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Cuando salí de la escuela y logré llegar a casa, lo primero que hice fue dirigirme a mi habitación. La oscuridad del lugar me esperaba. Ingresé a esta, a punto de colapsar debido al cansancio y al intolerable malestar de mis pies, a pesar de que usaba tacos bajos. El dolor de mi espina dorsal se había incrementado, lo cual no supe si se debía a la caída de la mañana o al estar parada ocho horas seguidas. Luego de encender las luces, me saqué el saco y lo arrojé sobre la cama, me quité los zapatos con la ayuda de los pies. 

Mi día en el colegio había transcurrido demasiado atrajeado. Trabajar con niños conlleva una gran responsabilidad. Son vidas que están a nuestro cuidado. El día de una profesor se resume así: velar por que sigan vivos, intentar enseñarles lo necesario para el grado, corregir conductas que aprenden en otros lugares y llevan hasta el aula de clase. En conclusión, nada fácil. Sin embargo, amaba mi profesión y compartir tiempo con los chiquillos. Me hacían reír demasiado con sus ocurrencias... 

Aunque quería descansar, preferí ver a mi madre. En un santiamén ya me hallaba en su habitación, la cual se encontraba justo al lado de la mía. La visualicé sentada en su silla mecedora, observando a través de la ventanilla que tenía vista a la calle. Escogí ese apartamento para que ella pudiera tener una vista diferente a la de las cuatro paredes que la rodeaban. Deseaba que el encierro no resultara tan estresante. Antes de mudarnos, tuve que mandar a colocar barrotes en cada una de las ventanas que existían en el lugar. Lo que menos quería era que mi madre saltara por una de estas. 

La enfermera se encontraba vestida con su traje correspondiente, aunque ese día se había vestido con uno de color rosa, a diferencia de los anteriores días que solía usar de color blanco o azul celeste. 

Tras saludar a Doris, me acerqué a mi madre, quien alejó la vista del cristal para verme. Su expresión de felicidad infló mi pecho de dicha. El cansancio pasó a segundo plano. Su sonrisa encantadora me llenó. Fue suficiente para mí.  

—¡Hola! ¡Hasta que por fin recibo visita! —expresó, entusiasmada. Sus arrugas se acentuaron—. ¡Estoy cansada de ver a esta señora todos los días! —dijo y señaló en dirección de Doris, quien sonrió—. ¿Cómo te llamas? —preguntó a continuación, con su característica dulce voz. 

Sin poder evitarlo, mis ojos se llenaron de lágrimas. Me dolía verla en esas condiciones. Me dolía tanto que mi madre no pudiera reconocerme.

—Soy Kelly, soy tu hija —hablé con un nudo apretado en la garganta. Aunque era consciente de que ella no lograría distinguirme trataba de recordárselo todas las veces necesarias.  

Mi madre hundió las cejas, en una expresión sorprendida y al mismo tiempo confundida. 

—¿Hija? Yo no tengo hijos. 

Sentí como si mi corazón se hubiese fracturado al escucharle decir aquellas palabras.

¿A quién le gustaría que sus padres no lo recuerden? A nadie por supuesto; yo no era la excepción.

A pesar de vivir con esta situación todos los días, no lograba acostumbrarme. ¿Quién consigue acostumbrarse a algo tan duro como lo es el olvido? 

El Alzheimer: la enfermedad que consigue borrar tus recuerdos más importantes; como también los que no lo son. Una enfermedad que afecta tanto al que la padece, como a la familia de ésta. Yo lo aprendí en carne propia. 

Me empecé a encargar de Laura desde el inicio de su enfermedad. Al principio su pérdida de memoria fue mínima, tendía a mentir para llenar los espacios vacíos de su mente. A los varios años, su memoria siguió borrándose, tanto que algunas palabras no las conocía. Finalmente, terminó por olvidarnos a sus hijos. 

Aunque, a decir verdad, la única que se portó como su hija fui yo. En esos momentos en donde todos debimos unirnos para cuidar a nuestra madre, nadie apareció. Era solo yo encargándose de ella. Era solo yo pagando sus gastos, lo cual no me importaba, lo hacía con mucho gusto; solo quería su bienestar y comodidad. 

