10. Aaron - "La aldea en las montañas"
Me cuesta entender lo que sucede. Todo lo que veo es un edificio que parece de acero alzándose a la distancia, encapuchados armados en los alrededores e Ibrahim a mi lado con su arma en manos. A unos metros de nosotros, hay un encapuchado caído.
Al advertir lo que sucede, desenfundo mi arma con rapidez y la apunto hacia los encapuchados que secuestraron a mis amigos.
—¡No disparen! —pide una voz familiar desde el frente.
Entorno la mirada entre la oscuridad y vislumbro a Alicia. Ella está a salvo; Max también.
—¿Alicia? —Alzo la voz para que pueda oírme. Ella asiente.
—Ellos no son el enemigo —vocifera—. Bajen sus armas.
Obedezco al instante. Si ella dice que no lo son, ha de ser cierto. Ibrahim, a diferencia mía, mantiene su arma apuntada de un lado a otro.
—¡Te han presionado a decir eso! —le grita a Alicia—. ¡Dejen ir a los nuestros! —pide a los encapuchados.
Alicia y Max corren en nuestra dirección, interponiéndose entre los encapuchados, Ibrahim y yo.
—¡Ellos son rebeldes! —afirma Max al alcanzarnos—. ¡No nos harán daño!
Ibrahim me ve sin bajar su arma. Veo miedo y confusión en su mirada.
—Bájala —le pido con voz suplicante—. Por favor, bájala.
Él lo hace. Le llevo una mano al hombro como agradecimiento. Por su expresión abatida, sé que no quería dispararle a ese encapuchado. Tal como me ha pasado a mí, el pánico y la desesperación le han jugado una mala pasada.
—Díganme qué mierda está pasando —pide Ibrahim a Alicia y Max.
Antes de que ellos puedan responder, los encapuchados aprovechan que Ibrahim bajó la guardia y corren en nuestra dirección. Someten a Ibrahim tan rápido que no le da el tiempo de volver a apuntar su arma.
—¡Déjenlo! —grito.
Intento ayudarlo, pero Max y Alicia me retienen.
—Aaron, tienes que calmarte —dice Max—. Estamos de su lado ahora.
Quiero preguntarle a qué se refiere, pero no puedo pensar en nada excepto lo que harán los encapuchados con Ibrahim. Lo llevan a rastras hacia el edificio, mientras él grita con todas sus fuerzas y se retuerce para intentar liberarse. Al ver que opone demasiada resistencia, un encapuchado le golpea la cabeza con el pomo de su arma.
Como puedo me aparto de mis amigos y corro en dirección del encapuchado que golpeó y dejó inconsciente a Ibrahim. La ira no me permite entrar en razón.
Me lanzo contra el encapuchado y lo hago caer al suelo. Intento golpearlo, pero otros encapuchados me agarran de los brazos y me impiden hacerlo.
—¡Suéltenme! —exijo—. ¡No pueden golpearlo así!
—Él le disparó a uno de los nuestros —replica un encapuchado—. ¡Podemos hacerle lo que nos venga en gana!
Los encapuchados me arrastran hacia el edificio junto a Ibrahim. Y como me resisto tanto como él, un golpe en la cabeza me reduce a la inconsciencia.
* * * *
Sueño con David. Corremos por un prado que se extiende hasta donde no alcanza la vista. Mariposas reales y de múltiples colores vuelan por todas partes, y una bandada de aves blancas nos sobrevuela en las alturas. Nos movemos a toda velocidad entre risas, miradas y gritos de júbilo.
Cuando no podemos más del cansancio, nos empujamos y arrojamos al césped como si fuéramos niños jugando en un parque. Mis costillas arden por la risa. Me siento feliz, de un modo que nunca creo haber sentido. En realidad, me siento seguro. No sé en dónde estamos, pero definitivamente es un lugar lejano a Arkos, las ciudades en ruinas de Sudamérica y todo el peligro que envuelve a nuestro planeta.
David y yo estamos recostados a pocos centímetros de distancia. Observamos las nubes en el cielo, esponjosas cuan algodones de azúcar. Al voltear la mirada, descubro que David me ve con sus ojos hermosos y ardientes como el mismo sol sobre nosotros.
—Te amo —dice.
—Te amo —digo en respuesta.
