Algoma - Valle de flores
Ya no había vuelta atrás. Aquel sería mi primer día como profesora en el poblado ojibwa. Me había alzado temprano para tener el tiempo suficiente para acicalarme y desayunar con Antoine y Jeanne. Se palpaba un ambiente de nerviosismo que invitó al arquitecto a proponer que Florentine fuera la elegida para acompañarme. Ella titubeó un poco, pero era una mujer valiente y le prometió a mi hermana que impediría que me sucediera algo malo. Viajar con mi criada me producía confianza, aunque me temblaba el pulso cuando subimos al carruaje. Dejé reposar mis pesados libros sobre las rodillas e inspiré varias veces. Florentine intentaba iniciar un diálogo, mas yo estaba cosida por el inquieto mutismo de la incertidumbre. Thomas Turner le había indicado al cochero cómo hacernos llegar hasta el poblado. Por lo visto, Ishkode nos estaría esperando junto al riachuelo para llevarnos a caballo. Era complicado que un carro pudiera cruzar el angosto camino rumbo a su hogar; además, los indígenas no mostrarían tan abiertamente su escondite, deseaban pasar desapercibidos.
Como había prometido, Ishkode y Namid estaban aguardándonos, tranquilos sobre sus corceles. Algo inseguro, el cochero nos aproximó a ellos y me dirigió una mirada cautelosa. Le di las gracias con tono monótono y le aseguré que estaríamos bien. Namid descendió del animal al tiempo que yo lo hacía del carruaje. Florentine me apretó la mano y anduvimos hasta ellos. Afablemente, les sonreí.
— Aaniin — saludé con una inclinación de cabeza.
A él le faltaron manos para arrebatarme los pesados libros. Ishkode nos observaba con aquella expresión inalterable. Por segunda vez le había tocado cabalgar con una francesa miedica. Me entró la risa sin saber por qué.
— Aaniin, Florentine — Namid se llevó la mano al corazón.
— Ho-hola — respondió ella.
— Recordarás a Ishkode, es el hermano mayor de Namid. Es muy buen jinete, te tratará bien — le expliqué mientras Namid cargaba mis utensilios en una bolsa de tela que colgaba del lomo de Giiwedin.
— Parece que nos odia... — murmuró, reticente.
— Siempre tiene el semblante amargado — ironicé, mirándole por el rabillo del ojo —. Te ayudaré a subir.
A veces me preguntaba si Ishkode era capaz de entender francés. Al escucharme decir aquello, llegó al suelo de un salto y le ofreció una mano auxiliadora a Florentine. En un suspiro, la montó sobre su oscuro caballo.
— Miigwech — le agradecí, luchando por ser simpática.
Él me analizó como si fuera un insecto molesto y le habló con autoridad a Namid antes de colocarse detrás de mi criada. Ella estaba asustada, pero no pareció desagradarle tener tan cerca a un joven tan apuesto como Ishkode. Florentine haría lo posible por permanecer entera solo para no causarle una mala impresión a una belleza tan puramente racial como aquella.
Obedeciendo, Namid me hizo un gesto para que me acercara a Giiwedin y me elevó con soltura. Comencé a acariciarle el lomo y mi cuerpo dio un ligero respingo al sentir su abdomen próximo a mi espalda. Conforme los días se sucedían en Nueva Francia, me era más difícil gestionar las emociones que me suscitaba el físico de Namid. Dios había creado al hombre y a la mujer para existir en complementariedad y yo no podía parar de pensar en por qué el roce de su ombligo estaba hecho a medida de la curva de mis vértebras. Debió recibir mi tensión cuando me acercó más a él por la cintura. ¿Se alteraría al tenerme así?
‡‡‡‡
Decenas de diminutos ojitos negros me atendían con la máxima diligencia al tiempo que repetía una y otra vez las cinco vocales. Como había imaginado, el aula era lo suficientemente grande para albergar a más de veinticinco niños. Estaban sentados en diversas hileras de bancos que a la vez funcionaban de pupitres. Antoine se había encargado de suministrar un arsenal de papel y tinteros para cada uno de mis alumnos. Sin tarima que indicara que yo estaba a un nivel superior que ellos, una amplia pizarra se completaba una y otra vez con el alfabeto y la fecha de aquel día. A pesar de que me había construido un escritorio y una silla, no me senté en ningún momento. Iba de aquí para allá, comprobando que todos estaban comprendiendo la lección y copiando como podían las formas redondeadas. No me tenían miedo, en consonancia con la ausencia de prejuicios propia de la edad infantil, incluso algunos levantaban la mano, llamándome por mi nombre indígena, para que fuera a corregirles. Estaban ilusionados y pensé que aprenderían rápido. Deseé que pudiéramos comunicarnos pronto en el mismo idioma..., quería entender cada una de sus dudas y sueños. La gran mayoría portaban el cabello recortado, eran antiguos pupilos de Notre-Dame, pero me dije a mí misma que los salvaría.
