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Capítulo 23. 🧵

Lyn

Ver a Jenna tan enamorada de Dante, cuando le sonreía y lo miraba con esos ojos llenos de amor me hizo sentir mal de cierta forma. Todo lo que iba a pasar más adelante sería mi culpa, ella con el corazón roto y mi padre decepcionado de mí; iba a ser mi culpa. El dolor, la pena y el coraje, todo sería mi culpa. Todo por no saber controlar este deseo que brotaba desde lo más profundo de mi ser y que me pedía salir a flote y terminar con todo. Entregarme a Dante sin restricciones ni miedo.

En un momento, sentados todos en la mesa y mi madre hablando de la boda de Dante y Jenna me di cuenta de que yo no iba a tener eso. No iba a tener una boda linda que mi madre se encargara de organizar, tampoco una luna de miel en paz y la idea de tener hijos quedaba descartada para siempre, solo llevaría conmigo la carga y el peso de haber arruinado a mi familia y sí de por sí las cosas no iban bien todo podría empeorar con la decisión que tomamos.

—Lyn —me llamó mi padre —. ¿Estás bien? —asentí con la cabeza, pero la verdad es que no me encontraba nada bien, tenía esta sensación amarga en la garganta que me prohibía comer a gusto y tampoco lo podía hacer cuando las miradas de mi madre eran acusadoras, como si ella supiera algo que yo ignoraba o no quería aceptar.

—Estoy bien —mentí. Continué desayunando, pero sin ese ánimo de hacerlo, sin esa energía con la que me había despertado horas atrás. Y es que tampoco el clima ayudaba mucho que digamos, la temporada de ciclones y tormentas estaba a la vuelta de la esquina así que este día en particular estaba nublado y con frío, en las noticias habían dicho que las probabilidades de que lloviera eran de un ochenta por ciento así era más que seguro que por la tarde/noche iba a caer una tormenta.

Miré a Dante un par de segundos nada más y eso me bastó para saber que él también se sentía mal por todo esto y aunque siempre me decía que no era así lo conocía a la perfección para saber que mentía, que solo me quería hacer sentir bien para que no pasara por lo mismo que él estaba pasando, pero era inevitable no sentirme mal cuando estaba a nada de arruinarle la vida a Jenna, quien no se lo merecía. No era una mala persona, por eso mismo la evitaba, no porque no le quisiera hablar sino porque no podía verla a la cara sabiendo que me estaba acostando con su novio.

—¿Me disculpan? —me puse de pie —. No tengo mucha hambre —no esperé que alguien dijera algo por qué de inmediato me levanté de la silla y abandoné el comedor para subir a mi habitación.

Cerré la puerta y me solté a llorar con un nudo en la garganta. Me cubrí la boca para ahogar un sollozo y apretar los ojos con fuerza. Las lágrimas no tardaron en mojar mis mejillas. Cogí el celular y llamé a Dens que no tardó en responder.

Lyn...—expresó feliz.

—¿Recuerdas cuando me dijiste que un día, todo lo que estoy haciendo me iba a golpear en la cara?

Uhm... Sí —dijo seria. Ya no se escuchaba entusiasmada —. ¿Qué pasó?

—Soy una mala persona, Dens, una zorra...

¡Hey! —espetó —. Tú no eres nada de eso. No eres una zorra, Lyn. Nunca en la vida —me dejé caer en la cama que no estaba acomodada porque apenas me desperté bajé a desayunar antes de que mi padre se fuera al trabajo.

—Lo soy. Dios. ¿En qué momento llegué a pensar que era buena idea todo esto? —sacudí la cabeza, con el llanto mojando mis mejillas —. Me siento mal, amiga, solo quiero desaparecer.

¿Y lo harás? ¿Estás decidida a irte esta vez?

—Quiero estar sola.

La soledad no es una buena consejera, Lyn, te lo digo yo quien ha pasado toda su vida sola porque mis padres nunca están.