Me dejo cautivar por la forma de su rostro. Siento como si hubieran pasado años desde la última vez que lo vi. Luce más hermoso ahora; igual de sano que el día que lo conocí. Ya no hay un virus que amenaza con matarlo. No hay protectores que desean eliminar su esencia o arrebatármelo para siempre.
—Gracias —susurra David. Su sonrisa permanece intacta.
—¿Por qué? —pregunto.
—Por no dejarme.
—¿Dejar...?
Me interrumpe un carraspeo en mi lado opuesto. Volteo la cabeza y veo a Ibrahim recostado junto a mí; quien, tal como David, me sonríe con ternura. Mientras lo veo, oigo a David toser. Me doy la vuelta otra vez y lo descubro vomitando sangre, palideciendo cada segundo más y adelgazando al extremo; todo en tiempo récord.
Entro en pánico. Me levanto y arrodillo junto a David para intentar ayudarlo, pero no hay nada que pueda hacer.
—Todo estará bien —dice Ibrahim a mis espaldas—. Me tienes a mí.
Quisiera insultarlo y pedirle que se calle, pero toda mi concentración recae en David. Su cuerpo se desintegra hasta convertirse en un simple esqueleto. Lloro, grito e intento despertar, pero no puedo lograrlo.
Junto al esqueleto de David, aparecen miles de otros esqueletos. Llenan por completo el prado. Horrorizado, me volteo y busco por Ibrahim, pero solo veo una osamenta en donde él estaba recostado.
Llevo mis manos a la cara para ahogar un nuevo grito y advierto que ya no tengo carne en ellas. Rápidamente, como los demás, me reduzco a huesos y muerte.
* * * *.
El sonido de aspas en movimiento interrumpe mi pesadilla. Respiro con dificultad, lanzo gritos ahogados y busco algo en lo cual agarrarme. Abro los ojos y veo a Alicia a un lado y a Max del otro. Ellos me piden que me calme, pero no puedo hacerlo. El horror del mal sueño sigue latente y mi corazón no reduce su frenética palpitación.
Después de un minuto de pánico y ojos empapados, miro alrededor y descubro que me hallo en un espacio cerrado y en movimiento. Veo una cabina, ventanas en el frente y un cielo azul más allá de los cristales.
Si no me equivoco, estoy a bordo de un helicóptero.
Antes de entrar en pánico otra vez, Alicia se adelanta a hablar.
—Tranquilo, estamos a salvo —afirma.
—Vamos a un lugar seguro —agrega Max.
Los tres estamos sentados en el suelo de la parte trasera del helicóptero. El vértigo revuelve mi estómago. Nunca pensé que viajaría en una aeronave como esta, tan arcaica y ruidosa. Dirijo la vista al frente y veo a un encapuchado sentado junto al piloto de la nave.
—¿Qué está pasando? —pregunto en susurros a Alicia y Max—. ¿Por qué confían en estas personas? ¡Les dispararon dardos y los secuestraron!
—Prepárate y escucha —dice Alicia.
Entre ella y Max, me cuentan todo lo que pasó desde que despertaron en la prisión. Cuando Max habla de David, mi corazón vuelve a acelerarse. Me asegura que él está a salvo ahora, y que están curándolo en Constelación. Mis ansias por volver a verlo aumentan.
—¡Tenemos que ir por él! —exclamo—. ¡Debe estar asustado y confundido!
—Nos aseguraron que lo tratarán bien —afirma Alicia—. Cálmate y escucha lo demás.
Alicia me cuenta sobre su posible padre. Llevo una mano a la boca, asombrado. No obstante, mi mayor pasmo recae en la revelación de Eternidad y las advertencias sobre Amanecer. De ser ciertas, Adelaida tiene razón en algo...
No debo confiar en Amanecer.
—Aún no sabemos si Eternidad tiene motivos reales para desconfiar de Amanecer —susurra Alicia—, pero todo apunta a que sí.
—Los tiene —mascullo. Me arrepiento apenas lo digo.
—¿Por qué lo dices? —pregunta Max intrigado.
Guardo silencio. Alicia parece notar que sé algo que confirma la desconfianza de Eternidad, pero decido mantenerlo en secreto. Sé que me arrepentiré más adelante. De hablar sobre la nota de Adelaida, también tendré que revelar lo que dice sobre Michael... Y aún no estoy listo para hacerlo.