A pesar de que el tratamiento era en exceso costoso no podía dejar de comprarlo; por mucho tiempo ayudó a que la enfermedad no avanzara demasiado rápido. No evitó que se le borraran los recuerdos, pero sí impidió que su cerebro se viera afectado de forma inmediata. El pago de la enfermera era otro gasto que me tenía haciendo turnos dobles en el colegio; de lo contrario, no habría podido pagar el cuidado, lo cual hubiese causado la perdida de mi trabajo. Laura lo ameritaba, ya que una necesidad tan básica y sencilla como bañarse, se convirtió en algo totalmente difícil. Se transformó en una bebé en ese aspecto. 

No tenía corazón para enviarla a un ancianato como propusieron mis dos hermanos en muchas ocasiones. Prefería dejar de lado mis necesidades por la mujer que me llevó en su vientre durante nueve meses, que me crió con amor y se hizo cargo de mis necesidades hasta que pude valerme por mí misma.  

Me pareció inhumano e injusto, ella siempre se encargó de que no nos faltara nada a ninguno de nosotros, ya que nuestro padre al separarse, simplemente se olvidó de que tenía hijos y desapareció, mientras que mi madre asumió la responsabilidad de criar tres hijos sin la ayuda de nadie. Laura merecía ser amada y cuidada. 

—¿Cómo se portó hoy? —Me dirigí con la mirada a Doris. 

Ella se puso de pie, y se acercó a mí. 

—Bien. La señora Laura estuvo de muy buen humor hoy. 

Otro gran problema de esta enfermedad. Quien la padece suele tener cambios drásticos de comportamiento. De un día estar feliz, a pasar a uno deprimido o agresivo… 

Solté aire, y posé los ojos en mi madre, quien parecía estar hablando sola. A eso si me había acostumbrado, pues el especialista dijo que era totalmente normal. Aunque, no lo niego, la primera vez que la vi hacer aquello, juro que creí que hablaba con algún fantasma y me aterré. 

Volví a fijarme en la enfermera quien me empezó a explicar las cosas que mi madre hizo en el transcurso del día. Hablamos unos cuantos minutos más y, finalmente, decidí ir a darme un baño para luego descansar un rato, antes de que el turno de la enfermera acabara. 

***

Me dispuse a preparar la cena, algo ligero para mi madre y una buena hamburguesa para mí. 

Al terminar de cenar, me acerqué a su habitación, con el plato que contenía su comida. Entré con facilidad, debido a que no había puerta, la cual mandé a quitar porque temía que en algún momento le diera por encerrarse; con ella todo era posible. Encendí la luz, y la visualicé sobre su cama, dormida. 

Arrastré la silla que mantenía en la habitación para estos momentos y me senté. 

—Mamá —La moví con suavidad para despertarla. Abrió los ojos con lentitud. Cuando se acostumbró a la luz, frunció el ceño y se sentó. 

—¿Qué quieres? —preguntó con hostilidad. 

—Te traje comida —respondí. 

—No quiero —dijo seria y desvió la vista hacia el frente. 

Respiré profundo con los ojos cerrados, llenándome de calma y paciencia. 

—Quieras o no, debes comer, así sea un poco. —ordené con dureza. 

Suspiró, para luego abrir la boca, dispuesta a recibir el alimento. 

Sonreí. 

Era tan hermosa a pesar de sus sesenta y cinco años. Sus oscuros ojos siempre me transmitieron tranquilidad, cariño y esa calidez de ser querida por alguien, aunque esta ya no me pudiera recordar. 

Cogí un trozo de sándwich con atún para llevárselo a la boca, con la sensación de vacío en mi pecho. Extrañaba demasiado la tibieza de sus brazos, sus te quiero. Extrañaba a mi madre, porque la mujer que tenía frente a mí —llena de canas, con la mente vacía—, ya no lo era.

No era que no la considerara como tal, sino que ella misma ya no se sentía como madre, no se veía de esa forma. Ni siquiera su amor había sido tan fuerte como para no olvidarme. Resultó más fuerte una enfermedad. 

Finalmente, con esa sensación de tristeza me fui a la cama, después de terminar de darle la comida.

***

Hello, que tal todo?

De ahora estaré actualizando los días lunes y viernes.

¿Qué les pareció la mamá de Kelly?

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