Había olvidado ese tema. Denisse se la pasaba todo el tiempo sola a menos que Daniel o yo estuviéramos con ella porque toda la vida, desde que la conozco, sus padres se la pasaban fuera del país.

—Soy una mala amiga —me limpié debajo de los ojos —. Debes estar harta de todos mis dramas —la escuché reír.

Para nada eres una mala amiga, yo también lo he sido entonces —suspiré, intentando controlar el llanto.

—No lo eres, desde que te conozco solo has sabido ser la mejor amiga de todo el mundo.

Lo mismo digo de ti, Lyn y no eres nada de lo que piensas. Escucha, piensa bien las cosas, ¿sí? No tomes una decisión en este estado, puedes arrepentirte después. ¿Lo harás?

—No prometo nada, pero lo voy a intentar.

Si necesitas algo me llamas y estaré ahí más rápido que flash —ahora fui yo quien se rio un poco.

—Eres mi superhéroe, ¿lo sabías?

No lo quería decir, pero sí, lo soy —esta vez ambas nos reímos —. Te quiero, Lyn.

—Y yo te quiero a ti, Dens. Te dejo para que hagas tus cosas.

Te llamo luego —asentí como si ella estuviera frente a mí.

Colgamos al mismo tiempo y dejé el celular en la cama. Me di un baño, un largo baño para intentar relajarme, pero era imposible cuando, cada vez que cerraba los ojos solo veía a Jenna y la culpa llegaba en oleadas que me apretaban el corazón. Al final decidí hacer lo que nunca había hecho desde que hice mi primera comunión; ir a la iglesia.

Sé que podía ser hipócrita porque la verdad no creía en la iglesia, pero sí en Dios y nadie me podía culpar por ello cuando los sacerdotes eran unos cerdos violadores.

Salí de la casa y miré el cielo que estaba cubierto de nubes negras. No tardaría en llover, pero eso no me importó, la iglesia estaba cerca y no creía tardarme tanto ahí dentro.

—¿Va a salir, señorita? —me detuve frente al auto y Paolo no tardó en acercarse.

—Sí, vamos a salir —me abrió la puerta y se hizo a un lado para que subiera dentro del auto.

****

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebido.

—¿Qué te trae aquí el día de hoy, hija?

Me muerdo los labios antes de responder. Levanté la mirada hacia el padre que se encontraba del otro lado del confesionario, él miraba hacia enfrente mientras me estrujaba las manos nerviosas.

Debo confesar que nunca he sido para nada creyente, mucho menos una devota a confesar mis pecados (que eran muchos), pero últimamente la culpa no me dejaba seguir en paz. No podía dormir tranquila, estaba a la defensiva, siempre he sido un alma rebelde, pero de un tiempo para acá todos pagaban por lo que sentía y no debía sentir.

Me odiaba por tener estos sentimientos impuros, sucios, aberrantes.

Aunque mi madre era una fiel devota y creyente de la iglesia católica y nos enseñó a orar yo no podía ser tan hipócrita cuando llevaba una vida pecaminosa que le hubiera dado pena al pobre padre que esperaba mi certera confesión, aunque de mis vicios y demás no le iba a decir nada, ya tenía suficiente con la culpa que llevaba encima. Eran mis sentimientos los que estaban ahora mismo atormentándome por dentro.

—Perdóneme padre, he pecado —musité. Me encontraba de rodillas frente al sacerdote, al que conocía desde niña y se sentía raro decirle estas cosas en este momento cuando también conocía a mis padres y hermanos.

—¿Cuál es tu pecado?

—Mi pecado es haberme enamorado —el padre soltó una risita que me dijo le provocaba diversión mi confesión, que quizá le resultó inocente aquello que dije, pero de inocente no tenía nada.

—Hija mía, el amor no es un pecado ni mucho menos. Todo lo contrario —sostenía el rosario que me regaló mi madre hace algunos años cuando todavía era un alma pura y casta. De eso ya no tenía nada.