—Solo lo intuyo —miento—. ¿Adónde vamos? ¿Qué ha pasado con los demás? —pregunto para cambiar de tema.
—Vamos en camino a la aldea de Eternidad —responde una persona del frente: un eterno. A pesar del ruido que emite el helicóptero, escuchó mis preguntas—. Tus amigos van a bordo del helicóptero que vuela detrás del nuestro.
El hombre usa lentes de sol que me impiden ver sus ojos. Un recuerdo fugaz del momento que vi a David por primera vez acude a mi memoria. Aquella tarde aún se siente fresca, y al mismo tiempo, parece como si hubieran pasado años desde entonces.
Pero a la vez que recuerdo a David, pienso en Ibrahim. Me desespero y pregunto por él.
—Lo mantendrán encerrado en alguna parte de la aldea —cuenta Alicia acongojada—. Cometió un grave error y deberá pagar por él. Lo siento mucho.
—¡Pero él no sabía de quiénes se trataban los encapuchados! —arguyo en voz alta para que los eternos del frente puedan escucharme—. ¡Solo trataba de defendernos!
—No podemos tenerlo suelto por ahí en nuestra aldea —replica el eterno de lentes de sol—. Deberías agradecer que decidiéramos llevarlo y no dejarlo a su suerte en la ciudad en ruinas. Mejor, agradece a tus amigos. Fueron ellos quienes convencieron a Ariel de que traigamos al imbécil que por poco mató a uno de los nuestros.
—¿Quiere decir que el hombre al que Ibrahim disparó no está muerto? —pregunto esperanzado.
—No lo está, pero eso no evita que encerremos a tu amigo hasta que decidamos bien qué hacer con él —espeta el hombre. Siento alivio y temor a la vez.
No puedo permitir que le hagan daño a Ibrahim; no después de cuánto me protegió y contuvo en nuestro trayecto hasta la prisión. Encontré un gran amigo en él, y por la bella amistad que estamos forjando, tengo que hacer algo para salvarlo.
Después de la traumática experiencia en el centro comercial, ambos decidimos que lo mejor sería llegar a la prisión por la noche, y no dormir hasta encontrar un lugar seguro o sin osamentas por doquier. Atravesamos la ciudad a oscuras, y cuando alcanzamos los árboles cercanos a la prisión, creímos que no habría nadie alrededor. Con rapidez, intentamos correr a la entrada del enorme edificio frente a nosotros, pero apareció el eterno e Ibrahim disparó sin detenerse a pensar qué hacer.
Al recordar los hechos, recuerdo también cómo disparé al protector que abrió las puertas del contenedor hace días. En aquella ocasión, disparé motivado por la urgencia de proteger a David. Sentía quererlo demasiado para permitir que alguien le hiciera daño.
¿Habrá sentido lo mismo Ibrahim cuando disparó al eterno? ¿Habrá querido protegerme porque siente algo por mí?
Me regaño a mí mismo por pensar en tales posibilidades.
Tras unos cuantos minutos de vuelo, llegamos a las montañas en donde se supone están las dependencias reales de los eternos. Desde arriba, tanto la vista del mar como de la cordillera lucen sobrecogedoras. Ahora que estoy un poco más calmado, puedo disfrutar la belleza del mundo bajo el helicóptero. La nieve pinta de blanco las montañas más altas y lejanas, mientras que las más cercanas son tan verdes como los bosques que atravesé al salir del submarino que me trajo junto a los rebeldes a Sudamérica.
—Llegaremos en unos minutos —vocifera el eterno de lentes—. Prepárense.
A la distancia, en medio de un valle, veo el poblado de los eternos. Las casas de la aldea son pequeñas, pero hay tantas que perfectamente podría tratarse de una mini ciudad. Las construcciones me recuerdan a las del G. Sin embargo, a diferencia de las viviendas de dicho sector, las de los eternos lucen bien cuidadas, seguras y de buen material.
Al descender, el ruido del helicóptero aumenta. El eterno dijo hace minutos que este modelo no emite tanto ruido como los helicópteros de los siglos pasados, pero no es tan silencioso como una aeronave moderna. Me agarro a mi asiento en el descenso. Las veces que he volado en el pasado han sido en aeromóviles, nunca en algo de vuelo tan inestable.
