jeanne.
— No tienen por qué darle las gracias a Honovi — sonrió más ampliamente —. Ustedes van a sacrificarse por todos mis hijos. No hay nada en este mundo que compense eso. Hubo un tiempo, un largo tiempo, en el que pensé que nadie jamás nos ayudaría.
Hubiera podido decir muchas cosas, pero ninguna hubiera sido capaz de enmendar el dolor de aquel pueblo. Intenté concentrarme en la alegría que me supuso tener su permiso para ser la nueva maestra del poblado.
— Son jóvenes nobles. Quizá porque son extranjeras y aún no han perdido el sentido de la humanidad — se levantó con un quejido —. Deben de estar cansadas, las llevaremos de vuelta a casa. Su marido estará echándola de menos, señorita Jeanne.
La expresión de mi hermana se iluminó. Una parte de ella estaba muy preocupada por no poder regresar. Me había seguido hasta allí. Había pasado por todos aquellos malos tragos. Incluso les había cantado. No podía pedirle más.
— ¡Namid! ¡Ishkode! — los llamó.
Mis emociones era contradictorias: por un lado ansiaba cabalgar junto a Namid, tenerle de nuevo cerca, pero por otro no me sentía con fuerzas después de lo ocurrido en el tipi. Tal vez estuviera exagerando, era un aspecto propio de mi carácter, dada mi extrema sensibilidad. Suspiré y esperé a ver su reacción: me dirigió una larga mirada y asintió, sonriéndome un poco. Onida me analizaba sin tapujos. ¿Qué deseaba aquel hombre? No estaba de humor para suposiciones. Ambos hermanos se aproximaron. Ishkode no parecía muy contento, pero era imposible saberlo: expresaba menos que yo.
— Vamos a despedirnos de Wenonah — me dijo Jeanne.
Comencé a andar mientras decía adiós a mis compañeros de festín durante aquel día. A medio camino, la voz de Honovi me detuvo:
— Waaseyaa — reclamó —, ¿por qué quieres ser la maestra de un grupo de salvajes?
No necesité meditar mi respuesta, simplemente rememoré a Antoine y dije:
— Porque es lo correcto.
‡‡‡‡
Dado el terror que Ishkode provocaba en mi hermana, me ofrecí a ser yo la que cabalgara con él, pero Jeanne se negó. Tuve la sensación de que lo hizo porque palpaba la tirantez entre Namid y yo. Me enrabietaba no comprender por qué nos comportábamos así. Me obsesionaba la idea de que mi comportamiento no estaba siendo el idóneo. Supuse que mi abuela tenía razón cuando decía que era imposible entender a los hombres. Meses atrás, ni siquiera me había planteado tener quebraderos de cabeza por uno de ellos.
— Ishkode te ayudará a montar — la tranquilicé.
Y tanto que debía de ayudarla. Su caballo era el doble de grande que Giiwedin. Poseía el mismo pelaje que el de Thomas Turner: blanco con manchas marrones. Pastaba tranquilo, no parecía ser el animal destinado a alguien como Ishkode.
— ¿Me-me a-ayu-yudas a subir? — se dirigió a él en francés.
La miró con serenidad y asintió, entendiendo el tono de su voz. ¿Era capaz de alterarse? Solo lo había visto titubear una vez: cuando me encontró en la tienda de Namid. No quería pensar en aquello, me producía amargura.
Jeanne ahogó un grito en el momento en el que Ishkode la alzó sobre sus pies y la sentó en el caballo sin dilación. Físicamente era semejante a su hermano menor, pero sus personalidades diferían en buen grado: mientras que Namid se caracterizaba por su afán de apacibilidad, Ishkode era sumamente áspero. A pesar de ello, veía algo en él que me decía que tenía motivos para ser así.
— Tranquila, Jeanne. Es un poco bruto. Agárrate bien. Estaremos en casa enseguida — hice el ademán de serenarla.
Como si a él tampoco le hubiera parecido bien la rudeza de su hermano, Namid le dijo algo en lengua ojibwa con cierto desapego. Empezaba a pensar, recopilando ciertos detalles, que ambos no se llevaban tan bien como había creído en un principio. Existía un rastro de reproche en el trato que se propinaban. Ishkode chasqueó la lengua, ignorándole, y subió detrás de Jeanne. Namid pareció advertirle que cuidara de ella.
