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19. Alicia - "Muerte y destrucción"


Las palabras de Carlos siguen revoloteando por mi mente. No hago más que merodear de un lado a otro en el pasillo exterior a su celda-habitación, mientras medito en silencio acerca de la poco creíble decisión de mi exprometido.

¿Realmente quiere ser uno de nosotros o es una sucia trampa para inmiscuirse en el mundo de los rebeldes y luego traicionarlos?

Aunque quisiera, no podría volver a confiar en él. Pude haberlo perdonado, pero eso no bastará para creer en sus palabras. Si bien me haría muy feliz que Carlos decidiera alejarse de su vida como futuro gobernador, debo ser objetiva y tomar en cuenta el mundo en el que ha crecido. Nos criamos en entornos similares, pero con influencias del todo diferentes.

Carlos creció bajo la influencia directa de la gobernación. Tal como a mí, se le enseñó desde pequeño a respetar y creer en la doctrina arkana, pero él no tuvo a alguien como Marta para mostrarle el buen camino. Por desgracia, Carlos creció entre influencias negativas sin nadie que le brindara una positiva; y por ese motivo no logro creer en su elección.

De ser cierto que quiere volverse un rebelde, nos dará una gran sorpresa a todos.

Observo una vez más la ventanilla de la puerta de la habitación en la que está encerrado. La curiosidad me empuja hacia ella para saber qué está haciendo.

Me aproximo lentamente hacia el cristal. Con un ojo apenas asomado por el borde de la ventanilla, lo miro sentado sobre la cama de la habitación. Tiene los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza gacha. Su pecho se infla y desinfla con demasiada rapidez; lo conozco demasiado bien para saber que así respira cada vez que tiene miedo.

De inmediato recuerdo aquellos años en los que él era un tierno y vulnerable chico que lloraba sobre mi hombro y me pedía que lo abrazara como a un niño pequeño. Solía acariciar su rostro empapado de lágrimas e iluminado por la luna artificial hasta que ambos caíamos dormidos.

En el fondo, aunque quisiera negarlo, una parte de mí desea con todas sus fuerzas que aquel Carlos regrese.

El sonido de una sirena llena el pasillo y me obliga a desviar la mirada. Las luces de lo alto cambian de blanco a rojo, lo que por obviedad significa peligro. Vuelvo a mirar hacia el interior de la celda-habitación y descubro que Carlos se ha acercado a la ventana. No puedo oír lo que me dice del otro lado, pero sí veo en su rostro que está tan asustado como yo.

Alerta: hemos entrado en estado de emergencia —anuncia de repente una voz desde unos parlantes de lo alto—. No abandonen el recinto hasta que se los indiquemos. Repito: hemos entrado en estado de...

Le indico a Carlos que me espere y corro hacia el principio del pasillo, en donde me encuentro con uno de los eternos armados que me trajeron aquí para ver a mi exprometido. El eterno tiene los dedos presionados sobre un auricular de su oído derecho y los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué está pasando? —le pregunto lo más alto que puedo para hacerme oír por sobre la sirena.

—¡Los newtópicos están aquí! —grita él sin despegar los dedos del auricular.

Mierda.

Mi latido se acelera de golpe. Que los newtópicos estén aquí significa que están dispuestos a violar los acuerdos y que la guerra ha iniciado antes de lo previsto. Sabía que este momento llegaría, pero no esperaba que fuese tan pronto.

—¿Qué debemos hacer? —le pregunto al eterno cerca de su oído.

—¡Debemos quedarnos aquí! —vocifera en respuesta—. ¡Aquí estaremos a salvo!

No puedo quedarme. No con los que quiero corriendo peligro en la superficie.

Necesito subir y asegurarme de que estén a salvo.

—¡Debo regresar arriba! —exclamo. La sirena y la voz son cada vez más audibles.

—¡Imposible! —niega el eterno—. ¡Todos debemos refugiarnos y quedarnos en las zonas subterráneas!

—¡Déjame pasar! —le exijo exasperada. No hay tiempo para ser gentil.

El eterno me apunta su arma, lo que me obliga a retroceder.

—¡Te vas a quedar aquí y no harás nada estúpido hasta que acabe el estado de emergencia! —Se indigna tanto como yo.

