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11


Dentro del apartamento me sentía asfixiada. Me puse un abrigo, pantalones de seda, un gorro de lana para cubrir la cabeza y me encaminé hacía la terraza del edificio, aprovechando que mamá se había quedado dormida. Subiendo los escalones, me di cuenta de que no tenía vida social. Sara tenía razón. No hablaba con nadie que no fuera ella o la señora carlota, o Doris, que en cualquier caso no contaba las conversaciones con ella porque se limitaba a mantener una relación de jefa-empleada. 

Subí tres pisos. Arriba, el viento helado de la noche rozó la piel descubierta de mi rostro. La luna era la única iluminación del lugar. La mayor parte del tiempo la azotea se hallaba solitaria. Muy pocas personas subían. 

Varias macetas vacías se hallaban esparcidas en la estancia. Plantas marchitas que los dueños olvidaron su existencia. Mugre y desorden. No había nada especial o espléndido que observar en ese lugar. Solo tranquilidad. Espacio. Armonía.

En la distancia pude visualizar a una persona apoyada sobre la pared de concreto que separaba del borde a cualquiera que se acercara. La espalda ancha encorvada, cubierta por una simple camiseta. ¿Es que no sentía frío? 

Encendí la bombilla, para mirar las plantas que había sembrado hacía mucho con la ayuda de Laura, en un proceso de terapia que recomendó el doctor. Algunas se estaban marchitando. Llegaba tan cansada del colegio que no me tomaba el tiempo de subir a regarlas. 

Emiliano se volvió hacia mí. Empezó a acercarse. Sentí como si varias rocas se hubieran asentado en mi estómago. El corazón se me aceleró.  

—¿Son tuyas? 

Asentí, mientras buscaba la regadera para rociar agua a las macetas. 

—Por lo visto no sueles subir seguido.

—Con el trabajo se me olvida. —Me encogí de hombros—. Eran más de mamá que mías, sigo manteniéndolas porque no es muy lindo ver como lo que deberían ser flores hermosas son solo ramas y hojas secas. 

Una vez encontré la regadera me moví al grifo más cercano para llenarla con agua. Luego, esa agua fue a dar a las plantas. Todo eso tratando de no mostrar lo que su presencia ejercía en mí. Me resultaba estúpida mi reacción. 

—¿No sientes frío? —le pregunté, debido al helaje del ambiente y él andaba con sus brazos al descubierto. 

Se encogió de hombros. 

—Te acostumbras.

—Ja, llevo treinta y tres años viviendo aquí y no logro acostumbrarme. 

Terminé de rociar las plantas. Me volví hacia él. 

—¿Qué hace Emiliano para pasar el tiempo? —pregunté con curiosidad. 

—Cuando estoy libre por las noches subo aquí a mirar el tráfico pasar. 

—¿Qué de bueno puede haber en carros transitar? 

—En realidad, nada —sonrió. Fue de esas sonrisas que te contagian con solo verlas—. Pero no hay mucho que hacer aquí. Luego de una jornada de casi trece horas en un hospital, lo único que quieres es un poco de tranquilidad. 

—¿Mirar automóviles te la da? 

Un breve silencio. 

—Cuando pasas todo el día tratando de salvarle la vida a un niño que no puede respirar bien, una persona que acaba de tener un accidente y se ha roto una pierna. Un adicto al que se le fue la mano con la cocaína. Una mujer que fue usada como saco de boxeo de su pareja… —suspiró—, y… y casos similares… solo puedes querer olvidarte de la humanidad. Pensar en nada. 

«Pensar en nada» eso sonó a algo que me hubiera gustado hacer. 

—¿Podemos pensar en nada juntos? —Esbocé una sonrisa de labios cerrados. 

Asintió.

Dejé la regadera en su lugar, me acerqué a la pared. Apoyé los codos en el borde, con la vista clavada en la calle. Grandes edificios se levantaban a cada lado, el lugar en el que vivía lucia pequeño en comparación con esos. Autos iba y venían. Personas caminando con apuro de un lado a otro. No me sorprendió ver tanto movimiento a las diez de la noche, esa era una calle muy transcurrida a todas horas. 

Emiliano se paró a mi lado, con los brazos apoyados sobre el concreto. Debido a su altura quedó ligeramente inclinado. 