Estábamos cantando las vocales a viva voz cuando la puerta crujió. Esperé a Honovi, ya que me había hecho saber que nos haría una visita para ver con sus propios ojos cómo iba todo, mas me paré en seco al divisar a Inola. Entró casi de puntillas, sigiloso, y se situó al final de la clase, apoyado en la pared. Un poco aturdida, retomé la canción con cierta incomprensión. Él me escudriñaba desde aquella posición oculta para los niños. "¿Está moviendo los labios?", inquirí con el ceño fruncido. Inola estaba repitiendo lo que yo decía, como el resto de alumnos. Lo hizo hasta que les indiqué como pude que la clase había terminado por hoy. Todos y cada uno de ellos se acercaron a la estantería que había junto a mi mesa y fueron dejando sus pertenencias, dándome las gracias con una sonrisa que valía más que cualquier otra cosa. El aula no tardó en quedarse vacía y, mientras recogía, me tensé al advertir que Inola seguía allí, no se había movido ni un ápice.
— Aaniin, nisayenh — le saludé con cierto temblor de voz.
Él anduvo por el estrecho pasillo que se abría entre los dos bloques de pupitres y se sentó en primera fila. Las piernas prácticamente no le cabían y tenía que encorvarse. Con un gruñido, me señaló la pizarra borrada. "Quiere que le enseñe francés", entendí con la boca abierta. Un hombre hecho y derecho no se avergonzaba por tener el mismo nivel de desconocimiento que los niños del poblado. Estaba plenamente dispuesto a aprender. Torpe, le entregué un par de hojas y una pluma. Inola me inclinó el rostro. No me sonrió, pero sus ojos ardían con una ternura agradecida que había pasado eternidades soterrada. Me senté a su lado y, profundamente conmovida por haber conseguido ser aceptada por él, empecé con la letra "A".
Inexplicablemente, como sucedían los bellos sucesos de la vida, tenía un nuevo aprendiz.
‡‡‡‡
Encontré a Florentine machacando hierbas medicinales junto a Mitena cuando terminé mi lección con Inola. Ambos caminamos por los tipis conjuntamente, despertando la curiosidad de sus conocidos. Solo había oído su voz al intentar imitar el sonido de las vocales que yo emitía, pero no había dicho nada más. Tampoco necesitaba que lo hiciera: que se hubiera acercado a mí era suficiente. Sin embargo, mi corazón buscaba sin quererlo a Namid.
— Señorita, ¿qué tal ha ido? Parece contenta — se levantó del suelo Florentine. Huyana, quien también estaba trabajando los vegetales a su lado, cerca de la hoguera central, miró a su hijo.
— Mejor de lo que esperaba — suspiré, descargando cierta ansiedad.
— ¿Y el soldado que la acompaña? — bromeó, señalando a Inola.
Él permanecía regio detrás de mí, protegiéndome.
— Querida Waaseyaa — apareció Honovi —, brilla usted como el sol que nos abandona en invierno. Veo que ha hecho amigos.
Inola saludó a su padre con profundo respeto.
— Desea aprender francés — contesté.
— El hijo de Honovi es muy inteligente — apuntó, sonriéndole con cariño —. Quizá sus lecciones le inviten a recuperar el habla.
Intenté disimular la tristeza del rostro, pero me fue imposible. Me nubló el recuerdo de su esposa, el del hijo que ambos esperaban..., la cicatriz.
— No se acongoje, señorita — me tomó por los hombros el jefe. Inola nos observaba con impasibilidad —. El dolor es una enfermedad, un veneno. Hay que aprender a extraerlo rápidamente para que no nos infecte el corazón. Honovi confía en su hijo. Sanará — quise confiar en su fe —. Ahora sígame, tengo un regalo para usted.