Levanto las manos en señal de rendición. Estoy tan desesperada por volver a la superficie que se me forma un nudo en el estómago.

Las puertas del ascensor se abren de repente, y veo a un grupo de pueblerinos en su interior. El guardia eterno voltea la mirada sin dejar de apuntarme su arma.

—¡Vayan al fondo del pasillo y guarden la calma! —les grita a los pueblerinos—. ¡Todo estará bien!

Aprovecho su descuido para golpear su muñeca y hacerlo soltar el arma, tal como me enseñaron hace años durante mi entrenamiento con el Cuerpo de Protección. Antes de que el eterno logre reaccionar, me arrojo de inmediato al suelo para recoger su arma y apuntársela.

Ahora es él quien levanta los brazos.

—¡Voy a salir de aquí y no podrá impedirlo! —le grito—. ¡Vaya al fondo de la habitación junto a los pueblerinos!

El eterno se limita a mirarme con desprecio y encaminarse junto a los demás al fondo de la habitación, en donde se hallan Carlos y William encerrados. Los pueblerinos me miran con miedo y avanzan a paso rápido por el pasillo. Mi osada hazaña tendrá repercusiones cuando esto acabe, pero no me importa.

Tengo que encontrar a Aaron, Max y los demás.

Ingreso en el elevador y presiono el indicador de la primera planta. Las puertas se cierran y llego en un santiamén a la superficie.

Las puertas se abren y soy aplastada contra la pared del elevador. La habitación está totalmente repleta de gente que lucha desesperada por bajar a la zona subterránea de la penitenciaría para mantenerse a salvo.

Hago camino entre ellos en dirección a la salida. Recibo algunos tirones, manotazos y codazos en el proceso. La gente a mi alrededor está tan asustada que mi miedo aumenta con cada metro que avanzo.

Llego al pasillo principal de la penitenciaría. Hay más gente ingresando en el lugar, pero todas se concentran al fondo de la habitación. Veo mujeres y niños llorando y hombres tan desesperados por salvar a sus seres queridos que se me parte el corazón.

A pesar del miedo, sigo avanzando hacia la salida. Puede que esté yendo hacia una muerte segura, pero la fuerza de convicción es más fuerte que el temor en este momento.

Logro salir de la penitenciaría. En el exterior veo eternos corriendo de un lado a otro, mientras que los encargados de la seguridad les señalan hacia dónde ir.

Entre ellos encuentro a Daniel.

—¡Daniel! —lo llamo y corro en su dirección—. ¿Has visto a Aaron, Max y los demás? —le pregunto apenas lo alcanzo.

—Aaron, Danira, David e Ibrahim están en el refugio subterráneo de la escuela —responde él con rapidez—. No he visto ni sabido sobre Max, Kora o Isabel.

El miedo carcome mis entrañas. Pensar que alguna de las personas que quiero está en peligro me aterra sobremanera.

—Alicia, ve a la escuela con los demás —me ordena Daniel—. Las aeronaves bombarderas están muy cerca de aquí. Puede que Max y las chicas ya estén bajo la escuela, así que debes ponerte a salvo junto a ellos.

Por un momento, pienso en ir a la escuela para ver si Max está ahí, pero veo a mi alrededor y descubro que mi lugar está aquí con los adultos asustados y los niños llorando. Algunos eternos están tan desorientados que quedan totalmente paralizados y no hacen más que mirar el cielo, quizás esperando el momento en que las aeronaves lleguen y destruyan los hogares que con tanto amor han forjado. Tengo que ayudarles a encontrar la salvación.

—¡Te ayudaré con la gente! —le vocifero a Daniel. Al menos así tendré oportunidad de ver si aparecen aquellos que quiero.

Y entre los que quiero, está también Ariel. Aunque todavía me cueste asimilar que es mi padre, le he ganado un cariño inmenso. Necesito asegurarme de que ingrese a los refugios subterráneos. Si soy tan parecida a él como creo, sé que ninguno de los dos descenderemos hasta que no quede alma alguna en la superficie.

