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4- Sola


Sola. Sala del trono de I-Naskar. 19 de junio del 1.123 d.D.

Ya era bien entrada la mañana cuando apareció en el salón del trono. El Enjuto había llegado con el clarear del cielo y desde entonces había estado atendiendo las peticiones del gremio de artesanos y a una sociedad de herbolarios. Sentada a su lado, Sola había descubierto que El Enjuto tenía una respiración pesada y ronca. En aquellos días también había descubierto que los jardines de Palacio se llenaban de luciérnagas por la noche, y que una brisa agradable murmuraba entre las ramas al amanecer.

Sola creía descubrir, pero redescubría. Empezaba a recordar fragmentos de su vida que se habían desteñido como una mala acuarela tras la muerte de su hijo. Sus ojos, aunque todavía rojos y de un azul agrietado por el dolor, volvían a mirar el mundo y no lo rehuían. ¿Era ilusión lo que bostezaba su aliento? No podría llamarse ilusión; pero sí una vaga esperanza de encontrar a su nieto, consolidar una vez más la supremacía de su familia y recuperar lo poco que su hijo había dejado atrás.


Sentada en el trono, la sala se había sumido en un silencio negociado entre todas sus partes; El Enjuto estudiaba ahora unos informes que habían llegado en los últimos días: la Iglesia alertaba que Selnalla, líder de los nigromantes, había cruzado las fronteras y pululaba por el norte. No era la primera noticia que tenían al respecto. Las otras cartas provenían de los ducados limítrofes a Vendal.

En el dorso del último fajo de sobres leyó la firma del triunvirato de O-un. El Enjuto extrajo la carta y leyó con avidez las muchas líneas que habían escrito los magos. No era buenas noticias: no se involucrarían en ninguna guerra hipotética entre I-Naskar y Vendal; ni siquiera por el descuento que había sugerido Verena.

Sola vio como la ira iba subiendo al rostro del hombre menudo.

—¡Esto es inadmisible! —farfulló, arrojando al suelo las hojas de pergamino —. ¡Ni en su propio beneficio nos ayudarían esas ratas! ¡Cómo si estuviésemos apestados!

Sola sabía de qué hablaba. La noche anterior había echado una ojeada a aquellos papeles y la misma frustración la había sacudido en sueños. Aunque tampoco le sorprendía del todo. Su difunto marido había reinado durante muchos años y había tenido sus roces con los magos. Ni cuando la fiebre escarlata había sacudido el reino se habían dignado a compartir sus conocimientos médicos.

Pero Sola estaba convencida de que Vendal tenía algo que ver en el asesinato de su hijo, y no era la única; apenas habían pasado unos días del magnicidio y ya les amenazaban con una guerra. Si Sola no hubiera sobrevivido al ataque, tal vez ya la hubiesen declarado. Y la deferencia de los magos los hacía igual de culpables.

—Lo es —dijo desde su trono con voz neutra —. Pero no los necesitamos. Que la reina Cataryn me desafíe si quiere, y probará la ira de una viuda y una madre.


La espalda del Enjuto crujió cuando se agachó a recoger los papeles. Iba a decirle algo a Sola pero su voz fue secuestrada por el sonido de las puertas que se abrían.

Ambos, que no habían programado ninguna audiencia hasta más tarde, le dedicaron una mirada hostil a la figura que caminó pavoneándose hasta el solio. A contraluz, el doceno de la Iglesia parecía más gordo de lo que era, si cabe. Un aura de pretenciosidad le precedía.

—Basis, creo recordar que no habíamos concertado ninguna cita hasta mañana. —Rezongó El Enjuto.

El doceno le dedicó una amplia sonrisa que extendió arrugas por toda la papada.

—Recordáis bien, para ser tan mayor, Enjuto. Pero ha habido un cambio de planes. El arzobispo se impacienta y quiere hablar cuanto antes con lady Sola.

Sola y El Enjuto intercambiaron una mirada cómplice, llena de aversión compartida.

—No es "lady", sino "reina", Basis. Harías bien en recordarlo en su presencia —increpó el viejo. Su mirada centelleó un momento, pero Basis rio e hizo un ademán como quitándole importancia —. Y el arzobispo puede concertar una audiencia cuando guste, si es que quiere hablar con la reina.

—No será necesario concertar ninguna audiencia —replicó el doceno. Entonces, extrajo un rollo largo de papel de la funda del cinturón y lo desplegó frente a ellos; un manuscrito, amarillo, escrito en una caligrafía impecable, firmado por el arzobispo y otros diez docenos que secundaban la moción. El Enjuto se lo arrancó de las manos y lo leyó un momento antes de cedérselo a Sola.

—No os atreveríais. —Murmulló el Enjuto, tratando de ocultar todos los signos de enajenación.

