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2- Adrilia


Adrilia. Ruinas de Metra. 17 de Junio de 1223 d.D.

—Has superado todas y cada una de mis expectativas hasta ahora, Adrilia —Selnalla hablaba con una voz pausada, de la misma forma que un maestro le hablaría a su pupilo predilecto —. La Bella Dama me ha guiado bien hasta ti.

Sentada en el caballo de al lado, Adrilia vistió una sonrisa condescendiente: la mañana anterior habían sido atacados por un grupo de inquisidores y ella misma había podido lucirse en combate; lo había disfrutado demasiado: cuellos rajados, cadáveres empalados en su lanza... Frenesí, adrenalina.

El hambre finalmente saciada.

—La vida es una danza sin freno —dijo ella al cabo —. Para bien o para mal, todos tenemos una parte que jugar en ella. Yo solo bailo la que me ha designado La Bella Dama.

Asintió satisfecha por su interpretación. Por supuesto que no se tragaba ninguna de las supercherías de Selnalla sobre la Bella Dama y el retorcido camino de la nigromancia, pero él era un fanático; y ella, demasiado lista como para llevarle la contraria.

Selnalla también parecía satisfecho.

—Aprendes rápido, Adrilia. Me complace —dijo sin ocultar su fascinación.

La vanidad se marcó en los finos labios de quelmana, que inclinó la cabeza en una sutil reverencia. La lluvia arreciaba y le empapaba las prendas mortuorias con las que la habían vestido en otra época.

—Sin embargo —continuó Selnalla —, la hora de probar tu valía aún no ha llegado. La ciudad de Erbum no es una presa menor. La Iglesia ya sabe que estamos cerca y Vendal se preparará para cualquier incidente, eso por descontado. Dudo que sean conscientes de nuestro interés por la ciudad; aun así se defenderán con uñas y dientes.

Calló. Hizo una pausa y detuvo a su propio corcel. Una milla más allá el valle se combaba hacia el cauce de un río, pero por detrás el terreno describía exabruptos hasta las estribaciones del Monte del Verdugo. Una vegetación marchita salpicaba la zona como un sarpullido.

La miró gravemente antes de proseguir:

—Mis fuerzas se congregan al otro lado del aguaspardas. Me aseguraré de dejar todos los cabos bien atados antes de aventurarme al sur; entonces quedarás al mando del asedio junto con los demás nigromantes y consejeros. Trataré de regresar lo antes posible, a tiempo para desenterrar nuestra recompensa.

Adrilia adoptó una expresión estoica. <Nigromantes y consejeros> Por supuesto. Selnalla no era un necio. No dejaría que una desconocida tomase el control de su ejército sin encauzar su liderazgo de forma segura, a través de sus secuaces más fieles.

Un silencio cargado de electricidad sucedió a las palabras del nigromante. Los truenos marcaban una cadencia de tambores de guerra; los grises avanzaban a través del barro del camino domeñados por una voluntad que iba más allá que la de su Señora.

Ninguno dijo nada. Veinte minutos después, la ladera volvió a inclinarse para encauzar las aguas del río. El sendero que transitaban zigzagueaba por la pendiente hasta el cauce desbordado, y allí discurría paralelo unos cuantos metros hasta que se volvía a perder en la niebla.

Entonces, los labios de Adrilia se despegaron y formularon la pregunta que Selnalla llevaba esperando desde que había abierto la boca en su primer encuentro.

—Esa ciudad que quieres asediar, Erbum. ¿Qué criatura encierra? —El nigromante se enderezó y Adrilia pudo percibir una leve tensión en sus hombros.

—¿Recuerdas lo que te conté sobre el advenimiento de los Doce?

—Sí.

Selnalla buscó las palabras adecuadas e hizo un gesto elocuente.

—Llegaron a estas tierras persiguiendo a una de los suyos, una diosa renegada que se había interesado de pronto por los caminos de la Bella Dama. He descubierto que yace ahí encerrada desde tiempos pretéritos.

Los labios de Adrilia se despegaron y dibujaron una pequeña "o" de conmoción, pero no dijo nada. Se rezagó un poco y dejó que fuese Selnalla el que liderase la marcha a través del curso del aguaspardas.