Daniel y yo conducimos a los eternos hacia los refugios. Él me explica que todos los servicios e instituciones públicas del pueblo tienen elevadores que conducen a las zonas subterráneas. Hay todo un mundo bajo Eternidad, y no puedo sentirme más que aliviada al respecto. Resulta irónico pensar que hace minutos me sentía decepcionada de que la superficie no fuese más que una fachada.

Avanzo junto a Daniel hacia el centro del pueblo. Veo a la distancia a Ariel y lo llamo tan fuerte como puedo. La sirena y la voz que anuncia el estado de emergencia no dejan de resonar.

—¡Alicia! —me grita Ariel mientras corre en mi dirección.

Ambos nos abrazamos al alcanzarnos. No hay tiempo para sentir vergüenza sobre ello.

—¿Estás bien? —me pregunta Ariel en voz alta.

—Lo estoy —respondo—. ¿Has visto a Max?

—¡Alicia! —Oigo a mis espaldas antes de que Ariel pueda responder.

Me doy la vuelta y descubro a Max corriendo en mi dirección. Al alcanzarme, me da un abrazo tan fuerte que parece disipar la ira y decepción que sentí tras nuestra discusión.

—Perdóname por cómo te traté —ruega Max sobre mi hombro—. No sé qué me está pasando últimamente, te prometo que...

—No es momento para hablar de ello. —Me separo y le sonrío, pero retorno de inmediato a la seriedad—. Tenemos que hacer que todos vayan a los refugios.

—Y por actitudes como estas es que te amo. —Él sonríe y regresa de golpe a la seriedad, tal como yo—. Andando.

Los dos nos movemos junto a Ariel y los demás en el centro del pueblo. Les indicamos a los eternos qué caminos tomar. Con algunos resulta más difícil, pues están tan confundidos y desorientados que no hacen más que correr despavoridamente sin rumbo fijo. Todo el pueblo es un caos en este momento. Pensé que los eternos estarían más preparados para enfrentar un peligro como este, pero ya veo que la mayor parte de los pueblerinos no están listos para lidiar con una guerra.

Me acerco a una mujer de avanzada edad que tiene la mirada fija en el horizonte.

—Señora, tiene que refugiarse. —Tomo su brazo izquierdo con suavidad.

Ella ni siquiera mira en mi dirección, solo mantiene la mirada fija en el cielo y lo apunta con una mano. Desvío la mirada hacia donde ella está apuntando y descubro que una enorme aeronave se acerca al pueblo desde las alturas. Es diez veces más grande que cualquier aeronave que haya visto en Arkos. No logro verla a la perfección entre la oscuridad, pero la luz de luna y las propias luces de la nave me permiten dimensionar su peligroso tamaño.

Todos a mi alrededor desvían la mirada hacia la inmensa aeronave que se acerca a la distancia. Aún falta mucho para que sobrevuele nuestro espacio aéreo, así que no todo está perdido por ahora. Tenemos algo de tiempo para llevar a la gente a los refugios.

—¡Corra a refugiarse! —le grito a la señora, al borde de la desesperación.

La mujer obedece. Corre como puede hacia la municipalidad en compañía de uno de los eternos encargados de la seguridad de los pueblerinos.

Busco a Ariel por el centro de la ciudad. Apenas lo veo corro en su dirección.

—Esa aeronave es muchísimo más grande que cualquiera que haya visto antes —le digo—. ¿Qué tan destructivas son sus bombas?

Ariel concentra la mirada en la aeronave antes de responder.

—Digamos que, de dejar caer un proyectil, no quedarían ni escombros de lo que fue Eternidad —responde con sinceridad. Un miedo voraz me invade—. Pero no te preocupes: los nuestros han de estar llegando.

—¿Los nuestros?

—Justamente acaban de llegar. —Ariel sonríe y apunta hacia el cielo en una dirección cercana a la aeronave enemiga.

Sigo su mano y veo cinco aeronaves un poco más pequeñas que la enorme nave de los newtópicos, pero que vuelan con mucha mayor velocidad. No les toma mucho tiempo alcanzar la imponente nave de los enemigos y dispararle hasta destruirla, provocando una sorprendente explosión que ilumina todo a nuestro alrededor y genera un fuerte estruendo. Los restos de la nave caen sobre los bosques cercanos al pueblo, lo suficientemente lejos para no herir a nadie.