—Padre, me he enamorado de mi medio hermano. Soy una pecadora —solté un sollozo cubriéndome la boca con vergüenza. Decir estas palabras en voz alta a alguien que no fuera mi mejor amiga me aterraba, me provocaba querer vomitar.

El padre giró la cabeza unos grados para verme, soltó un suspiro y apretó los labios. Creo que mi confesión lo dejó sin palabras.

Mi ropa estaba salpicada por el agua de la lluvia que arreciaba afuera. El día estaba lluvioso, nublado, el aire golpeaba los árboles, las ventanas de la iglesia donde se encontraban algunos feligreses.

—¿Ese amor es correspondido? —negué de inmediato.

—Sí lo es padre, lo es —continuaba llorando desconsolada —. No sé qué hacer para sacarme este amor que me quema el pecho, me mata cada día. Tengo pensamientos impuros que no deberían estar ahí, me odio tanto por sentir esto, pero en mi defensa debo decir que se me mintió desde que era una niña. No sabía que aquel joven que veía como mi hermanastro era en realidad mi medio hermano y no culpo a mi madre por pecar, me culpo a mí por ser tan débil —apoyé las manos en la madera —. Ayúdeme por favor, necesito ayuda.

—Hija, tienes que alejarte de ese hombre, es un pecado que sientas esto por alguien que lleva tu sangre, el mismo apellido. Debes encomendarte a Dios, orar para que te lleve a una salida. Dios siempre nos escucha cuando nuestras plegarias son sinceras, de corazón —asentí.

—¿Me voy a ir al infierno? —guardó silencio unos segundos.

—Si enderezas tu camino y te arrepientes de tus pecados no irás al infierno. Tienes que orar hija, orar mucho. Alejarte de la tentación, no sucumbir al pecado.

—Sí padre, lo haré —musité —. ¿Cuál es mi penitencia?

—Tres padres nuestros y un Ave María. Antes de irte a dormir habla con nuestro señor, pídele que ilumine tu camino para que encuentres la respuesta que tanto estás buscando —asentí de nuevo —. Ve con Dios, hija —hizo la señal de la cruz y me puse de pie para salir del confesionario e ir a las bancas a cumplir mi penitencia.

Cuando terminé de rezar salí de la iglesia para regresar a casa. Paolo se acercó con el paraguas abierto para que no me mojara, me abrió la puerta y entré al coche. El hombre entró del lado del piloto y cerró el paraguas para dejarlo en el suelo del coche. Acomodó el espejo retrovisor a la vez que me sacudía al agua que salpicó mi ropa.

—¿Todo bien señorita, Eileen? —preguntó.

—Sí, Paolo, llévame a casa por favor.

No quería regresar a casa, pero por ahora era el único lugar al que podía ir, si por mí fuera dormiría en la calle, pero para mi madre eso se vería mal y tenía que guardar las apariencias.

El pecado estaba bajo mi techo, la tentación a unos metros de mi recámara, no sabía como iba a poder soportar todo esto sin sucumbir al pecado.

Diosito, líbrame del pecado por favor.

No sé en qué momento llegamos a la casa, pero cuando me di cuenta sentí el empujón del auto a la vez que Paolo se detuvo y apagó el motor. Parpadeé y miré a través de la ventana.

—Sé que no es de mi incumbencia y que solo soy un empleado en esta casa, pero no la veo bien, señorita —giré la cabeza y miré a Paolo a través del espejo retrovisor.

No dije nada, solo abrí la puerta y bajé del auto.

—¡Espere! —le escuché decir. Cerré la puerta y dejé que la lluvia lavara este sentimiento agobiador que me estaba quemando por dentro —. Señorita, Lyn...—Paolo llegó frente a mí y abrió el paraguas para protegerme de la lluvia, pero mi ropa ya estaba empapada por los pocos segundos que pasé bajo la lluvia —. Está llorando —subió una mano a mi mejilla y apartó las gotas con su dedo.