—Eso la convierte en una drea'de, la última superviviente de Viendanal —comprendió en un murmullo. El descubrimiento le despertó un cosquilleo en las sienes —. La última, al menos, con forma física en este mundo.

Pero Selnalla no mudó su expresión, aunque un punto de exaltación se encendió en su mirada cuando dijo:

—Hay otro —hizo una pausa. Llegaron a la orilla y siguieron caminando paralelos al cauce —. Otro que abandonó Viendanal mucho antes de que Kamura diese muerte a todos los drea'de. No sé dónde se encuentra ni cuáles son sus motivaciones. Se hace llamar Maserez.

Caminaron otra media hora hasta que alcanzaron un recodo donde el río se ensanchaba y advertían el fondo. Selnalla tiró de su caballo a través del vado natural. Hizo un gesto y Adrilia trotó hasta su vera.

—Apura a tu gente, el amanecer está próximo.

Las aguas fluían tranquilas. Adrilia tiró de las riendas de su propio corcel y se volvió hacia la marabunta de elfos grises que vadeabna el río a duras penas. Impuso su voz entre el rumor de las aguas. Sus órdenes azuzaron a la turba como un látigo invisible.


Selnalla se había adelantado un buen trecho cuando volvió a alcanzarlo. Desde lo alto de la colina, escrutaba las tinieblas del horizonte con expresión circunspecta. Adrilia se acercó trotando y entonces el nigromante señaló con el dedo huesudo una gran apertura que se abría a los pies del monte.

—Míralos. —Murmuró el nigromante.

Adrilia aguzó la mirada: la colina terminaba abruptamente unos metros más allá, en una garganta que acogía lo que parecían las ruinas de una antigua metrópoli. Entre los escombros había siluetas oscuras y erráticas, y habían levantado tiendas de campaña y montado un gran fuego que ardía en el centro del campamento.

—Con este ejército podríamos poner de rodillas a la reina Cataryn de Vendal, si acaso buscásemos la muerte por el mero hecho de matar —dijo Selnalla, e hizo una pausa. Tomó aire e hinchó el pecho. El horizonte clareaba por el oeste —. Pero no somos sino intermediarios entre este mundo y el siguiente.

—Impresionante —musitó Adrilia, deteniendo la mirada en el hormiguero que bullía allí abajo —. Un ejército que no conoce el miedo ni el cansancio. ¿Cuántos son?

Selnalla levantó la comisura de los labios con una suficiencia casi ensayada. Volvió a poner en marcha a su corcel por el camino que serpenteaba ladera abajo, hasta el campamento, y contestó en un susurro:

—Innumerables...

El sol emergió por el horizonte y pronto desterró los últimos jirones de niebla que todavía nublaban las quebradas de los páramos. Entonces, a la luz del día, Adrilia descubrió que la oscuridad había conseguido engañar sus sentidos: donde antes había visto cientos, ahora veía miles, quietos y mudos y terribles de contemplar. El rubor le subió al rostro y titubeó.

—Un ejército para purgar la corrupción de este mundo —sentenció Selnalla. Adrilia vio que en su mirada anidaba un orgullo de los reyes del pasado que no podía ser explicado con meras palabras—. Y pronto será tuyo. Ven, te mostraré el resto.

Selnalla la condujo hasta un arco de piedra combado y carcomido por los años. Las ruinas se extendían al otro lado hasta un edificio central más alto que el resto. La lluvia tamborileaba sobra la roca descuidada, empantanando el suelo del campamento. Si se ponía un poco de atención, podría escucharse el vago rumor de la musiquilla que hacía sonar el aguaspardas entre las piedras romas, al otro lado de la colina.

—En el pasado, esta ciudad se conoció como Metra. Era pobre en minerales y aun así era el centro de todas las encrucijadas de la provincia. ¿Sabes por qué? —Selnalla cruzó el umbral que describía el arco y desveló unas inscripciones que habían gravado al otro lado —. Esta ciudad poseía música. Decían, de hecho, que eran los quelmana quienes habían enseñado a cantar a sus fundadores, cuando el entendimiento de los hombres todavía era inocente y joven el mundo. La gente venía aquí solo para escuchar cantar y tocar baladas; incluso descendían los magos del norte para deleitarse con su música.

