2- Moroii
Moroii. Torre de Tarq de Nerida. 8 de junio de 1.223 d.D.
El tormentoso cielo de Nerida crepitaba más allá de los ennegrecidos ventanales de la Torre Tarq. Los castigados campos de cultivo, los arruinados muros de viejas aldeas y graneros y los árboles desnudos y grises asistían con aprensión al espectáculo de luces que rugía entre los nubarrones. Todos ellos compartían algo: habían sido abandonados por los campesinos que los araban, las gentes que moraban bajo sus tejados y los cazadores que entrenaban en sus bosques. Todos ellos habían desaparecido de las mentes de "los de fuera" y eran apenas un recuerdo fantasmagórico de lo que una vez fueran esas tierras.
Hacía demasiado tiempo que nada contemplaba con ojos vivos los páramos de Nerida.
Desde su estudio, Moroii observaba el melancólico paisaje estremecerse a los pies de su torre. Se sirvió un poco más de aquel hipnotizante líquido rojo y brindó desde el otro lado de la ventana.
—Por nosotros, querida.
Un relámpago estalló contra un árbol distante. El trueno, como la voz de un colérico dios de los cielos, no tardó en inundar el valle.
—¿Qué? —frunció el ceño Moroii una vez bebió los últimos posos de la copa —. ¿Dices que ha muerto el Rey? ¿Envenenado? ¿Y el resto de su familia también? Y nosotros aquí, perdiéndonos toda la diversión en una esquina del reino...
Moroii se incorporó y caminó hasta una de las sillas del escritorio. La mesa, hecha de una madera gruesa y mohosa, estaba repleta de viejos pergaminos, tomos desgastados e ídolos y reliquias traídas de tierras lejanas. El hombre hizo un ademán para que su acompañante se sentase en la mecedora de enfrente y se cruzó de piernas mientras jugueteaba con la estatuilla de Schwexto.
—Son noticias interesantes las que me traes hoy, amor mío. ¿Quién habrá sido esta vez? —el hombre rió suavemente, tenía una risa ronca y sarcástica —. ¿Tal vez un noble envidioso? ¿Y qué hay de la Secta del Hilo? ¿O alguien de más lejos, de Vendal o del Imperio Halcón? Los mortales no le tienen respeto ninguno a la muerte, ¿no crees? Siempre ocupados en sus estúpidas batallitas; meros juegos de niños en comparación a la auténtica guerra que debe librar cada vida.
Un nuevo relámpago partió el cielo en dos. Por unos instantes, deslumbró la sobria iluminación que brindaban los candelabros del estudio y expuso las famélicas facciones de Moroii.
—¿Hm? Oh, querida, hablo por supuesto de la guerra contra la muerte —se sirvió unos palmos más de aquel líquido rojo y lo sorbió pasionalmente —. Una guerra por la que brindaré eternamente. Una pena que para ti ya fuera demasiado tarde, ¿no crees? Pero si lo que dices es cierto, entonces nuestro momento ha llegado. Es hora de reclamar lo que te pertenece por derecho propio.
>> No, Isabel, no. Por supuesto que no se arrodillarán ante un espectro de doscientos años, y menos ahora que el arzobispo ese, el tal Andalos, está metiendo sus santas narices en la política del reino. Nos quemarían primero y buscarían la manera de resucitarnos para matarnos una segunda vez y asegurarse de que jamás volviésemos. Son fanáticos, ni siquiera entienden las leyes de sus propios dioses, cómo quieres que entiendan las nuestras. No... hay que actuar con cautela. Una visita al lugar ancestral donde reposan tus huesos no nos vendrá nada mal, ¿verdad? ¡Estoy entusiasmado!
Aun entre la sonoridad de la lluvia y los atronadores vítores de la tormenta, Moroii distinguió el siempre vacilante caminar de Raclaw acercarse por el angosto pasillo hasta su estudio. Su sirviente era un hombre no demasiado anciano, tan asustadizo como leal, descastado y perennemente alicaído. Por la noche, Moroii lo obligaba a deambular por los pasillos para "asegurarse de que ningún ladronzuelo se colara en la torre por casualidad", pero ambos sabían que ningún ser vivo, salvo tal vez el propio Raclaw, se aventuraría nunca en aquella tierra muerta e insolada. Así, el pobre Raclaw se acurrucaba a ratos contra las paredes del comedor, o de la bodega, o de la alcoba, y allí dormía brevemente, lo justo para que su amo no se enojase y lo convirtiese en sapo con algún embrujo.
