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13

Como me pasaba casi todos los días, se me hizo tardísimo para ir al colegio. No supe en qué momento de la noche apagué la alarma del celular; por lo tanto, no sonó y yo no desperté a tiempo. Doris me haría el favor de prepararle el desayuno a Laura; apenas alcancé a echarme un baño. 

Antes de salir tomé una píldora para el punzante dolor que recorría mi cabeza. Fue mala idea embriagarme la noche anterior. Me arrepentí de no escuchar las insistencias de Emiliano para que fuera a descansar y armar berrinche cuando me quiso quitar la botella. Al final, se rindió y me acompañó en silencio, esperando que me cansara. No fui capaz de recordar la hora que me fui a la cama. Imágenes de él ayudándome a bajar las escaleras me avergonzaron. Tenía que pedirle disculpas. 

Por otro lado, debía llegar en diez minutos o tendría un problema más con la directora. Me despedí con rapidez de la enfermera y de mi madre, quien no recordó siquiera como debía saludar. No había tenido tiempo de lavarme el cabello, ni de desayunar; mis tripas gruñían confirmando el hambre que sentía. 

Con el bolso en mano, me apresuré a bajar las escaleras, teniendo cuidado de no volver a caer por estas. Cuando me hallaba afuera, crucé la calle para tomar un taxi, pues irme en bus no era conveniente, ya que estos se tardaban demasiado en llegar con tantas paradas que hacían. 

Me sentía frustrada y ansiosa al notar que los taxis que transitaban por esa calle ya se encontraban ocupados; ni el bus que pasaba cerca del colegio aparecía. 

De pronto, un carro de color negro se estacionó frente a mí. Bufé, debido a que debía moverme para poder conseguir un taxi, ya que el estúpido o quien quiera que fuese el dueño de ese auto me tapaba. Sin embargo, cuando estaba por apartarme, el vidrio se bajó, dejando a la vista al causante de mis rabietas: Emiliano. 

Seguro influyó que solo había visto su auto una vez, y por esto no lo reconocí de inmediato. 

—Sube. Te llevo. 

Una sonrisa leve se desplegó de sus labios. Por primera vez, accedí sin replicar. Necesitaba el aventón. Una vez dentro del auto le di la dirección del colegio. 

Esta vez su cabello estaba peinado hacía atrás, sujeto quizás con laca, porque no se movía ni un poco de su lugar. Iba vestido por un suéter negro, y jeans claros.

Mi corazón empezó a latir con violencia dentro de mi pecho. Inhalé una bocanada de aire, tratando de mantener en calma mis emociones. 

Emiliano aceleró sin pronunciar palabra.  

—¿Vas al hospital? —pregunté al cabo de un momento. 

—Sí. —respondió sin apartar la mirada del camino. Su gesto serio me mantuvo concentrada unos cuantos segundos. Su mentón cuadrado lucia recién afeitado. Aspiré la fragancia del perfume que embriagaba mis sentidos. El auto desprendía su olor. 

—Perdón por lo de anoche. ¿Te causé muchos problemas? 

—Si discutirme porque me iba a llevar el licor, llorar cuando recordaste la vez que de niña viste como mataban a un conejo, tener que trasladarte a tu apartamento casi de arrastras, es causar problemas; entonces sí, lo hiciste. 

Eché la cabeza hacia atrás y me cubrí el rostro. Recordaba todo lo que hice, pero que saliera de su boca incrementó la ignominia que ya atacaba mi mente.

—Lo siento. No volveré a tomar de ese modo. —Solté un quejido, mientras con los dedos masajeaba la sien—. Me va a explotar la cabeza. 

—¿Paramos en alguna farmacia? 

Negué.

—Ya tomé acetaminofén.  

No dijimos nada más. Llegamos rápido al colegio, porque él se desvió por un atajo, el cual yo no conocía. Fue una lástima que no podría usar ese atajo cuando tomara el autobús. No me podía dar el lujo de exigirles que se fueran por allí solo para que me dejaran a mí, y en taxi era muy poca las veces que usaba uno. 

—Kelly —Su voz me interrumpió cuando estaba a punto de bajar del auto. 

Vi que extendió el brazo hacia mí, con la mano sostenía una bolsa de cartón. Mis cejas se hundieron. 