Siguieron caminando a través de las calles desiertas. Selnalla hablaba con una voz clara que resonaba entre los edificios vacíos. Adrilia ponía gran atención a lo que decía.

—Sucedió que un día llevaron su música demasiado lejos, y en su arrogancia decidieron escribir un escarnio contra el monarca del momento, riéndose de sus desamores y la muerte de su esposa. Esto sucedió hace doscientos años.

—¿Y qué les pasó?

Torcieron hacia la derecha y acortaron por un callejón. Adrilia vio tiendas de campaña en la plaza que había al fondo y varios regimientos de no-muertos formando frente a ellas.

—El rey envió a su guardia personal y ajustició a todos y cada uno de los vecinos de Metra. Pero las historias dicen que hubo uno que se salvó: el hijo de uno de los compositores del escarnio. La Bella Dama le había reservado otro destino, pues aquellos días visitaba la ciudad un nigromante que vestía de peregrino: lord Artorus. Yo le conocí. Se llevó al chico lejos y lo convirtió en su aprendiz. Lord Artorus era ambicioso y para aquel entonces yo ya había conseguido dominar gran parte de Anar-Mort. Lord Artorus era un proscrito, pero no jugó del todo mal sus cartas. Educó bien al chico tanto en la nigromancia como en las maneras de un noble. Compraron tierras al oeste y se hicieron pasar por aristócratas retirados. El chico era tan bueno en lo suyo que llegaría incluso a conquistar el corazón de la hija del monarca. Lord Artorus así lo había dispuesto en un primer momento: si su pupilo se hacía con el control de I-Naskar podría entonces manipular los hilos del reino para declararme la guerra.

>>Y sí, consiguieron el corazón de la princesa, pero no la aprobación de su padre. El rey emitió un comunicado para "cazar a los inmundos desatinados que habían osado pedir la mano de su hija". Ellos tuvieron que fingir su muerte y retirarse todavía más al norte, donde I-Naskar y Anar-Mort se confunden casi. Cuando el padre murió y ella accedió al trono, yo ya me había encargado de dar caza a lord Artorus, aunque jamás pude encontrar al advenedizo de su aprendiz. Podrían haberme derrocado si hubiesen tenido algo más de paciencia.

>>Hoy, en las ruinas de la ciudad que conoció la unión de mis dos opositores más viscerales, se cumple por segunda vez la voluntad de la Bella Dama, que ha querido que nos juntemos. Pronto seremos la única fuerza capaz de enfrentarse a los ejércitos de la Pesadilla.

Llegaron a las tiendas. Unas figuras enjutas acudieron corriendo a saludar a Selnalla. Sus rostros eran casi indistinguibles los unos de los otros. Vestían harapos y sus cuellos ceñían correas de cuero.

<Esclavos>.

—Mi señor —se inclinaron en una reverencia que llegó hasta el suelo. Estaban acosados por el hambre y la fatiga, aunque una exaltación fanática brillaba en lo profundo de su mirada —. Las Legiones están preparadas. Todo está tal y como lo habíais dispuesto.

Adrilia echó un vistazo a su alrededor. Al menos doscientos esqueletos formaban allí, junto a las tiendas, en perfectos regimientos de diez por diez. Iban pobremente equipados, pero en su silenciosa contemplación del mundo imponían un respeto mudo que bastó para inquietarla.

—Espléndido —dijo Selnalla —. Tengo una nueva tarea para vosotros.

—Lo que ordenéis, Alto Señor.

—Los elfos grises aguardan frente a las puertas de la ciudad. Conducidlos al distrito de las rimas y que se acomoden. Hacedles saber que su princesa se les unirá en breves.

—Así se hará, Gran Señor —dijeron. Entonces, con las frentes todavía inclinadas sobre el suelo, retrocedieron un metro arrastrándose por la gravilla y echaron a correr.

Adrilia los resiguió con la mirada mientras se alejaban por las callejas.

—¿De dónde vienen?

—De muchos sitios —respondió el nigromante —. Los esclavistas del Sur los crían y venden a buen precio. En Urn y en los Pastos de Hierro suelen comprarse más caro, pero nos evita travesías interminables. En cualquier caso, no suelen sobrevivir muchos años entre nosotros, pero son tan obedientes que incluso en la muerte nos siguen sirviendo. Una buena inversión.