Giiwedin acercó su rostro al mío, impidiéndome ver la reacción de Namid. El corcel estaba contento de verme. "Tú sí me echas de menos, ¿eh?", le acaricié. Su dueño se acercó, algo tenso, y me extendió la mano para montar en él. Evitamos mirarnos. "No ha ocurrido nada, ¿qué nos pasa? Más bien, ¿qué le pasa?", me quejé. Agarrotada, la acepté y, con su asistencia, me impulsé hasta la espalda del caballo. Volví a acariciarle y Namid se colocó a mis espaldas. Tomó las riendas y tardó un par de segundos en usar el brazo derecho para rodearme de la cintura. Estaba cerca, como siempre, pero se sentía diferente. "¿Qué le he hecho?", me torturaba. Los dos estábamos rígidos. Ishkode le hizo una señal y, bajo un aullido, los dos caballos salieron disparados.
‡‡‡‡
Jeanne tuvo que sostenerme en mí al bajar para no desplomarse. Tenía todo el cabello revuelto por el viento y estaba muy pálida, casi cadavérica. Hicimos bastante ruido al llegar, por lo que Antoine y Florentine, quienes habían estado en vilo durante todo el día, esperando nuestro regreso, salieron a trompicones al jardín trasero.
— ¡Que dios nos bendiga, están bien! — gritó Florentine.
— Miigwech, Ishkode — le incliné el rostro. Él me devolvió el gesto y regresó a lomos de su caballo, desinteresado. Namid sí estaba aún de pie, cerca de nosotras, y me escudriñaba con aquellos ojos misteriosos —. Miigwech, nisayenh — hice un esfuerzo y le sonreí. No podía obligarle a nada más que a tratarme bien. Él también sonrió, pero yo sabía que estaba mohíno.
Jeanne corrió hasta Antoine y los dos se fundieron en un abrazo que me desconcertó. Él la besó compulsivamente: en la frente, en la nariz, en las mejillas, en los labios... Supuse que así sería amar a alguien. Mis padres nunca se mostraban cariñosos en público. Una de las sentencias favoritas de mi madre era que el amor se vivía a puertas cerradas. Por la carencia de este tipo de recuerdos, me gustó verlos tan amorosos. El arquitecto no quería soltarla; había padecido enormemente su partida. Thibault y Étienne no tardaron en aparecen junto a algunos criados.
— Namid — gruñó Ishkode, apresurándolo.
Pero lo que Ishkode no sabía era que su hermano no podía dejar de mirar a aquella pareja. Deseaba conocernos mejor, sentía curiosidad. Quería pasar tiempo con nosotros y llegar a comprendernos.
— Nos veremos pronto — le susurré, consciente de que el momento había acabado.
Él me dijo algo en ojibwa e Ishkode bufó. Ignorándolo, le sonreí con mayor amplitud y candor. Namid se llevó la mano al corazón y me la extendió.
— Adiós — me despedí mientras subía a Giiwedin.
¿Sería el mismo la próxima vez que nos encontráramos?
— Maajaashig — se despidió mientras yo me daba la vuelta.
‡‡‡‡
Teníamos enmarañados planes que llevar a cabo en los próximos días, pero aquella era la última noche en la que Thibault y Étienne permanecerían en nuestra casa y debíamos de entregarnos a ellos en cuerpo y alma. El mayor de los dos tenía ganas de marcharse de vuelta a Montreal. No podía culparlo: era posible que creyera que estaba loca de remate. A decir verdad, todos nosotros lo estábamos. Por el contrario, Étienne vagabundeaba por la casa, taciturno. No me había preguntado directamente sobre nuestra visita al poblado ojibwa, pero Jeanne ya se había encargado, desde la tarde en la que habíamos regresado, de contarlo todo con detallismo. Antoine estaba pletórico por haber recibido el beneplácito de Honovi. Alegaba que tenía unas tremendas ganas de conocerle. A todos. Él y Thomas Turner habían planeado llevarle los planos de construcción de una pequeña vivienda que haría el papel de aula. ¿Qué más podía pedir? Echaba de menos al mercader, me hacía reír.