—Estoy seguro de que no tuviste tiempo de desayunar. Esto lo preparó mi madre. Llévalo.

Su gesto me tomó por sorpresa. No me lo esperé jamás de él. Con cierta timidez recibí el paquete. 

—Muchas gracias, Emiliano. 

—No es nada, Kelly. 

Finalmente, terminé de bajar. Me encaminé hacia el interior del lugar con el corazón precipitado. Su gesto me hizo ridículamente feliz. 

****

El desayuno resultó ser sándwich y chocolate. También había un postre de tres leches, el postre que compramos en la panadería el día que me acompañó en la lluvia. Me emocionó tanto que sonreí mientras miraba el paquete. ¡Lo había recordado!

Lo comí durante el receso a las diez de la mañana, aunque ya había empezado a dolerme el estómago a causa del hambre. Me supo a gloria la comida. 

Sara se sentó junto a mí, mientras veíamos a los niños jugar en el parque. 

—¿Cómo está tu madre? —preguntó. Luego le dio un sorbo a su bebida, lo que deduje era café. Esta chica amaba el café.

—Bien… más o menos —Recordar lo mal que se veía por la mañana hizo que mi pecho se contrajera de tristeza—. ¿Qué harás el viernes? 

—¿Sucede algo? —Todo vestigio de alegría se esfumó de su voz. 

—No… es solo que quiero salir un rato. 

—¡Mujer, hasta que por fin decides salir a distraerte!

El entusiasmo en su voz fue casi palpable. Temí que alguien pudiera escuchar nuestra charla. 

—¿Acaso no sabes hablar en voz baja? 

Se encorvó, viendo de un lado a otro. 

—Se me olvidó que estábamos en la escuela. 

Negué con la cabeza, sin poder creer que mi única amiga era un caso perdido. Estaba loca. Pese a sus treinta y tres años no dejaba de actuar como una chica de veintitantos. Aunque no puedo negar que resultaba agradable porque hacía mis rutinas menos aburridas o monótonas. La conocí cuando inicié a laborar como profesora. Fue la única persona con la que compaginé casi de inmediato. Ya llevábamos alrededor de ocho años en esta amistad.  

Seguimos conversando hasta que el tiempo de descanso culminó. Planeamos ir a algún bar. 

Por la noche, le preparé la cena a Laura: caldo de papas y arepa. Cuando ingresé a su habitación ella se hallaba sentada sobre la mecedora, con la vista fija en la ventana a su lado. 

—Hola. 

Giró el cuello para mirarme. No respondió a mi saludo. Me acerqué sosteniendo la bandeja que contenía el alimento. Vestía su piyama de rayas azul. Era calientito y suave. Su cabello canoso estaba recogido en una cola alta.

Le sonreí. 

Dejé la comida en la mesa pequeña que mantenía en la habitación. Hubo una época en la que mamá no podía mantenerse durante mucho tiempo sentada, porque se iba de lado. Había perdido motricidad, equilibrio. Incluso sus piernas fallaban al estar de pie, y caía al suelo de repente, motivo por el cual decidí que le daría el alimento en la habitación, en una pequeña mesa. Siempre trataba de que estuviera sobre la cama, de ese modo si perdía la fuerza en el cuerpo, el colchón la sostendría. 

Fueron días duros en los cuales yo lloraba, creyendo que Laura se me iba. Había considerado conseguir una silla de ruedas para ella. No lo hice. No quería verla usar una para poder movilizarse. Luego no hizo falta, ella empezó a recuperarse, y esos momentos disminuyeron. 

—¿Tienes hambre? —Le pregunté.

Empujó los brazos hacía adelante con fuerza. Retrocedí por impulso. Mi corazón se aceleró. Temía que me golpease. Sin embargo, no fue así; ella abrió la boca y dijo: 

—Todos tenemos hambre. —Una sonrisa fue esbozada por sus labios. Solté aire aliviada y le devolví el gesto. 

Una vez acomodada la mesa frente a ella me dispuse a darle el alimento. Sin embargo, me interrumpió:

—Yo lo hago. 

La dejé quieta. Hacía mucho no me pedía comer sola, y eso me hizo inmensamente feliz. 

****

No sé qué decirles pero no quería pasar sin saludar. ¿Qué tal les ha ido?

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