El piloto desciende el helicóptero en lo que al parecer es el corazón del poblado. Hay gente reunida en el espacio abierto, tal vez aguardando por los que estamos a bordo de los helicópteros. Siento los mismos nervios que sentí antes de entrar al refugio de Amanecer. Por suerte, no fui expulsado por Ciro. Puede que tenga la oportunidad de volver. Pero si confirmo mis sospechas de que no debería confiar en Amanecer, solo volvería para ir por mi familia y llevarlos a cualquier lugar que no los involucre con el movimiento rebelde arkano.
El helicóptero aterriza. Llegó la hora de descender. Miro a Alicia antes de hacerlo. Ella toma mi mano y me sonríe con el cariño de siempre.
—Podremos con esto —me dice—. Sé que tomamos la decisión correcta.
—Te recuerdo que no tuve elección. —Sonrío—. Pero de haber podido escoger, habría venido contigo.
Alicia sonríe de vuelta. Me alegra contar con ella en esta etapa difícil de mi vida. A pesar de todos los obstáculos y adversidades, seguimos juntos en el camino hacia la libertad.
Llegó el momento de bajar. Los eternos son los primeros en hacerlo, seguidos de Alicia y Max. Dejando atrás el miedo, me encamino a la puerta del helicóptero y pego un salto sobre la tierra. Un centenar de rostros me observa en los alrededores: algunos curiosos, otros sonrientes, otros recelosos.
Una mujer de unos cuarenta y tantos años, piel blanca y cabello negro y rizado camina al frente entre los demás eternos.
—Sean bienvenidos —nos dice en una sonrisa a los recién llegados—. Soy Eira Moras, alcaldesa de Eternidad.
Intento devolver la sonrisa, pero la desconfianza no me permite hacerlo.
Pienso en Ibrahim y lo busco en los alrededores. No lo veo por ningún lado.
—¿Dónde está Ibrahim? —le pregunto a Kora, quien se ha parado junto a mí. El helicóptero que la trajo a ella y los demás aterrizó segundos después que el mío.
—Lo trajeron por la noche —responde en susurros—. Fue lo mejor para no alarmar a los demás eternos.
Tiene razón. De haber llegado con nosotros y ser conducido a donde sea que los eternos encierran a los castigados, los aldeanos se habrían alarmado.
Decido no pensar por ahora en Ibrahim y concentrarme en las personas frente a mí. Cuando Alicia me dijo que nos dirigíamos a una aldea en las montañas, esperaba que sus habitantes vistieran de forma más salvaje o descuidada. Para mi sorpresa, los aldeanos visten ropas corrientes que lucen similares a las de Arkos. Probablemente, tal como en mi país, ellos también realizan expediciones a otros lugares para traer objetos de utilidad y necesidad.
—Preséntense ante nosotros, por favor —pide la alcaldesa. Su sonrisa luce genuina, pero bien podría ser falsa. No debo confiar hasta sentirme seguro.
—Mi nombre es Maximiliano Cervantes —vocifera él a mi lado—. Es un placer estar aquí.
—Soy Daniel. Gracias por aceptarnos en sus tierras.
—Mi nombre es Isabel...
Después de las presentaciones de Kora, Danira y William, toca el turno de Alicia y yo.
—Soy Alicia —dice ella. Da una pausa antes de seguir—. Alicia Robles.
Se oyen rumores en los alrededores. Ya debió correrse la voz entre los eternos de que llegaría la ex prometida de un futuro gobernador de Arkos. ¿Qué pensarán los eternos sobre nosotros? ¿Estarán contentos o disgustados con nuestra llegada?
Es mi turno. Los aldeanos me ven con expectación.
—Mi nombre es Aaron. —Mi voz tiembla. Es todo lo que digo.
No me muestro tan sonriente como mis amigos. A diferencia de ellos, no confiaré. Ahora que perdí la confianza en Amanecer, dudo poder fiarme de algún otro movimiento. Todo lo que me queda es la confianza en mis seres queridos.
—Han de estar hambrientos, ¿no? —pregunta la alcaldesa con la misma sonrisa que hace minutos—. ¿Les parece bien comer primero y después hacer un pequeño recorrido por la aldea?
