Introducción. 🧵
Lyn
—Ave María purísima.
—Sin pecado concebido.
—¿Qué te trae aquí el día de hoy, hija?
Me muerdo los labios antes de responder. Levanté la mirada hacia el padre que se encontraba del otro lado del confesionario, él miraba hacia enfrente mientras me estrujaba las manos, nerviosa.
Debo confesar que nunca he sido para nada creyente, mucho menos una devota a confesar mis pecados (que eran muchos), pero últimamente la culpa no me dejaba seguir en paz. No podía dormir tranquila, estaba a la defensiva, siempre he sido un alma rebelde, pero de un tiempo para acá todos pagaban por lo que sentía y no debía sentir.
Me odiaba por tener estos sentimientos impuros, sucios, aberrantes.
Aunque mi madre era una fiel devota y creyente de la iglesia católica y nos enseñó a orar yo no podía ser tan hipócrita cuando llevaba una vida pecaminosa que le hubiera dado pena al pobre padre que esperaba mi certera confesión, aunque de mis vicios y demás no le iba a decir nada, ya tenía suficiente con la culpa que llevaba encima. Eran mis sentimientos los que estaban ahora mismo atormentándome por dentro.
—Perdóneme padre, he pecado —musité. Me encontraba de rodillas frente al sacerdote, al que conocía desde niña y se sentía raro decirle estas cosas en este momento cuando también conocía a mis padres y hermanos.
—¿Cuál es tu pecado?
—Mi pecado es haberme enamorado —el padre soltó una risita que me dijo le provocaba diversión mi confesión, que quizá le resultó inocente aquello que dije, pero de inocente no tenía nada.
—Hija mía, el amor no es un pecado ni mucho menos. Todo lo contrario —sostenía el rosario que me regaló mi madre hace algunos años cuando todavía era un alma pura y casta. De eso ya no tenía nada.
—Padre, me he enamorado de mi medio hermano. Soy una pecadora —solté un sollozo cubriéndome la boca con vergüenza. Decir estas palabras en voz alta a alguien que no fuera mi mejor amiga me aterraba, me provocaba querer vomitar.
El padre giró la cabeza unos grados para verme, soltó un suspiro y apretó los labios. Creo que mi confesión lo dejó sin palabras.
Mi ropa estaba salpicada por el agua de la lluvia que arreciaba afuera. El día estaba lluvioso, nublado, el aire golpeaba los árboles, las ventanas de la iglesia donde se encontraban algunos feligreses.
—¿Ese amor es correspondido? —negué de inmediato.
—No lo es padre, no lo es —continuaba llorando desconsolada —. No sé qué hacer para sacarme este amor que me quema el pecho, me mata cada día. Tengo pensamientos impuros que no deberían estar ahí, me odio tanto por sentir esto, pero en mi defensa debo decir que se me mintió desde que era una niña. No sabía que aquel joven que veía como mi hermanastro era en realidad mi medio hermano y no culpo a mi madre por pecar, me culpo a mí por ser tan débil —apoyé las manos en la madera —. Ayúdeme por favor, necesito ayuda.
—Hija, tienes que alejarte de ese hombre, es un pecado que sientas esto por alguien que lleva tu sangre, el mismo apellido. Debes encomendarte a Dios, orar para que te lleve a una salida. Dios siempre nos escucha cuando nuestras plegarias son sinceras, de corazón —asentí.
—¿Me voy a ir al infierno? —guardó silencio unos segundos.
—Si enderezas tu camino y te arrepientes de tus pecados no irás al infierno. Tienes que orar hija, orar mucho. Alejarte de la tentación, no sucumbir al pecado.
—Sí padre, lo haré —musité —. ¿Cuál es mi penitencia?
—Tres padres nuestros y un Ave María. Antes de irte a dormir habla con nuestro señor, pídele que ilumine tu camino para que encuentres la respuesta que tanto estás buscando —asentí de nuevo —. Ve con Dios, hija —hizo la señal de la cruz y me puse de pie para salir del confesionario e ir a las bancas a cumplir mi penitencia.
Cuando terminé de rezar salí de la iglesia para regresar a casa. Paolo se acercó con el paraguas abierto para que no me mojara, me abrió la puerta y entré al coche. El hombre entró del lado del piloto y cerró el paraguas para dejarlo en el suelo del coche. Acomodó el espejo retrovisor a la vez que me sacudía al agua que salpicó mi ropa.
—¿Todo bien señorita, Eileen? —preguntó.
—Sí, Paolo, llévame a casa por favor.
No quería regresar a casa, pero por ahora era el único lugar al que podía ir, si por mí fuera dormiría en la calle, pero para mi madre eso se vería mal y tenía que guardar las apariencias.
El pecado estaba bajo mi techo, la tentación a una puerta de mi recámara, no sabía como iba a poder soportar todo esto sin sucumbir al pecado.
Diosito, líbrame del pecado por favor.
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