7. Aaron - "Reproductor de recuerdos"
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Mi mundo está de cabeza.
Mi vida experimentará un cambio radical en dos meses y medio.
La anormalidad dejará de ser algo por lo que deba preocuparme...
Porque seré normal.
Seré uno más.
Pero hoy, nada se siente normal. Estoy atado a una silla en la casa de un desconocido. No hay nadie más que nosotros, y nos miramos como si nos conociéramos de toda una vida. Lo más extraño es que nos hallamos en el Sector G.
—¿Puedes confiar en mí?
Detecto súplica en la voz de David.
—No tengo más opción que hacerlo. Si de mí dependiera, ya estaría en casa y no volvería a verte la cara.
—Aaron, no quiero que confíes en mí porque no te queda otra opción. Sé que no empezamos de la mejor forma, pero ya está hecho. Créeme cuando te digo que no quieres ser curado.
¿De qué habla? Mi mayor anhelo es ser curado. La Cura es la respuesta a mis problemas y mi única esperanza. Me asegurará una vida estable, me otorgará un futuro prometedor y acabará con todas mis preocupaciones.
—Tú no sabes lo que quiero —digo entre dientes—. Deseo ser como los demás.
David ríe a viva voz.
—¿Y cómo son los demás? —pregunta en tono de burla.
—Normales.
—¿Por qué quieres ser normal?
—Porque ser normal es lo correcto —afirmo sin dudar.
David pone los ojos en blanco y acorta la distancia entre nuestras sillas.
—Aaron, nada en este lugar es malditamente normal —masculla—. Ni siquiera el cielo de nuestro país lo es.
—¿De qué hablas?
—¿Crees que los pilares solo delimitan el mar? Pues no es así. Hacen mucho más que eso: también delimitan nuestro cielo.
—No entiendo. —Hundo el ceño.
—Nos hallamos en el centro de la Antártida, en donde el cielo es oscuro la mayor parte del año. En circunstancias normales, nos hallaríamos inmersos en la oscuridad durante meses, desprovistos de luminosidad hasta el verano. Si tenemos un cielo luminoso es gracias a una pantalla artificial que parece desafiar las leyes de la realidad. Y si no me crees, pregúntate: ¿Por qué los aeromóviles no pueden volar más allá de cierta altura? ¿Por qué los edificios no pueden alcanzar alturas más allá de la permitida?
—¿Cómo sabes todo eso? —cuestiono. Suena tan imposible que me cuesta asimilarlo.
—Sé muchas cosas —responde en tono misterioso—. Si aceptas mi amistad y si decides confiar en mí, puedo revelarte un sinfín de verdades que nunca habrías imaginado y ofrecerte un mundo de posibilidades que harían de tu vida algo más auténtico.
—¿Por qué insistes tanto en que confíe en ti? ¿Qué hay de especial en mí?
David dirige la mirada a un punto cualquiera de la habitación. Se pierde en él por unos segundos. La tristeza invade su rostro, como si hubiera evocado un recuerdo doloroso.
—Permíteme mostrarte algo. Después de que lo veas por ti mismo, entenderás todo de una vez.
—¿Qué vas a mostrarme?
—Ya verás. —Esboza una sonrisa temblorosa—. Necesitaré tu ayuda, así que voy a tener que desatarte.
No puedo evitar sonreír de manera triunfal.
—Pero antes de hacerlo, quiero que prometas que esta vez no harás nada estúpido. —Se cruza de brazos.
Sinceramente, ya no siento ganas de escapar. Creo que la curiosidad ha ganado una vez más.
Quiero ver lo que él quiere mostrarme.
—Está bien, haré lo que quieras.
David vuelve a desatarme. Esta vez, no intentaré huir. Lo único que quiero es que esto acabe pronto para no volver a verlo y borrar de mi mente esta desagradable experiencia... no obstante, en lo profundo de mi corazón, presiento que su recuerdo seguirá intacto en mi memoria por un largo tiempo.
Ya está. Me ha desatado. Me pongo de pie con cautela mientras David observa cada uno de mis movimientos. Ambos alzamos las manos en señal de rendición.
—Espero que no vuelvas a golpearme, fortachón. —Se ríe—. Mi labio arde como el infierno.
Esbozo otra pequeña sonrisa y retomo la seriedad.
—Volveré a golpearte si me das motivos para hacerlo.
Él solo ríe en respuesta. Y cuando no me ve, sonrío.
—Espérame aquí, iré a buscar el reproductor de recuerdos —anuncia y se dirige a las escaleras.