Caminaron hasta la tienda principal. Apartaron las telas que cubrían la entrada y se adentraron a tientas en el interior. La oscuridad que se enconaba allí dentro tardó un rato en desnudarse a la mirada de Adrilia. Hubo un silencio prolongado y entonces fue como si la misma oscuridad se hubiese pronunciado:

—Selnalla, empezábamos a impacientarnos. Nos temíamos lo peor. Los perros del arzobispo peinan estas tierras.

La oscuridad se aclaró. Poco a poco, frente a ellos, fue configurándose el contorno de tres sombras sentadas a una mesa: dos eran delgadas, como si no hubiesen probado bocado en meses. La tercera era rotunda y ominosa en su morbidez.

—Vuestro temor es infundado —repuso Selnalla. Hizo un breve ademán en dirección a la princesa —. Adrilia es una de las guerreras más hábiles de Prisma y los elfos grises ya son una fuerza a tener en cuenta.

Las tres figuras se volvieron para examinarla. Tenían unos ojos amarillos que destilaban poder y autoridad.

—Adrilia, es un placer. —Volvió a decir la misma voz que había hablado al principio. Una de las tres sombras se incorporó de su asiento, inclinó levemente la cabeza ante Selnalla y se adelantó hasta Adrilia. Era alta y de porte severo; más incluso que Selnalla. Tenía una cabeza rapada y un tatuaje le cruzaba la cara desde las mejillas a la frente. Sus labios, estrechos y negros, perfilaban una sonrisa de tiburón.

<Es una hembra>, observó la quelmana.

Se tendieron una mano.

—Tantos años allí encerrados, sin más consuelo que la oscuridad, el frío y el silencio... Debe de haber sido horrible. No te preocupes; aquí, ahora, por fin podrás reclamar tu identidad sin esconderte. Todos vosotros. Estoy segura de que seremos grandes amigas.

Los ojos de Adrilia escucharon en silencio pero no creyeron ninguna de aquellas palabras.

—Grandes amigas, sí —repitió lentamente — Pero conoces mi nombre y yo aún no he escuchado el tuyo. ¿Quién eres?

La mujer se volvió un momento hacia Selnalla y sonrió con complicidad. Aquellos labios que insinuaban, oh, tantas intrigas, le levantaron una ceja suspicaz a la princesa de los elfos grises.

—Mi nombre es Araya, aunque en otra época me conocieron como Varessa —dijo la mujer —. Ya sabrás que el gobierno de Anar-Mort recae sobre las Cuatro Casas de los nigromantes; cada una con su propia escuela y filosofía particular: la Araña, el Cuervo, el Gusano y la Mosca; los símbolos de la muerte. Selnalla es el Señor de las Cuatro Casas y además el patriarca de la Casa del Cuervo. Yo soy la matriarca de la Casa de la Araña. Permíteme presentarte a mis compañeros Orlando, patriarca de la Casa del Gusano, y Arccon, patriarca de la Casa de la Mosca.

—Bastará con esa presentación —la interrumpió Selnalla, y hubo un silencio que acentuó la acritud de sus palabras. Entonces, volviéndose hacia los tres, volvió a despegar los labios para hablar —. Decíais que los perros del arzobispo peinan estas tierras. ¿Se ha acercado alguna patrulla a la ciudad?

—Mis exploradores llevan varios días patrullando las inmediaciones del aguaspardas y no hemos encontrado rastro alguno —respondió Orlando, y pareció que la papada le tiraba de las palabras hacia abajo —. Podrían haberse apostado más al norte, hacia el Monte del Verdugo, pero aún con una mañana clara y sin niebla tendrían que usar muy buenos catalejos para advertir nuestra presencia.

Selnalla quedó sumido en una profunda meditación. Pasaron unos segundos y chasqueó los dedos, entonces, de los lugares más oscuros de la carpa emergieron otros tres esclavos. Más sumidos, más sombríos que los anteriores. Adrilia se fijó en que uno de ellos ni tan siquiera respiraba.

—Traednos unas sillas.

Asintieron con miedo y volvieron arrastrando unas sillas de madera casi más grandes que ellos. Selnalla se sentó. Araya volvió a su sitio entre los dos hombres y soltó un suspiro. Adrilia se sentó en último lugar y no de buena gana.

