12
A pesar de que dudé en volver subir a la azotea —sabiendo que me lo encontraría ahí, y que posiblemente me esperaba—, me armé de valor y lo hice. Me vestí con un conjunto de algodón, que era calentito. Medias y gorro.
Mientras subía escalón por escalón, me preguntaba si sería buena idea hacerlo. Si no traería consecuencias más adelante. En esa ocasión, las escaleras se me hicieron más largas, debido a que me puse nerviosa y empecé a caminar con lentitud.
Frente a la puerta, tomé una bocanada de aire. El corazón me latía con fuerza. Quería verlo, su compañía se había vuelto agradable. Al mismo tiempo que no quería. Era confuso. Mi negatividad me susurraba al oído que nuestra amistad terminaría mal; y no deseaba dañarla. Para ese entonces me negaba en admitir que Emiliano me gustaba, aunque resultaba obvio.
Pese a esto, me presenté ante él, quien se hallaba concentrado en el libro que sostenía. Las luces encendidas me dieron una clara imagen suya. Vestía un suéter y pantalones de algodón de color negro.
Levantó la mirada, y sonrió.
—Creí que no vendrías. —Se enderezó en el asiento, dejando el libro cerrado.
—Tenía que venir a ver a mis plantas.
Extendió el brazo para señalar a las macetas.
—Adelante.
Con una sonrisa en el rostro, me acomodé frente a él, en la misma maceta que usé la noche anterior. Se encontraban tal cual las habíamos dejado.
—¿Qué leías?
Alzó el libro y dijo:
—¿Esto? Solo un libro de anatomía.
—Ah… creí que te gustaba la literatura.
—Prefiero las películas. ¿A ti te gustan?
Negué.
—Ni lo uno, ni lo otro. Prefiero dormir.
No dijimos más en un largo rato.
El cielo se hallaba nublado. Varios relámpagos lo iluminaron. El ruido del tráfico invadía nuestro silencio, las voces de la gente abajo ahogaba nuestras respiraciones acompasadas.
Abracé mi cuerpo en un intento de darme calor. El helaje era insoportable.
Odiaba el frío. Detestaba la lluvia. Solía enfermarme con facilidad; cualquier llovizna era una gripe segura para mí.
De los labios entreabiertos de Emiliano salía una leve niebla. Su nariz y mejillas se apreciaban rosáceas. Tan leves que si no te fijabas bien, no lo notarías. Debió ser causa del frío.
—¿Por qué sigues soltera? —preguntó de pronto.
Aunque me pilló por sorpresa, me las arreglé para responder con firmeza:
—Porque ahora mismo no me apetece perder la cordura con un hombre.
—No tienes por qué perder la cordura. —habló con lentitud, suave.
—Un hombre seria una distracción, una molestia. Mejor continuo sola, sin nadie interrumpiendo mis planes o fastidiándome la existencia.
—Tienes un concepto muy raro de las relaciones.
Respiré profundo.
—Emiliano, simplemente no quiero.
—Ya veo cual es el problema. —Sentí que me escudriñaba, que trataba de rebuscar en mi interior el motivo. Lo miré con una ceja levantada, sin demostrar el temor que me embargó—. Tienes miedo a enamorarte.
Hice una mueca.
—No es eso…
Interrumpió.
—¿Te hirieron en el pasado?
—No… —“O sí” quise decir, pero me guardé las palabras. De nada serviría que le hablara sobre ese suceso que me marcó. Del chico que rompió mi corazón en mil trocitos, y que ya nunca pude unir—. Tengo la cabeza puesta en otro lado. —contesté en cambio. En parte era cierto, tenía muchas responsabilidades como para agregar una más. Para como estaban las cosas una pareja sentimental me era irrelevante. Si no aportaría nada a mi vida, mejor que no estorbara. Simple, sencillo.
Su gesto pensativo me hizo poner inquieta. Fue obvio que no creyó una sola de mis palabras.
—Sea lo que sea, debes recordar que no siempre te encontrarás con tipos idiotas.
—¿Por qué sigues soltero? —ataqué.
—Porque aún no encuentro a la chica correcta. Esa que yo diga: la amo, quiero pasar el resto de mis días a su lado.
—Que cursi —me burlé.
Me miró, moviendo la cabeza de un lado a otro, divertido.
—Y tú demasiado hermosa.
Enmudecí. Ambos nos quedamos viendo fijamente. Él sonrió sin apartar la mirada. Y yo me quedé sería, con el corazón golpeando con fuerza mi pecho.
La forma en que se elevaban las comisuras de sus labios, la forma en que sus ojos se achinaban cada que sonreía… me tenía enganchada...
***
—A veces solo quisiera dejar todo tirado —Le confesé en la tercera noche que nos encontramos en la azotea—. Siento que es demasiado. Que no puedo sola.
—Lo has hecho bien, Kelly.
—Me hace sentir culpable verla como una carga. De vez en cuando…
—Es normal. No deberías ponerte mal por ser humana y sentir.
Le di un sorbo al licor directo de la botella. El líquido bajó por mi garganta, dejando ardor a su paso.
—Hoy me quiero emborrachar. Quiero…
—Mañana trabajas.
Hice un mohín.
—Cierto —Le entregué la botella para que tomara—. Algún día seré tan rica que no tendré que preocuparme por trabajar todos los días.
—Estás en Latinoamérica.
—¿Dios, no pudiste ponerme en España, Italia… o Canadá? —expresé, viendo hacia el cielo.
Bien, el alcohol empezaba a nublarme la razón. Aunque era plenamente consciente de que debía parar con la bebida, me rehusé a hacerlo. Estaba disfrutando de la compañía de Emiliano y no tenía intención de marcharme.
Escuchar su ronca risa me contagió. Empecé a reír frenética, como si alguien hubiera dicho el mejor de los chistes. Reía de la vida, de mi aburrida existencia, incluso de Emiliano. Ambos debíamos parecer dos tontos en esa azotea, acompañados al ritmo de la canción “la promesa”. Canción que hasta el día de hoy me recuerda a él.
—Estás loca.
—Lo sé.
Con él me resultaba fácil mostrarme sin tapujos. Ser yo misma. Fue precisamente eso lo que me impulsó a buscar de su compañía.
No recuerdo en qué momento de la velada me puse de pie. Me tambaleé hacía un lado, pero Emiliano fue rápido y me sostuvo de la cintura.
Nuestros rostros tan cerca.
Mis labios a centímetros de los suyos.
Sus manos tocando la piel de mi cintura que quedó descubierta en un momento de descuido.
El alcohol me volvía deshinibida.
Puse una mano detrás de su nuca, la otra en su mejilla, dispuesta a juntar nuestras bocas y descubrir por fin a qué sabía. Sin embargo, él sostuvo mis muñecas y decidió comportarse.
—Mañana te arrepentirás de esto y me harás sentir culpable por ello. Cuando estés en sano juicio sí puedes basarme todo lo que desees.
Aunque me sentí frustrada, no se lo demostré y volví a mi puesto. Sí, al día siguiente me arrepentí de lo que había hecho.
***
Buenas, buenas. ¿Me extrañaron?
Yo sí.
Tengo mil excusas para explicar el por qué no actualicé cuando tocaba y todas ellas se reducen a falta de tiempo. Pero lo importante es que aquí está. Ojalá lo disfruten.
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