—¿Cómo está tu mamá?

—Igual que siempre.

Al cabo de un momento pregunté:

—¿Es difícil ser doctor? Me refiero a tener que atender tantas personas. 

—Es… —Hizo una breve pausa, buscando quizás la palabra correcta—, es agotador. Sí, agotador. Pero no hay nada como la satisfacción que te da saber que has salvado una vida. ¿Y ser profesora?

—¡Ah! ¡Una locura! Agotador no sería suficiente para describirlo. 

Él soltó una carcajada. Arrugué el entrecejo. 

—Eres muy dramática, Kelly. 

Arqueé las cejas, sorprendida. 

—¿Te estás burlando? —Fallé en el intento de sonar molesta. Al contrario, sonreí. 

—De ti, sí. 

Abrí la boca con fingida indignación. Le di un suave golpe en el hombro. 

Continuamos conversando, me habló sobre el lugar en donde vivía antes y que tuvo que mudarse para hacerle compañía a la señora Carlota. 

Las carcajadas fueron inevitables cuando él abría la boca, porque una simple frase podía resultar graciosa en sus labios. Observé que hacía gestos un poco infantiles. Un hombre observador, el detalle que a mí me podía parecer insignificante, para él era importante. Encontraba belleza en las pequeñeces. 

Eso fue lo que me llevó al abismo. La necesidad de indagar en su vida, de conocerlo se volvió inconmensurable. Quería preguntar demasiadas cosas. Quería conocerlo profundamente. Emiliano me atraía tanto que se volvió incontrolable, a pesar de que no quería sentir nada. 

—¿Y tu papá? —preguntó de pronto.

Nos habíamos sentado en dos materos al revés, que yacían vacíos. 

—Desde que nos abandonó no he sabido nada suyo. No sé si tuvo mas hijos, si murió. No tengo idea de donde pueda estar y yo no me he molestado en investigar tampoco. —Fijé la mirada en las dos piedras que brillaban bajo la oscuridad de la noche. Me escuchaba en silencio, atento—. Si él decidió que no debíamos formar parte de su vida, ¿para que lo voy a obligar a hablarme? —Me encogí de hombros—. Es mejor dejar las cosas tal cual están. 

Asintió. 

—¿Y el tuyo? 

—Murió cuando yo tenía siete años. Tengo recuerdos muy lejanos de él. Mamá se dedicó a mí, su trabajo y sacarnos adelante. Ni siquiera volvió a casarse o tener más hijos. Estoy seguro de que anduvo con varios novios, pero nada fue serio. 

—Tu mamá fue valiente. Una mujer que logra salir adelante sola con sus hijos es de admirar. Creo que en eso se parecen tu mamá y la mía. 

Asintió lentamente. 

No supe cuánto tiempo estuvimos en esa azotea sumergidos en las palabras del otro. Hablando de nimiedades que nos entretuvieron al máximo. Dos —casi— desconocidos llenando la soledad que embargaba sus almas. Exponiendo sus vidas como si se conocieran de siempre. Posiblemente haya sido la necesidad de atención que nos llevó a abrirnos sin dificultad. 

Cuando fue hora de volver cada uno a su vivienda, abrió la boca para decir: 

—Fue agradable conversar contigo. ¿Nos vemos mañana?

—Es posible. Debemos salir por la misma entrada, y atravesar las mismas escaleras. Es bastante complicado evitarte. —dije, a pesar de que sabía qué trataba de decirme. 

Me miró moviendo la cabeza de un lado a otro, mientras una sonrisa decoraba su rostro. 

—Sabes a que me refiero.

—Sí. Es posible que suba a regar las plantas, como también es posible que se me olvide —respondí. Giré sobre mis talones, dispuesta a marcharme de allí, pero su voz me interrumpió. 

—Espero verte ahí. 

No volteé a ver, me dirigí hacia las escaleras, dejándolo de pie frente a la puerta y terminé de llegar al piso en el que vivía. Entré a la habitación. Me hizo bien pasar tiempo con alguien diferente. La sonrisa no se borraba de mis labios. 

Esa noche dormí como hace rato no hacía.

***

¿Qué les pareció el capítulo?

Estamos entrando en las partes que mas me gustan de esta historia. Espero ustedes también lo hayan disfrutado como yo cuando la escribí.

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