¿Un reproductor de recuerdos? Esos objetos cuestan una fortuna. Su función consiste en exhibir a modo de vídeo algunos recuerdos específicos que el usuario conectado decide mostrarle a los espectadores. Las memorias son exhibidas en un televisor, teléfono o proyector cualquiera. El espectador solo puede ver aquello que la persona conectada al reproductor permite enseñarle.
David me confiará algunos de sus recuerdos. Me confiará parte de su vida.
Solo Jason, mi abuelo paterno, me ha permitido ver sus recuerdos en el pasado; con él tuve una buena relación, hasta que murió a causa de la única enfermedad incurable de nuestra sociedad: la Enfermedad de Stevens, bautizada de tal forma en honor a la primera persona infectada durante la Gran Guerra Bacteriológica. El Stevens es el único virus liberado en esa época cuya cura aún no ha sido descubierta y es una de las pocas muertes naturales que queda en la nación —además de la edad avanzada—. La mayoría de las personas en nuestro país no vive más allá de los setenta años, porque a esa edad sus defensas se debilitan y pocos son los que pueden afrontar los gastos preventivos para el Stevens.
Como último deseo antes de su muerte, el Hospital General de Libertad le brindó a mi abuelo la oportunidad de elegir a un familiar para mostrarle algunos de sus más preciados recuerdos mediante el reproductor, y él me eligió a mí. En ese entonces, yo era el miembro más joven de toda la familia. Tenía diez años; el abuelo, setenta.
Lo ocurrido aquel día aún se siente fresco en mi memoria. Estábamos el abuelo, una enfermera y yo en la habitación. En una pared del cuarto había una pantalla plana que exhibiría los recuerdos seleccionados por él. La enfermera inició el procedimiento correspondiente del reproductor: conectó electrodos en las sienes, la nuca y la frente del abuelo, le puso una especie de casco plástico y blanco en la cabeza —que también cubría sus ojos— y encendió el dispositivo.
El abuelo se hallaba en sus últimos días de vida. Los únicos movimientos que podía hacer eran los involuntarios, como respirar agitadamente y toser con fuerza. Apenas podía mover sus párpados. Lloraba día tras día en hilillos intermitentes de lágrimas. Recuerdo que mamá solía decir que las lágrimas caían por causa de la enfermedad, pero tiempo después me di cuenta de que él no lloraba por culpa del Stevens...
Lloraba porque no quería abandonar este mundo sin haber cumplido sus sueños.
Los recuerdos que él me enseñó ese día eran bastante aburridos: escenas poco trascendentes de su infancia, de su adolescencia, de su adultez y de su vejez. Secuencias monótonas que se superponían unas tras otras, todas igual de grises y planas que las anteriores. Con los años, descubrí que el abuelo no me mostró esas escenas al azar...
Él quería advertirme de cuan gris y sin sentido podía ser la vida.
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David trae el reproductor de recuerdos. Conecta los correspondientes puertos en la pantalla gigante y enciende el objeto. La proyección de las montañas nevadas es sustituida por el menú de inicio del reproductor, y la imagen digital de una mujer de tez morena es proyectada a través de un holograma.
—Hola, David —saluda la mujer—. ¿A quién le mostrarás tus recuerdos esta noche?
—A Aaron —contesta David.
Mi nombre aparece escrito en la pantalla.
—Toca la pantalla, Aaron —me pide la mujer.
Hago lo que indica. Mi huella digital queda registrada en el panel y se desplaza hacia mi nombre.
—¿Quién será el anfitrión del procedimiento?
—Aaron —reitera David.
Toco la pantalla otra vez. Tengo los permisos necesarios para iniciar el procedimiento.
—Aaron, pon los electrodos en las sienes, la nuca y la frente de David —ordena la mujer holográfica.
David se sienta sobre un sofá ubicado cerca de la conexión del reproductor. Me acerco a él para conectarle los electrodos. Veo que su labio inferior tiembla y que en su rostro se refleja la preocupación.
Le pongo los respectivos electrodos en las sienes y en la nuca. Una vez que conecto el de la frente, él me mira a los ojos. Los suyos están lagrimosos, a poco de romper en llanto. Me queda claro antes de iniciar que David me mostrará recuerdos muy dolorosos para él.
—No tengas miedo —le digo—. Quiero decir, yo... olvídalo.
Él toma una de mis manos. Intento apartarla al instante, pero la mantiene con firmeza en la suya.
—Quiero que interrumpas el procedimiento si es que me veo demasiado agitado —me pide.