Los demás a mi lado asienten, a excepción mía. Quiero ver a Ibrahim antes de hacer cualquier cosa. Necesito comprobar que está a salvo.
Algunos de los eternos se acercan a darnos la bienvenida. Veo manos extendidas y sonrisas forzadas. Saludo a una que otra persona, sin grabar sus rostros en mi memoria. No quiero aferrarme a este lugar. En cualquier momento podría descubrir que es igual o peor que Amanecer y tendría que huir. Además, necesito llegar a Constelación de algún modo y cuanto antes. David está allá, y no sé cuánto tiempo le tomará curarse del Stevens. Debe necesitarme en estos momentos.
Los aldeanos se dispersan. Mis amigos siguen a la alcaldesa; yo me acerco a Ariel, el presunto padre de Alicia.
—Hola. —Lo saludo con una sonrisa forzada.
—Hola. —Me sonríe también—. Debes ser Aaron, el amigo de Alicia.
Asiento. Le extiendo una mano, la que toma con cordialidad.
—Quiero pedirle un favor —susurro, de modo que los demás eternos a nuestro alrededor no me oigan.
—¿Qué deseas? —pregunta Ariel con ceño fruncido.
—¿Puede llevarme a donde está Ibrahim? —pido. Le ruego con la mirada.
Ariel se tensa. Mira a los demás en los alrededores.
Tras unos segundos de duda, asiente.
—Te llevaré —declara en voz baja—. Pero solo tendrás cinco minutos para verlo. Hasta que no hayamos resuelto qué hacer con él, no puedo darles más libertad que esa. ¿Entendido?
—Entendido. —Vuelvo a sonreír.
—Sígueme.
Camino junto a Ariel. Ahora que veo con mayor claridad y no desde las alturas, distingo pequeños edificios de lo que parece ser madera, concreto y metal en torno al centro del poblado. Las construcciones están distribuidas de forma equitativa, algunas agrupadas y otras separadas para formar calles. Hay árboles y plantas en los costados de algunos caminos, lo que me hace sentir en medio de la naturaleza y la civilización al mismo tiempo.
La vista de las montañas más altas desde aquí es sobrecogedora. A pesar de estar cubiertas de nieve, el viento es fresco y el sol calienta mi cuerpo. Podría acostumbrarme a despertar cada mañana y ver estos hermosos paisajes, oír el canto de las aves reales y oler el aroma a vida. Sin embargo, mi verdadero hogar no está aquí. A pesar de todo, ese sigue siendo Arkos.
Ariel me conduce por unos cuantos pasajes de la aldea. Llegamos a una edificación de concreto, un poco más ancha que las demás a su alrededor. Sus ventanas tienen barrotes gruesos y las puertas son metálicas. Me sorprende que los eternos cuenten con los medios para crear edificaciones tan complejas y sólidas, incluso si algunas están construidas con materiales de duración limitada como la madera.
—¿Es esta su prisión? —pregunto a Ariel.
—Preferimos llamarla "penitenciaría" —replica él—. No solemos apresar a la gente. Ante cualquier error imperdonable que cometa un eterno, lo expulsamos de la aldea cuanto antes.
Trago saliva. Si expulsan a Ibrahim, ¿qué haría yo? ¿Me iría con él o me quedaría aquí para buscar el modo de ir hacia David? Me duele pensar que elegiría lo segundo, pero resulta obvio que lo haría.
Ariel me hace pasar al vestíbulo de la construcción. La arquitectura del edificio es bastante simple, pero bien estructurada. No hay decoración alguna en las paredes; todo aquí parece ser preciso y absolutamente necesario. Hay un par de eternos armados custodiando las entradas del que aparenta ser el pasillo principal hacia las celdas. Uno de los eternos corresponde al que golpeó a Ibrahim en la cabeza con su pistola, y el que probablemente me golpeó a mí también. Aún me duele la cabeza por causa de su golpe.
—¿Qué hace él aquí? —le pregunta a Ariel con desagrado—. Debería agradecer que no lo encerráramos y no aparecerse por aquí.
—Vine a ver a mi amigo —digo con cierta vacilación—. Necesito saber que está bien.
Ambos eternos armados me estudian con la mirada. Decidido a no mostrar debilidad, alzo un poco el mentón. Estoy cansado de dejarme intimidar por otros.