La mano temblorosa llamó a la puerta. Podía oír a su amo, Moroii, al otro lado de la madera astillada, hablando solo, riendo o haciendo sonidos raros. No le extrañó; lo que verdaderamente le extrañaría sería encontrarlo callado. Fuera lo que fuese aquella Isabel a la que se dirigía siempre, debían de tener muchas cosas que contarse.
Tras algunos segundos de paciente espera, Moroii lo convidó a pasar con hartazgo.
—Mi señor, ha llegado un cuervo mensajero —se inclinó Raclaw, no sin esfuerzo; la edad y el clima le llevaban jugando una mala pasada desde hacía dos años, y al pobre sirviente apenas le quedaban ya fuerzas para nada.
—¿Un cuervo mensajero? ¿Qué te parece, Isabel? —inquirió Moroii mirando hacia su derecha por encima del hombro. Raclaw barrió el estudio con la mirada y descubrió que, aunque muy vagamente, la mecedora se balanceaba sola, sin nadie que la alentase, ni siquiera el viento. Un miedo atávico lo poseyó y tuvo que apartar los ojos, pero recuperó rápidamente la compostura; al fin y al cabo no era la cosa más extraña que había visto en sus décadas de confinamiento en aquella torre.
—La carta lleva el sello de Lady Verena, mi señor.
Moroii se relamió los labios de emoción. La lluvia caía con pesadez contra la ventana.
—Espléndido. Raclaw, puedes retirarte.
El decrépito hombre agachó la cabeza y cerró la puerta tras de sí. El eco de sus pisadas se extinguió al cabo de unos segundos, ahogado por un nuevo relámpago que atravesó la campiña e hizo temblar la cristalera ennegrecida. Cuando estuvo solo, o mejor dicho, cuando estuvieron solos, Moroii inspeccionó el sobre y lo resiguió con sus descamados y huesudos dedos antes de abrirlo. Luego, extrajo el panfleto: un trozo de papel arrugado y carcomido por la humedad, pero todavía legible.
No pudo evitar sonreír para sus adentros; el mensaje estaba encriptado, cómo no. Había muchos espías e intereses en juego, y si bien Moroii, pese a haber sido un lord en su día, gozaba de un cómodo anonimato, Lady Verena debía cuidar celosamente su imagen y reputación, más aun viviendo en la Corte en aquellos tiempos convulsos. Si alguien descubría que la "inocente" aristócrata conspiraba con un nigromante, sería su final.
Leyó ávido cada una de las palabras escritas por el puño y letra de la mujer, y aquella sardónica sonrisa interna se transcribió en una sonrisa entusiasta de oreja a oreja.
—¡Vaya, vaya! Esto no me lo dijiste, amada mía. ¿Con que la decrépita madre del rey no ha muerto, eh? Hmm... Se llamaba Sola, ¿verdad? Bueno, ella no será un problema, ya está más cerca del otro mundo que de este —rio amargamente —. Al contrario de lo que Lady Verena piensa, la vieja puede sernos útil.
Un lobo aulló en la distancia.
—Venga, querida, sabes tan bien como yo que lo último que querrá Sola ahora mismo es reinar. Lo ha perdido todo; ha perdido a su hijo, a su nieto, a su nuera... La única familia que le queda son los herederos de la dinastía Kartes, pero esos domadores de perros tienen tantas posibilidades de sentarse en el trono como cualquier otro noble –escupió estas palabras como si fueran veneno –. Incluso creo que tú tendrías más posibilidades de reclamarlo; después de todo, en su día fue tuyo... Sí, sí... -suspiró mientras se sentaba nuevamente en la destartalada silla de madera –, ya sé que fue hace mucho, pero la gente no ha olvidado los relatos de la Reina Isabel, no ha olvidado tus hazañas. Si tan solo hubiera una forma de, ya sabes, traerte de vuelta tal y como eras de hermosa y vivaracha, excepto la Iglesia y algunas familias, todos te apoyarían.
Dejó finalmente la carta sobre la mesa. Su rostro recuperó poco a poco la compostura y se deshizo de aquella sonrisa burlesca. Se sirvió una última copa de sangre y brindó en dirección a la ventana. El temporal arreciaba.
—Hoy Nerida, mañana el reino entero, Isabel —la bebió de un trago y dejó que cayera sobre la madera podrida del suelo—. Doscientos trece años he soñado con este día; abandonar Torre Tarq y reclamar el trono. Por supuesto no será fácil y Lady Verena nos venderá al primer indicio de traición, pero si jugamos bien nuestras cartas, al final será gratificante.
El viento congelado murmuró algo en los cristales de la ventana. Parecía arrastrar unas palabras sordas, maltratadas por el vendaval que zarandeaba los árboles secos más allá de los recintos de la torre.
"Si, querido mío..."
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