—Lo haré.
David acaricia mi mano antes de soltarla. De no ser porque me confiará parte de su memoria, lo habría regañado. No tiene derecho a tocarme así. Reprimo la ira, consciente de que, posiblemente, lo único que necesita ahora es apoyo.
Pongo el casco sobre su cabeza. Una luz blanca se enciende en el interior.
—Cuando el usuario esté listo para iniciar, el anfitrión debe oprimir la opción "inicio" en la pantalla. ¿Entendido?
Miro una vez más a David antes de continuar.
—Entendido. David, ¿estás listo?
—Sí —responde, aunque dudo que lo esté.
Activo el mecanismo y la mujer desaparece, pero su voz aún resuena en los parlantes.
—Iniciando la selección de recuerdos.
En una parte de la pantalla, gracias a una cámara, veo los ojos llorosos de David por debajo del casco. Una línea de luz ilumina su mirada y la hace resplandecer. Él luce cada segundo más asustado. Comienzo a sentir miedo de lo que vaya a mostrarme.
David cierra los ojos. Ha entrado en estado de trance. Está listo para seleccionar mentalmente entre todas sus memorias.
—Cargando la base de datos —anuncia la voz.
En otra parte de la pantalla se ve el porcentaje del proceso:
10%... 30%... 60%... 90%...
Y 100%.
El primer recuerdo aparece.
Todo lo que se ve en la pantalla es mostrado desde la perspectiva de David, como si tuviera cámaras en los ojos. En la parte superior hay una barra de edad que indica los años que tenía en el recuerdo:
"DAVID WELLS: 16 AÑOS"
Él está en un salón de clases. A su alrededor hay chicos que tienen puesta su atención en la pantalla gigante del frente y en el maestro junto a ella. David mira en otra dirección: observa a un chico en especial. La cámara se enfoca justo en él. El chico se da la vuelta y sonríe al encontrarse con la mirada de David. No luce como una sonrisa burlona o amigable. No sabría decir por qué, pero es diferente.
El recuerdo desaparece. Uno nuevo lo sustituye: David camina por el Central Park de Libertad junto al chico del recuerdo anterior. A juzgar por las hojas amarillentas apiladas por todas partes, infiero que es otoño.
El chico cuenta un chiste sin sentido y la risa de David retumba en los parlantes. Ambos ríen a todo pulmón y se miran a los ojos. El viento revuelve el pelo del chico de tal manera que lo despeina por completo.
—Ahora sí luces como una estrella de televisión, Michael —dice David entre risas.
El chico de los recuerdos se llama Michael.
El recuerdo del parque acaba. Nuevos recuerdos aparecen: David y Michael navegando en lancha por Nueva Dubái, David y Michael en una sala de cine viendo una película preguerra llamada Lo que el viento se llevó; David y Michael arrojando piedras sobre el lago artificial de Libertad, David y Michael contemplando el atardecer desde una montaña...
Luego de muchos recuerdos graciosos y amistosos, uno diferente entra en escena: ambos están sentados sobre el suelo de una habitación. La barra de edad indica "17 años".
Michael sostiene la mirada de David. Se acerca cada vez más a él. Por un momento olvido que veo recuerdos ajenos y siento que Michael se aproxima a mí.
La imagen se aleja, lo que indica que David ha retrocedido. Al cabo de un rato, vuelve a acercarse de forma lenta y peligrosa.
El rostro de Michael predomina en la pantalla. Puedo ver cada uno de sus rasgos e imperfecciones. Sus ojos son de color avellana, casi de la misma tonalidad que los míos. Diminutas pecas se esparcen por su rostro como granos de café; contrastan con su tez pálida y con su cabello oscuro.
Michael se acerca hasta que la imagen se va a negro. No es porque viene un nuevo recuerdo: David ha cerrado los ojos. Están besándose.
Quedo pasmado. Aunque no esperaba presenciar algo como esto, no es la primera vez que veo un beso entre dos hombres. Andrew, mi antiguo vecino, solía besarse con su mejor amigo en el jardín trasero de su casa, bajo la luz de la luna y cuando casi todos dormían. Los espiaba a través de la ventana de mi cuarto con una excitación que me asustaba y gustaba al mismo tiempo.
El sonido de las bocas unidas de David y de Michael se oye en los parlantes. Al principio, siento la misma repulsión que las primeras veces que espiaba los besos nocturnos de Andrew y Ben. Poco a poco la repulsión por los besos de mi vecino y su amigo se convirtió en deseo. Deseaba besar y ser besado como ellos. Soñaba con sentir la misma pasión que se reflejaba en aquellos amantes prohibidos y refugiados en la oscuridad de la noche o en la seguridad de un cuarto cerrado.