Todos los presentes en el centro del pueblo gritamos como celebración.

—¡No podrán con nosotros! —grita Ariel a viva voz—. ¡Arriba Eternidad!

—¡Arriba Eternidad! —gritamos los demás.

Nuestra felicidad no dura por mucho, porque de la nada oímos el sonido de disparos cerca de donde nos encontramos. Todos guardamos silencio y nos ponemos expectantes. Tomo el arma que le arrebaté al eterno en la penitenciaría subterránea y la mantengo lista para disparar de ser necesario.

—¿Qué está pasando? —le pregunto a Max, Ariel o quien sea que pueda responder, pero nadie parece tener una respuesta.

Los causantes de los disparos aparecen a la distancia: son hombres vestidos de negro con armas gigantescas en mano.

—¡Newtópicos! —anuncia Ariel a todo pulmón—. ¡Ataquen!

Max, Ariel, los guardias de Eternidad y yo disparamos contra los newtópicos. Las balas llueven de un lado a otro y el miedo me hace temblar las manos, pero me esmero en mantener la pistola fija hacia los enemigos. Todavía me cuesta un poco disparar, porque no he tenido más entrenamiento que el que me dieron los protectores cuando era la futura esposa de un gobernador y el que me otorgaron los rebeldes de Amanecer mientras me preparaba para el viaje a Sudamérica. En todo el mes que llevo en Eternidad, no había tenido oportunidad de disparar un arma hasta ahora.

—¡Alicia, por aquí! —Max me arrastra de un brazo y me lleva detrás de una de las esculturas del centro del pueblo, la que nos cubre de las balas que vuelan en nuestra dirección. Ariel también está junto a nosotros tras la escultura junto a una eterna encargada de la seguridad que no deja de dispararle a los newtópicos.

—¿Estás bien? —me pregunta Max, agitado.

Asiento como respuesta, incapaz de articular palabra.

—No es momento de tener miedo —me aconseja. Su voz me entrega cierta calma y valentía.

Vuelvo a asentir, ahora atreviéndome a asomar la cabeza unos centímetros para tener una visión de los enemigos. Ellos se acercan cada vez más a nosotros, pero algunos caen muertos. No solo ellos caen: muchos eternos están muriendo. El ataque en tierra nos tomó completamente por sorpresa.

Me armo de valor y disparo contra los newtópicos, ocultándome una y otra vez tras la escultura para no recibir disparos. Logro darle en una pierna a un newtópico. Siento una profunda e inevitable satisfacción, y una gran desilusión por no haber atinado en un lugar más letal. El mismo hombre al que le acabo de disparar mató a una eterna sin siquiera detenerse a pensarlo, por lo que no merece piedad alguna.

Hay una considerable cantidad de cuerpos caídos en el centro del pueblo. Me concentro en dispararles a los newtópicos y no mirar demasiado tiempo a los muertos. Muchas vidas se están perdiendo en este momento. No fuimos lo suficientemente rápidos para resguardarlos a todos.

Nuevas aeronaves newtópicas aparecen en el cielo, así como también naves de los eternos que vienen desde los cuarteles de las montañas. Hay una batalla tanto en las alturas como en tierra. Por suerte, las aeronaves eternas no le están dando la posibilidad a las newtópicas de ingresar en el espacio aéreo del pueblo, así que aún tenemos la posibilidad de mantener las infraestructuras a salvo.

La gente, sin embargo, está siendo disparada por los hombres de negro que parecen aumentar en número a cada segundo.

Mientras dispara, Ariel lleva una mano a su auricular y grita una y otra vez que se necesitan refuerzos en tierra. En cuestión de minutos llegan nuevos guardias eternos desde los refugios para enfrentarse a los newtópicos armados.

Mi arma acaba de quedar sin balas, pero logré atinarle justo en el pecho a un newtópico. La satisfacción crece y crece en mis adentros, tanto que aterro de mí misma. Hasta hace unas semanas, me habría costado herir a otra persona. Ahora, en cambio, se trata de matar o ser matados. Finalmente entiendo que no hay espacio para la moral en medio de una guerra.