—Le concedí solo cinco minutos —dice Ariel—. Déjenlo pasar.
A regañadientes, el eterno que golpeó a Ibrahim saca un manojo de llaves del bolsillo e inserta una dorada en la puerta metálica. Me alegra pensar que no existen puertas automáticas ni tecnología en exceso en el pueblo de los eternos. Me siento en un nuevo mundo; uno como el que prometía David.
Esta vez, el eterno es quien me conduce por los pasillos. Las celdas aquí, a diferencia de las prisiones en Arkos, no tienen paredes ni puertas automáticas con una ventanilla de cristal irrompible: consisten en simples espacios cerrados con barrotes gruesos como los que vi en las ventanas del edificio. En la última celda, se halla la única persona recluida en el lugar: Ibrahim. Él duerme sobre una pequeña cama de un rincón.
El eterno introduce otra de sus llaves en un cerrojo situado al costado de la reja de barrotes. Él desbloquea el seguro, hace la reja a un lado y me permite ingresar en la celda. Ibrahim despierta con el ruido provocado por el metal y se pone en guardia a pesar del aturdimiento.
Al distinguirme, él sonríe con cierta tristeza. Debe alegrarse de verme, pero apenarse al mismo tiempo por encontrarnos en esta desagradable situación.
—Tienes cinco minutos. —Me recuerda el eterno—. Apresúrate.
Le esbozo una media sonrisa de asentimiento y agradecimiento.
Cuando el eterno regresa al vestíbulo de la penitenciaría y cierra la puerta metálica, Ibrahim corre a abrazarme. Me estrecha con la misma fuerza que anoche, tras ver la infinidad de cadáveres en el centro comercial de la ciudad en ruinas. A pesar de lo incómodo de su cercanía, lo abrazo también con firmeza.
—¿Te han hecho daño? —pregunta sin soltarme.
—¿Te lo han hecho a ti? —pregunto en respuesta.
—Estoy bien —dice, ahora apartándose—. ¿Qué está pasando, Aaron? ¿Dónde diablos estamos?
Le cuento las mismas cosas que me contó Alicia. Ibrahim no parece tan sorprendido como debería; más bien, luce asustado. Lleva las manos a la cabeza y da vueltas por la pequeña celda. Se agarra de los barrotes y apoya la cabeza sobre uno de ellos, dándome la espalda.
—No puedo creer que le disparé a un eterno —dice, sin voltearse a verme—. Cometí un grave error.
—¿Sabías sobre ellos? —pregunto.
—Oía rumores en Amanecer —cuenta—, pero nunca esperé que fuesen reales.
No sé qué decirle. A juzgar por su voz, deduzco que se arrepiente de su error. Sé lo que debe sentir. La muerte del protector al que disparé aún me tortura por dentro. Ibrahim, a diferencia mía, no le disparó al enemigo. Eso debe pesar aun más en su conciencia.
—No sabías que se trataba de un eterno —digo para consolarlo—. No fue tu culpa.
—De todas formas acabé aquí —dice—. Soy un imbécil.
—No lo eres —replico—. Solo tratabas de protegernos.
Él se da la vuelta. Sus ojos se ven vidriosos.
—Trataba de protegerte —corrige—. Temía que te hicieran daño.
Agacho la mirada. Puede que mis deducciones no estén tan erradas después de todo.
—No necesito que me protejas —afirmo—. Puedo defenderme por mi cuenta.
—Lo haré de todos modos —espeta.
—¿Por qué? —Me atrevo a preguntar. Temo su respuesta, pero necesito oírla.
Ibrahim se acerca a mí. Se mueve con determinación; sin vacilar. Se detiene a solo unos cuantos centímetros de distancia. Clava sus ojos en los míos, ablanda su expresión y pronuncia en voz baja:
—Porque me gustas, Aaron.
Es lo último que alcanza a decirme antes de que el eterno regrese y anuncie que se nos acabó el tiempo.
* * * *
¿Se dan cuenta de que solo tardé una semana en actualizar? Es un milagro, celebren conmigo :'v jajajaj. Muchísimas gracias por seguir leyendo la historia. Amor eterno para ustedes <3
¡Nos vemos en el próximo capítulo!—Matt.
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