Como una sombra, Inola nos siguió. Florentine frunció el ceño, mas le infundí tranquilidad con la mirada. Honovi me tomó del brazo y los tres caminamos en una dirección desconocida. Llegamos a una amplia explanada donde los caballos pastaban a sus anchas. Un par de jóvenes, tanto mujeres como hombres, practicaban lo que en Francia se hubiera denominado equitación. A lo lejos, divisé a Namid aseando a Giiwedin junto a Waagosh.
— Venga, no tenga miedo — me aseguró.
El ambiente se tornó un poco incómodo a causa de mi llegada. Yo bajé el rostro, ruborizada. Waagosh no tardó en acercarse para saludarnos, aunque no disimuló con gran ímpetu su sorpresa por ver a Inola. Desde su sitio, Namid me sonreía de aquella forma dulce y traviesa.
— Su amigo, el señor Turner, me informó de que estaba interesada en adquirir un caballo — me dijo Honovi.
— ¿Yo? — me asusté —. Yo no sé montar.
— Para aprender deberá adquirir un animal propio, ¿no cree? — me empujó con delicadeza a un grupo de corceles sin atar —. Le regalaré el que guste.
— ¿Me lo regalará? — repetí, atónita.
— Usted es buena con Honovi, Honovi es bueno con usted — amplió su sonrisa.
Escuché a Namid situarse cerca. Miré a los distintos caballos sin ver la diferencia en ninguno de ellos. Solo los distinguía por los colores del pelaje, ni siquiera sabía si eran machos o hembras. Tragué saliva al notar que me ignoraban deliberadamente.
— ¿Puedo tener un pony? — pregunté con inseguridad.
Honovi se echó a reír exageradamente.
— Usted merece un gran caballo — les echó un ojo —. El animal escoge al hombre, no al revés. Debe de existir una unión instantánea, sino jamás será un buen jinete. Aproxímese, tóquelos.
Le hice caso, pero los dedos de Namid siempre eran más rápidos. Me tomó de la muñeca y guio mi mano hacia el lomo de un ejemplar alto y de color blanco. Instintivamente, me resistí, pero él imprimió mayor fuerza. Desde mi condición de mujer francesa, él estaba faltando el respeto de los adultos que nos rodeaban si mostraba sus atenciones en público. Sin embargo, Honovi parecía estar más confundido por mi reacción reservista que por el sincero y abierto afecto de su sobrino. Como consecuencia, relajé los músculos y permití que Namid hiciera circular nuestras manos sobre el primer caballo. Éste no pareció muy entusiasmado.
— Namid es el más sabio cuando se trata de esto — comentó Honovi —. Es capaz de sentir sus pensamientos.
¿Qué clase de magia era aquella? Acercó la boca al cuello del caballo y comenzó a susurrarle. El corazón se me aceleró y la mano volvió a tensarse. A medida que se comunicaba con él, me acariciaba el dorso a mí, como tranquilizándonos al mismo compás. No pude evitarle mirarle, casi exigiéndole que dejara de tocarme así. Si lo seguía haciendo, no podría seguir adelante sin él.
Lentamente, sin consultar a nadie más que a sus propios instintos, desplazó nuestras manos a otro caballo. Era de un color canela brillante. Bajo la palma, sentí sus latidos. Tronaban un poco alterados, como los míos. Huidizo, el animal se echó un poco hacia atrás y Namid lo abrazó con el ancho semicírculo que formaba su brazo. Lo hizo mirarle como si pertenecieran a la misma especie, y el animal terminó resoplando. Él le besó el espacio entre los ojos, conquistándole en igualdad de condiciones.
— Ya ha decidido — rompió el silencio Honovi.
Namid me retuvo cuando las piernas quisieron huir: el caballo estaba olfateándome. Me habló en ojibwa para que me calmara y me quedé inmóvil. Su hocico circuló por mi pelo y el cuello. Me llegó la cordial risa de Waagosh. Poco después, era yo la que se estaba riendo al recibir el curioso fisgoneo del corcel.
— Es temeroso, pero transigente. Como usted. Es una buena yegua, mansa e impredecible. Parecen llevarse bien... — continuó el jefe.
La palpé un poco y ella agradeció el cariño. Poseía unos ojos negros que anhelaban confiar en el otro. Namid añadió de pronto:
— Algoma.
— Valle de flores — tradujo Honovi.
Aquel era el nombre con el que había bautizado a mi yegua.
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