Cuando por fin parece que estamos controlando a los newtópicos que invaden el centro del pueblo, pequeñas aeronaves se internan con rapidez en el espacio aéreo de Eternidad. Son tan diminutas como un aeromóvil, por lo que vuelan con mayor velocidad que las imponentes aeronaves que están luchando en las alturas cerca del pueblo.

—¡Han ingresado aerolletas en nuestro espacio áereo! —anuncia Ariel con un dedo en su auricular—. ¡Avisen a las unidades aéreas!

De un segundo a otro, las "aerolletas" disparan proyectiles contra las construcciones del pueblo. Se concentran primero en destruir las zonas más alejadas del centro. No puedo ver desde aquí el nivel de destrucción que están provocando, pero sí veo llamas que tiñen el cielo nocturno a la lejanía. Los proyectiles de las pequeñas aeronaves son más destructivos de lo que esperaba.

—¡Van a destruirlo todo! —le grito alarmada a Ariel—. ¡Debemos hacer algo!

Él no me responde, solo se limita a gritar instrucciones en su auricular y disparar cada vez que puede, hasta que también se queda sin balas.

Las cosas se salen tanto de control que estoy perdiendo las esperanzas de resultar ilesa. En minutos las aerolletas atacarán las instituciones en las que se concentran los elevadores que conducen a las zonas subterráneas, y ya no tendremos dónde escondernos en caso de que no podamos seguir dando batalla.

Por suerte, una nueva señal de esperanza aparece en el cielo a la distancia: aerolletas de los eternos. Estas les disparan a las aerolletas de los newtópicos para destruirlas, y tanto en el espacio aéreo del pueblo como en el de los bosques se arma una guerra de proyectiles aéreos.

Ahora, toda Eternidad está batallando.

Entretanto, un grito de una voz familiar me obliga a darme la vuelta: se trata de Kora.

—¡Ayuda! —grita ella. Se oye desesperada—. ¡Ayuda!

Kora esquiva las balas lo mejor que puede y se une a Max, Ariel y yo tras la escultura. Su rostro está empapado de lágrimas y su respiración es jadeante. La tomo de los brazos para intentar calmarla, pero resulta imposible.

—¿Qué pasó? —le pregunta Max. Percibo miedo en su voz.

—Isabel —responde Kora en voz entrecortada—. Le dispararon... se está... desangrando...

Sus palabras son interrumpidas por el llanto. Entiendo su pánico: el amor de su vida está al borde de la muerte.

—¿Dónde está ella? —le pregunto lo más rápido que puedo.

—Detrás de la escuela —contesta Kora, ahora con más fluidez—. No pude cargarla hasta aquí. ¡Deben ayudarme!

Max y yo nos miramos. Le ruego con la mirada. Tenemos que hacer algo.

—Yo las cubriré —anuncia él—. Andando.

Le doy un fuerte abrazo a Ariel antes de partir. Él me mira y asiente sin articular palabra; no necesitamos decirlas ahora. Nuestras miradas bastan para expresar el amor fraternal entre padre e hija que se ha formado entre nosotros sin siquiera darnos cuenta.

Max, Kora y yo nos encaminamos hacia la parte trasera de la escuela por las mismas calles que atravesó Kora para venir aquí. Nos escondemos en cada esquina y comprobamos minuciosamente que no haya nadie alrededor antes de avanzar. Ya no hay newtópicos en estas calles, porque todos se están concentrando en la plaza del pueblo. Sin embargo, en cualquier momento podrían aparecer unos cuantos. Tenemos que ser rápidos.

En el trayecto, más calmada que antes, Kora nos cuenta lo que sucedió: ella e Isabel estaban juntas en los campos cercanos al pueblo. Cuando escucharon el estruendo de las sirenas, corrieron de regreso y, en el camino situado tras la escuela, se toparon con dos newtópicos que les dispararon. Kora llevaba un arma en su cinturón con la que logró acabar con el par de newtópicos, pero no lo suficientemente rápido para evitar que Isabel resultase disparada.

Llegamos a la parte trasera de la escuela sin inconvenientes. Encontramos a Isabel recostada en el suelo con las manos en su estómago, las que han de presionar las heridas de las balas que le profirieron los newtópicos.