Alejo la mirada de la pantalla y miro a David. Él luce abatido, respira entre jadeos y empapa su playera de sudor.
La imagen regresa. Michael observa a David como si fuera el objeto más valioso en la Tierra. A juzgar por ello, adivino que él lo quería. Todo indica que ambos se amaban de forma genuina, a pesar de la enfermedad y de las mil restricciones que jugaban en contra.
Un nuevo recuerdo aparece. Se hallan en la misma habitación, pero en un mes diferente. Ambos están desnudos, o eso alcanzo a ver.
David lleva una mano al rostro de Michael y acaricia su mejilla con suavidad.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —Oigo que pregunta.
—Nunca estuve más seguro de algo —responde Michael.
Se besan con pasión. Cierro los ojos hasta que la curiosidad me vence y me obliga a abrirlos. Michael y David se acarician tal como yo he intentado hacer con Caroline, con la diferencia de que su unión no es una farsa: lo de ellos es real. Ellos se desean.
Ellos sí se quieren.
La imagen es reemplazada de nuevo. Esta vez no veo a Michael, sino que diviso a una familia sentada en torno a una mesa. Es la familia de David. Los reconozco por las fotografías que vi en la pared de su cuarto. Sus padres lo escrutan con miedo en sus rostros y su hermano menor juega con un hámster robótico en una esquina de la habitación.
—¿Qué es eso tan importante que debes decirnos? —inquiere la madre de David—. Dilo de una vez, nos tienes muy preocupados.
—Yo... yo...
—Vamos, habla —exige su padre en tono severo.
David mira de un lado a otro. Creo saber lo que está por decir.
—Tengo la enfermedad prohibida —confiesa de una vez por todas.
Sus padres lo miran con asco y con temor a la vez. El hermano de David luce como si no entendiera lo que sucede.
—¿Hace cuánto tienes la enfermedad? —demanda el padre. Parece esforzarse por mantener la calma.
—La tengo hace... hace...
—¡Responde!
—Hace más de un año —dice por fin.
El padre se levanta de su asiento y abofetea a David hasta hacerlo caer de espaldas. David dirige la mirada al techo. Su papá se agacha junto a él y lo golpea una y otra vez.
—¡Escondiste tu asquerosa enfermedad por más de un año! ¿Qué mierda tienes en la cabeza? ¡Ahora sabrás lo que es sufrir las consecuencias de tus actos!
La imagen se ve borrosa porque David está llorando. Oigo también los sollozos de su madre y del hermano, quienes le imploran al padre que deje de golpearlo. David no dice nada, ni siquiera se queja de los golpes. Se limita a llorar sin defenderse.
En un intento por evitar que siga golpeando a David, su hermano menor se arroja sobre el padre para detenerlo, pero el hombre lo lanza al instante contra una pared. El niño llora. Su madre corre en su dirección para abrazarlo.
Ahora, yo también estoy llorando. Observo a David en el sofá y descubro lágrimas empapando sus mejillas.
El espantoso recuerdo es sustituido por el que seguro es peor: David se encuentra en un quirófano. Él escudriña su cuerpo y me permite ver que está atado del tórax a los pies contra una camilla. Se mueve con fuerza de un lado a otro para liberarse, pero no logra hacerlo. La imagen vuelve a verse difusa debido a las lágrimas.
Adivino lo que está ocurriendo: van a someterlo a La Cura.
Un enfermero enmascarado y vestido de blanco acerca una jeringa al brazo de David. En su interior se aprecia un líquido verdoso que supongo es La Cura. Justo antes de que la aguja sea introducida en su brazo, un pitido resuena en los parlantes. Es tan molesto que debo cubrir mis oídos. Aparentemente, el pitido hace caer dormidos a los enfermeros y médicos del quirófano.
Una persona irrumpe en el cuarto: es Michael.
Llegó para rescatar a David.
Me es inevitable sonreír. Pude sentir la desesperación de David como si fuera yo quien estuviera a punto de ser curado. Me alegra que lo salvaran a tiempo.
—Prometí que nunca te abandonaría —dice Michael.
—Te amo, te amo, te amo —repite una y otra vez David.
Michael corta con una navaja cada uno de los amarres del cuerpo de su amado. Cuando ya está liberado, David lo atrae hacia él para besarlo. Aunque hace unos minutos sentí repulsión, esta vez la imagen me conmueve.