— ¿Podré ir con ustedes la próxima vez?
Le estreché la mano a Florentine mientras me peinaba cuando me consultó aquello.
— Debes — le sonreí —. Te pintarán el rostro como a nosotras.
Nuestro maquillaje indígena había causado sensación entre los habitantes de aquella casa. No podía parar de reírme al recordar sus gestos desencajados al verlo.
— He escogido el vestido canela — me hizo saber.
Todavía fija en el espejo, recogí un rizo rebelde con una horquilla. Llevaba mi melena recién lavada en un rodete bajo. Avancé hasta mi criada y extendí los brazos en forma de cruz para que me vistiera a su antojo. Mis ojos fueron a parar al abrigo de piel de Namid que reposaba en la butaca. Odiaba sentirme tan desorientada. ¿Por qué un sentimiento que conllevaba tanta felicidad dolía de esa forma?
‡‡‡‡
La cena transcurrió sin contratiempos. Thibault y Antoine siguieron interesándose por nuestras hazañas en tierras salvajes. Jeanne respondía a sus preguntas con agrado, siempre dejando en buen lugar a nuestros anfitriones, pero Étienne y yo estábamos ensimismados en nuestros propios problemas. Sentada en aquella mesa, rodeada de lujo, de cristales impolutos y cubiertos de plata, sentí lo vacía que era nuestra existencia, cosida por las apariencias. Si retrocedía un día atrás en el tiempo, había cenado sobre el suelo, con las manos, sin ninguna ley de cortesía. Y el mundo había seguido girando. ¿En qué consistía realmente aquella farsa que nos enseñaban como única verdad irrefutable? Estaba harta de todo aquello.
Florentine nos sirvió el té y los arquitectos inauguraron su sesión de tabaco. Conversé un poco con Antoine sobre nuestro proyecto en el poblado mientras Jeanne jugaba a los naipes con Étienne. Thibault sugirió que sería buena idea que yo les deleitara con una pieza de clavicordio antes de su marcha. Supe que no lo propuso con mala intención, pero me causaba rechazo.
— Sólo una — pidió, casi suplicante —. Seremos buen público.
Otro de los defectos que conformaba mi personalidad era que era incapaz de decir que no. Muy a mi pesar, y para sorpresa de todos los presentes, di mi consentimiento de tocar una composición de Bach, uno de mis músicos predilectos. Me había afectado mucho su fallecimiento, acaecido hacía dos años.
Se acomodaron en la biblioteca y yo carraspeé al tener que enfrentarme, una vez más, al clavicordio. Me senté con parsimonia y abrí mi viejo libreto. Busqué la partitura de una pieza que había sido muy importante para mí: era la última que había tocado, la noche antes de partir rumbo a Quebec. Mi padre la adoraba.
— ¿Qué vas a tocar, pajarito?
— Aria da Capo, de Bach — contesté.
Estiré las articulaciones de la mano y tomé aire antes de hundir los dedos en las teclas. Era una composición de ritmo lento, melancólico, que me transportaba a mis recuerdos en Francia. Cerré los ojos. Me dejé llevar por la música. Las notas vibraban a través de la piel. Yo era una extensión más del instrumento y mis pesares alimentaban su boca. Los largos pasillos con amplios cortinajes bermejos. Jeanne y yo correteando por las salas prohibidas para probarnos las pelucas de mamá. Las tartas de manzana de Annie. El olor del verano entrando por las ventanas abiertas. La compota de uvas. La sonrisa orgullosa de papá escuchándome hacer sonar la pianola. Las margaritas del jardín. El roce de la hierba. El tacto de sus besos de buenas noches. Los pañuelos ensangrentados de papá. Las lágrimas de mamá. La tierra mojada cayendo sobre sus ataúdes contiguos. Los aplausos de mi selecto público en Quebec. Jeanne, emocionada, abrazada de Antoine. Thibault, maravillado. Étienne, triste. El movimiento sinuoso del barco. La hoguera. Los dorados ojos de Namid.
El fuego. Las estrellas.
La muerte. La nada.
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