Max, Kora y yo nos agachamos junto a Isabel. Ella respira entre jadeos; puedo notar que está luchando por mantenerse despierta. Ha perdido demasiada sangre.

—¿Puedes hablar? —le pregunto, pero no obtengo respuesta.

—Debemos llevarla al interior de la escuela cuanto antes —farfulla Max—. Tenemos que llegar al refugio subterráneo.

Asiento. Aunque me apena no regresar junto a los demás eternos en el centro del pueblo, todo lo que quiero en este momento es estar junto Aaron y mantenerme a salvo. No puedo arriesgarme más de lo que ya me he arriesgado.

—Yo la alzaré de los brazos —dice Max—. Kora, tú levántala de la espalda y Alicia de las piernas.

Nos disponemos a levantarla con el mayor cuidado que podemos. A solo unos centímetros de alejarla del suelo, dos aerolletas aparecen en las alturas y disparan a nuestro alrededor.

Están destruyendo la escuela.

Ya no podremos ingresar a las zonas subterráneas desde ahí.

Volvemos a dejar a Isabel en el suelo. Todos nos agachamos en torno a ella para protegerla de los escombros que están volando a nuestro alrededor. Tanto Max como Kora y yo hemos entrado en pánico; Isabel solo resopla y resopla, luchando por respirar todo el aire que puede.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —grita Max—. ¡Nos matarán!

Hay mucho fuego a nuestro alrededor. Los escombros que caen sobre la tierra producen enormes nubarrones que nos esconden de las aerolletas, lo que evita que nos disparen directamente por ahora.

Max y yo nos ponemos de pie. Él turna la mirada entre Isabel y yo. Sabe que no podremos salvarnos con ella a rastras.

Lamentablemente, tenemos que dejarla.

—A la cuenta de tres —me dice—. Uno, dos...

A las tres, ambos agarramos a Kora de los brazos y la arrastramos lejos de Isabel y de las llamas. Kora se retuerce tanto que apenas logramos mantenernos en pie.

—¡Tenemos que irnos, Kora! —vocifera Max entre sollozos—. ¡No podemos salvarla!

—¡No iré a ninguna parte! —exclama Kora en una mezcla de ira y sufrimiento—. ¡No la dejaré!

—Kora, por favor —le ruego al oído, también entre lágrimas—. Vive por ella.

—¡No, no, no! —repite Kora mientras se debate de nuestro agarre.

Se resiste hasta que logra liberarse y correr de regreso a Isabel. Al mismo tiempo, entre los nubarrones, veo las luces de una aerolleta que vuela justo sobre ellas.

—¡Kora! —le grita Max.

—¡Vuelve aquí! —le grito yo.

Kora turna la mirada entre su novia, la aerolleta de las alturas y nosotros. Nos sonríe, se despide con una mano y se agacha junto a Isabel para besarla.

La aerolleta dispara un proyectil justo sobre ellas.

Kora e Isabel se desintegran.

—¡No! —grito hasta desgarrar mi garganta. Max me abraza para evitar que corra hacia donde solían estar ellas; él llora con la misma intensidad que yo.

—Debemos irnos —me dice entre lágrimas—. Debemos irnos...

Asiento como puedo y me doy la vuelta junto a él. Las lágrimas, el humo y el polvo apenas me permiten ver. Busco con la mirada algún espacio entre las llamas y escombros, pero estamos totalmente rodeados. Aún se mantiene en pie una parte de la escuela, pero pronto se derrumbará sobre nosotros o seremos desintegrados como Kora e Isabel.

—¡No hay hacia dónde huir! —le advierto a Max, totalmente desesperada.

Él no dice nada, solo se limita a llorar y abrazarme con fuerza. Ambos parecemos estar conscientes de que es nuestro fin.

—Te amo —susurra finalmente sobre mi oído—. Te amo.

—También te amo —le digo entre jadeos—. También te amo.

Es lo último que nos decimos antes de que la escuela se derrumbe sobre nosotros y un impacto en la cabeza me lleve a la inconsciencia.




* * * *


Los amo, no lo olviden. :(

Nos vemos en el próximo. —Matt.

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