—¿Atrevernos? ¿Cuestionáis acaso la voluntad sagrada del arzobispo Andalos? —dijo Basis torvamente —. La Iglesia de los Doce no reconoce la soberanía de Sola y exige la cesión inmediata del trono. Como dicta la tradición en estos casos, mujer sin marido no debe tener potestad sobre nada. Y menos sobre un reino.

Cuando la reina terminó de leer el manuscrito, las manos temblando, lo partió en dos. La brisa que entraba por la puerta todavía abierta lo arrastró hasta la otra esquina de la sala. Los dedos, que hasta entonces habían estado tamborileando en el trono como arañas, se quedaron quietos y formaron un puño.

—Podría mandaros ahorcar por esto —dijo Sola simplemente. Su voz no vaciló. Sus manos no temblaron. Se incorporó con una solemnidad que El Enjuto creía que había muerto con su hijo —. La tradición de la Iglesia no se recoge en las leyes del reino. No tenéis potestad en I-Naskar salvo la que la propia corona os ha cedido voluntariamente con los siglos.

—Nuestra potestad es de otro origen, Sola. Vos tenéis poder sobre las finanzas y leyes, pero nosotros tenemos poder sobre la gente. Y adivinad a quién ve con mejores ojos la gente del pueblo: si a su corrupta monarquía, o a los religiosos de sus distritos que les dan de comer.

En la cómoda penumbra, los ojos de Sola se encendieron como dos terribles hornos.

—¿Me estáis amenazando? ¡Guardias!

Un sonido de pasos metálicos. Tres de los guardias que rodeaban el podio corrieron hasta el doceno que no paraba de reír.

—Expulsadme si queréis, desatended nuestras advertencias y haced oídos sordos a lo que clama el pueblo. Ah, el arzobispo os envía sus "condolencias".

<Condolencias>. El color rojo del Enjuto se extinguió como un fuego al que acabasen de apagar con esputo. Desencajó la mandíbula, incapaz de creerse lo que acababa de escuchar, y sintió cómo la ira le ardía en el pecho. A su lado, la tormenta que rugía en los ojos de Sola amainó un momento y solo quedaron sombras.

La mordacidad en su tono, el infinito sarcasmo y cinismo con el que hablaba, les sacó los colores a todos, dejando atrás un mundo en blanco y negro.

Pero la voz de Sola no sonó. Nadie contestó. Hubo un silencio pesado y entonces una mano arrugada hendió el aire y abofeteó la cara hinchada con una fuerza insospechada. A Basis le saltaron las lagrimillas.

—¡Bastardo! —rugió la reina, cerrando el puño y golpeando de nuevo —. ¡Tú y el hijo de puta del arzobispo! ¡Soy la reina! —los labios de Basis rompieron y estallaron en una cascada de sangre —. ¡La reina! ¡Vuestra reina!

El huracán cesó, y así lo hizo la tormenta de su mirada. Sola se dejó caer sobre el suelo, el vestido negro extendido a su alrededor como los pétalos mustios de una flor. Jadeaba y lloraba. Los guardias cogieron a Basis por los hombros y lo pusieron en pie de nuevo.

— ¡Lleváoslo de aquí! —rugió El Enjuto, y su voz fue como una ola a través de las rocas afiladas —. Llevaos a este infeliz a los calabozos y que se pudra en nombre de los Doce.

La ira perforó la satisfacción de Basis. Pero en el rostro inflamado de sangre no asomó más que una sonrisa triunfal.

—El arzobispo se enterará de esto y os arrepentiréis más que de cualquier otra cosa.

—Por supuesto que se enterará —dijo El Enjuto —; cuando te colguemos de la plaza del halcón se enterará. Sacadlo ya de aquí.

Dio un par de palmas y los guardias lo arrastraron por las hileras de columnas hasta una puerta que se abría a la izquierda.


El Enjuto tardó varios segundos en reaccionar y ayudar a Sola. La reina lloraba, pero en el medio de estas lágrimas, comprobó El Enjuto, había algo más que simple pena.

—¿Por qué? ¿Por qué habría el arzobispo de hacerme esto?

El Enjuto no contestó de inmediato. No era ningún secreto para él que lady Agria y el arzobispo se llevaban excelentemente bien. Si acaso el arzobispo estaba presionando a Sola para dejar la corona y así favorecer los intereses de los Darne...

Cerró los ojos y levantó a la reina, que descansó la cabeza sobre sus hombros sumidos por la vejez. Se dio cuenta de que lady Agria lo tenía en jaque mate, a él y a todo el reino, y también quiso llorar.

Pero no lo hizo.

—Me encargaré de arreglar las relaciones con la Iglesia. No podemos flaquear ahora, Sola. No hasta que encontremos al niño.

—Sí... —murmuró Sola, lasangre y las lágrimas confundiéndose en sus manos —. Por mi nieto.     

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