—Es la lluvia —musité. Paolo negó con la cabeza —. Estoy bien.

—No es cierto, no lo está y no mienta —tragué saliva y le miré a los ojos —. No se mienta —apuntó con un dedo justo donde latía mi corazón —. Le hace daño engañarse de esa manera, mentirse nunca va a solucionar nada —me mordí el labio.

La ropa se me pegaba a la piel, tenía frío, los dientes me castañeaban, sentía los pelos de punta.

—¿Por qué me dices esto?

—Le tengo aprecio a usted y a su familia —sonrió. Aquella sonrisa que tiró de sus labios provocó que un hoyuelo se formara en su mejilla derecha.

—Gracias, Paolo, por todo —sin pensarlo lo abracé como si fuéramos grandes amigos cuando la verdad es que apenas habíamos hablado y no es porque fuera el chofer, yo estaba metida en tantos problemas que jamás me fijé en que Paolo pudo ser un gran amigo.

Nos separamos y me alejé, pero me detuve una fracción de segundo cuando vi a Dante bajo el umbral de la puerta. Le echó una mirada de odio a Paolo quien seguía bajo el paraguas.

—¿Qué demonios se supone que haces?

—No te metas —pasé a su lado con la intención de entrar a la casa, pero Dante me cogió del brazo deteniendo mi andar —. ¡Suéltame, imbécil!

—¿¡Qué estabas haciendo!? —di un paso atrás para encararlo.

—No te importa y deja a Paolo en paz —bufó. Miró de nuevo a Paolo que no se había movido de donde estaba y dio un paso atrás cuando Dante me soltó y caminó furioso en su dirección —. ¡No hagas nada! —grité —. ¡Dante! —me adelanté y lo cogí de la camisa, con una zancada quedé frente a él. A escasos centímetros de Paolo que no sabía qué hacer.

—No le vuelvas a poner la mano encima —le advirtió con un dedo.

—¡Déjalo! —lo empujaba lejos de Paolo —. ¡Eres una bestia! —golpeé su pecho con los puños —. Paolo, vete —lo miré y este asintió con la cabeza.

—¡Te largas de la casa! ¡No te quiero volver a ver!

—¡Cierra la maldita boca! —la lluvia golpeaba furiosa mi rostro y tenía que apretar los ojos —. Tú duermes con Jenna y hacen el amor, ¿y te enojas porque Paolo me abraza? ¿Te das cuenta de lo ridículo que te ves? —me miró con furia.

—Lyn...—su pecho subía y bajaba. La lluvia mojaba su ropa, provocando que su camisa se pegara a su piel.

—Idiota —espeté y pasé a su lado —. Imbécil —escupí y pasé a su lado entrando a la casa donde Jenna esperaba. Se veía sorprendida y decepcionada.

—¿Qué está pasando? —se abrazó.

—Que te importa —le respondí, desquitando con ella mi sentir.

—¡No le hables así! —me gritó Dante. Giré y apreté los puños.

—Tú mejor cierra la boca, Dante. No te conviene que yo hable —dije seria. En ningún momento se amedrentó, sabía que si él se hundía yo lo hacía a su lado.

—A ti no te conviene hablar. Solo deja a Jenna en paz, ella no tiene la culpa de nada.

—¡No, claro que no tiene la culpa de nada! Jenna solo es una víctima.

—¡Cierra la boca! —la pobre Jenna nos miraba sin saber a quién mirar o si dejar que nos matáramos a insultos y palabras hirientes.

—¿Sabes que sería lo mejor para todos? Que me vaya —extendí los brazos —. Que los deje en paz a todos ustedes.

—Sí, es lo mejor que puedes hacer, irte —musitó. Apretó la mandíbula y yo sentí que me daban una puñalada justo en el corazón.

—Te voy a tomar la palabra —pasé saliva y evité llorar a toda costa. No le iba a dar el gusto de verme llorar por él —. Me voy a ir y te voy a dejar en paz para que seas feliz.

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