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18


La señora Carlota me acompañó durante el velorio, y en el entierro. No se separó de mí en ningún momento, fue ese consuelo que necesitaba. Me ayudó a sostenerme cuando yo creí que no podría más. Sara también estuvo ahí conmigo, abrazándome, sosteniéndome entre sus brazos para evitar que los trozos se desperdigaran por todo el lugar. 

Compañeros del colegio asistieron al funeral, estuvieron presentes cuando le di el último adiós. Sin embargo, ninguno de ellos fue relevante para mí. No tuve cabeza para nada más que mi propio dolor. 

Mis hermanos se mantuvieron alejados, no se me acercaron en ningún momento. Carolina junto a la familia que había formado y Miguel junto a su novia de turno. El rencor que sentía era descomunal.

—Se fue, Sara. Se me fue… —Lloré como nunca. Sentía que moría yo también. Nunca se está preparado para una pérdida como esta. 

Mi amiga acarició mi espalda de arriba abajo con cariño. Susurró palabras consoladoras que no me consolaron en lo absoluto. 

Y Emiliano, ¿Quién diría que fuera una tragedia lo que nos uniría? 

Cuando el velorio terminó, volver a casa se convirtió en una tortura. Sentirla vacía, solitaria. Al igual que yo. Ya no habría mañanas desastrosas, ni peleas para que comiera. Ya no habría risas. Ni enfermera caminando de un lado a otro. Doris también se había marchado. Estuvo presente en el entierro, luego se despidió con los ojos humedecidos y se alejó.

¿Qué sería de mi vida ahora? Ella era mi prioridad, no había nada que no hiciera por ella. 

Emiliano acarició mi cabeza con suavidad. Se mantenía en silencio, mientras yo usaba sus piernas como almohada y dejaba que gruesas lágrimas recorrieran mis mejillas. 

Desde la fatídica noticia no se apartó de mi lado. Me acompañó en el duelo. Sin darme cuenta, se fue metiendo de a poco en mi mente. Ganándose una parte de mi corazón. 

—Vamos a comer. —anunció.

—No tengo hambre. 

—Kelly, debes alimentarte. Te enfermarás. 

No repliqué, me ayudó a ponerme de pie. Me sentía débil. Sin aliento ni fuerzas para sostenerme. Emiliano pareció notarlo porque  de repente, me alzó en sus brazos. Tuve que sujetarme de su cuello por miedo a caer. 

Salimos de la habitación. Con la cabeza hundida en la curvatura de su cuello, aspiré el olor a jabón y perfume que desprendía su piel. Fue un aroma que me hizo sentir en calma y seguridad. Una anestesia para mi dolor. 

Me dejó sobre un taburete de la cocina, mientras él se dispuso en la tarea de servir el alimento. 

Rápidamente, el plato estaba lleno y Emiliano sentado frente a mí, con una cuchara tomó comida.

—Abre. —Fruncí el ceño. No sentía hambre. Solo deseaba dormir. Llorar. Perderme de la realidad que me estaba consumiendo. El dolor intolerable que parecía romperme el pecho. No quería ingerir alimento. No me importaba nutrir mi cuerpo cuando acababa de darle el último adiós a Laura. Incluso, ir tras ella resultaba una idea mejor—. Come. —insistió.

Pese a lo que pasaba por mi mente, hice caso sin replicar. La comida estaba deliciosa. 

—Está rico. —informé—. Cocinas bien. 

—Me tocó aprender cuando me mudé solo. Al principio, hasta el agua hervida se me quemaba. 

Logró sacarme una diminuta sonrisa. 

—Agradezco no haber pasado nunca por eso. No entiendo porque en los hogares no enseñan a los hijos varones a cocinar, sabiendo que pueden quedarse solos, sin saber preparar siquiera un huevo. Se trata de independencia. 

Asintió, mientras llenaba mi boca con el caldo de papas que preparó. Se lo permití porque no me sentía con la fuerza suficiente como para alimentar mi cuerpo. De ser por mí no habría probado bocado en un largo tiempo. Además, que pusiera su esfuerzo en cuidarme llenó mi pecho de regocijo. 

—Vamos a bañarte. —pidió. Me dio vergüenza solo pensar que me vería desnuda nuevamente—. Puedes hacerlo sola si es lo que quieres. 

Negué con la cabeza.

—Vamos —Sostuve su mano entre la mía. Nos encaminamos hacia el cuarto de baño. Una vez allí, me saqué la blusa bajo la mirada de Emiliano. Mis senos quedaron al descubierto. Los cubrí con los brazos. 

Mi cuerpo siempre fue símbolo de timidez. Pese a la edad que ya tenía, era un trauma que llevaba acarreando desde la adolescencia. 

—¿Quién te hizo tanto daño como para que tu cuerpo de averguence?  

Sus palabras atravesaron mi cerebro, llegaron directo a los recuerdos que derrumbaron la confianza en mí misma.

—Un hombre. Incluso una mujer, y hasta los estereotipos de la sociedad. 

Acortó la distancia que nos separaba, sus grandes manos acunaron mi rostro. En otro momento me habría derretido al tenerlo tan cerca, pero no fue el caso. Mi madre acababa de morir, me dolía el alma, solo respirar resultaba una agonía. 

—Tu cuerpo es el templo más hermoso —susurró. 

Respiré profundo. Apreté los párpados. Necesitaba dormir. 

—¿Me puedo bañar ya? —Asintió—. Pero… lo haré yo. 

No hubo una causa para el repentino cambio. Solo necesitaba estar un momento a solas. Llorar hasta que las lágrimas secaran. 

Dejó un beso en mi frente. 

—Estaré afuera por si me necesitas. 

Finalmente, abandonó el cuarto de baño. Me metí a la ducha, dejando que el agua recorriera cada parte de mi anatomía. Fue refrescante, liberador. Las lágrimas se deslizaron por mi rostro, confundiéndose con las gotas que salían del grifo. 

«Mamá,

¿Por qué te has ido tan pronto? 

¿Por qué me has dejado abandonada? 

Mi niña interior necesita de tu protección. 

Mi niña interior necesita de tu calor. 

Yo necesito de ti. 

Ojalá pudieses volver. 

Ojalá pudieses regresar y envolverme entre esos brazos que me reconfortaron tanto tiempo».

Lloré. Descargué el dolor hasta que no hubo lágrimas. 

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