David y Michael se encaminan hacia la puerta del quirófano. Tres hombres armados los esperan en el pasillo.
—No te preocupes, ellos vienen conmigo —informa Michael.
¿Qué hace alguien tan joven como Michael acompañado de hombres armados? Definitivamente debo preguntar al respecto cuando la reproducción de recuerdos acabe.
David, Michael y sus acompañantes escapan por los pasillos del hospital. Una ensordecedora sirena genera estruendo, luces rojas tiñen los pasillos y una gran cantidad de personas corren despavoridas por todas partes.
El grupo escapa hacia una salida de emergencia. Tras abrir la puerta metálica y abandonar el edificio, veo un aeromóvil a través de los ojos de David. Este sobrevuela la escalera de emergencia y, al parecer, está ahí para rescatar al grupo.
David y los demás abordan el aeromóvil. El piloto enciende motores y aleja la nave a toda velocidad por el cielo nocturno. Michael y David se vuelven a besar, felices por haber huido.
Me siento inexplicablemente contento. Sé que la sociedad asegura que se trata de una enfermedad, pero en los ojos de Michael se refleja un amor incuestionable.
La escena acaba. Muchos recuerdos felices le siguen: Michael y David corriendo libres por el campo; Michael y David sentados junto a una hoguera; Michael y David en las aguas de un río; Michael y David riendo a carcajadas bajo un cielo estrellado, y varias otras escenas igual de conmovedoras que las anteriores.
Viven momentos felices y llenos de amor. Momentos que yo nunca he vivido.
Un recuerdo diferente aparece, también una nueva edad:
"20 AÑOS".
David y Michael corren por unos callejones sucios, oscuros y llenos de basura. No hay callejones así en Libertad, ni siquiera en Esperanza.
Han de estar en el Sector G.
—¡Corre! —grita Michael—. ¡Nos alcanzarán!
Me estremezco al oír disparos. David voltea su cabeza mientras corre y en la pantalla se ven protectores armados que los persiguen. Los amantes prohibidos corren en zigzagueos; las balas los rozan a escasos centímetros.
De un momento a otro, Michael cae al suelo y David se detiene. La razón: una bala impactó en la espalda de Michael.
—¡Basta! —ruega David—. ¡Deténganse!
Los protectores cesan sus disparos, pero no por la petición de David: balas llueven sobre ellos. David es rescatado otra vez. Él cubre a Michael con su cuerpo y lleva los brazos a la cabeza para evitar ser impactado por alguna de las balas de sus salvadores u oponentes.
David le suplica entre sollozos a Michael que sea fuerte.
—Por favor, no me abandones, no me abandones, te amo, te amo, te amo...
Michael intenta decir algo en respuesta, sin embargo, el dolor no se lo permite. David lo voltea para poder besarlo. Lleva las manos a su rostro, limpia sus lágrimas y lo acaricia con desesperación.
—No llores, por favor —suplica David—; todo estará bien, todo estará bien, todo estará bien...
Con el que al parecer es su último aliento, Michael pronuncia lo siguiente:
—Quiero que seas feliz.
Y, como era de esperarse, sus ojos permanecen abiertos y fijos hacia el cielo. Ya no se oye su respiración agitada. Ya no se aprecian señales de vida.
Está muerto.
Los protectores lo han asesinado.
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Estoy llorando a mares. Mi corazón está roto. Puedo sentir el dolor de David en mí como si fuera propio.
Escucho un llanto desgarrador que me hace volver a la realidad. Descubro que David está atrapado en el trance generado por el reproductor. Me acerco con rapidez a la pantalla para tocar la opción que termina el procedimiento.
—Muchas gracias por tus recuerdos, David. Buenas noches.
La pantalla se va a negro y regresa la imagen de las montañas nevadas. David se quita el casco y los electrodos, luego se lanza al suelo para darle puñetazos. Verlo tan abatido me destruye por dentro.
Me agacho junto a él y, por un instante, olvido la enfermedad. Olvido lo que está bien y lo que está mal, lo que es normal y lo que no. Lo único que veo es a un hombre dolido que necesita un abrazo.
Lo envuelvo con fuerza; ambos sollozamos por el recuerdo de una persona que murió a causa de algo que no podía controlar. A él, lo sucedido le duele más que a mí.
Me doy cuenta de que aquello que David y Michael sentían no era producto de una enfermedad...
Lo que ellos sentían era amor. El amor más puro y honesto que pudiera existir en la Tierra.
David tiene razón: no estamos enfermos.
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