—Enviad a las doncellas al Monte del Verdugo —ordenó Selnalla —. El arzobispo no es idiota y sabe que nos ocultamos en algún lugar entre Anar-Mort y la frontera con Vendal. Recordad que la Iglesia de los Doce tiene jurisprudencia tanto en Vendal como en I-Naskar.

—Así se hará —balbució Orlando.

—Extrema las precauciones. No quiero que detecten a ninguno de nuestros agentes.

—Me temo que no entiendo —interrumpió Adrilia —. ¿Por qué tanta preocupación? Son humanos que temen a la muerte y a los muertos. Jóvenes o viejos, carecen formación militar real. Y nosotros somos miles. ¿Suponen una amenaza?

El viento sopló y levantó una nube de polvo que amortajó las ruinas de Metra durante algunos segundos. El techo de la carpa se combó y las paredes se agitaron. La luz que llegaba de fuera menguó hasta dejarlo todo a oscuras.

Pero los ojos... aquellos ojos amarillos siguieron rielando en las tinieblas, escudriñando el rostro de Adrilia, interrogando, desnudando. Pervirtiendo.

Los ojos de Araya.

—¿Humanos? —el silencio había sido largo, como largo fue el siseo que salió de sus labios. La nigromante hablaba como si saborease las palabras antes de escupirlas —. Los inquisidores se crían desde niños y son tan letales en el combate cuerpo a cuerpo como cualquiera de los quelmana de tus bosques. La rectitud y superstición los ciegan, se alimentan de los prejuicios y el temor a la cólera de sus dioses; no infravalores lo que puede hacer un fanático.

—Además —intervino Selnalla—, el arzobispo está por liberar aún a su más poderosa herramienta. Heva, la llaman, Mártir del Arrepentimiento. Es la líder del ejército de la Iglesia. Sus capacidades están muy por encima de nuestras posibilidades individuales.

—¿Cómo, cómo puede una mujer superar la fuerza del Señor de las Cuatro Casas?

—Mujer sí. Humana, ya no— dijo Selnalla —. La Iglesia desprecia más que a ninguna otra cosa el sexo femenino. En su ignorancia creen que son la causa de todos los males de la humanidad. Cuando albergan la más mínima sospecha de que una mujer tontea con conocimiento vetado según sus leyes, como la alquimia o la matemática, la someten a una terapia de reeducación.

—Las torturan, Selnalla. Puedes decirlo —corrigió Araya con acidez—. Las torturan para convertirlas en mártires y santas. Rompen su cuerpo y su mente. Casi todas mueren o se suicidan. Las que no, se convierten en Mártires de los Doce: criaturas deformadas y tocadas por la Pesadilla, sometidas a la voluntad del arzobispo y al delirio de sus dioses. En batalla aparecen con grandes guadañas. Ocultan su rostro desfigurado bajo un velo negro. Suelen calzar unos zancos con los que se elevan por encima del combate. No hablan. No sienten dolor, ni miedo y son prácticamente inmortales. Ninguna magia puede herirlas. Nada las detiene. Y de entre ellas, Heva es la más poderosa y sanguinaria. Su líder.

Adrilia asimiló en silencio. La invasión de Erbum pronto recaería sobre ella; necesitaba conocer las fuerzas a las que se enfrentaba y los efectivos con los que contaba; de lo contrario, más que organizando un asedio realista estaría dando palos de ciego.

Los demás miraron para ella y, como Selnalla unos días atrás, quedaron maravillados por su ingenio.

—¿Cómo podemos enfrentar una criatura de semejante poder? —preguntó al fin, después de considerar todas las opciones que se le habían revelado indirectamente hasta entonces.

Selnalla no contestó de inmediato. Su voz se cargó de emoción:

—Hemos traído algo de las catacumbas de Anar-Mort —sus ojos se iluminaron—. Una prole de Gargorag, la araña de la Bella Dama.

Este nombre despertó un recuerdo de temor en los pensamientos de Adrilia. Los quelmana cantaban a menudo sobre el hallazgo de Gargorag, Alma de la Muerte e hilandera de la telaraña del destino. Un contrapunto de terror y admiración.

—No solo eso —dijo Arccon, hablando por primera vez desde que Selnalla y Adrilia habían llegado —. Tal vez podamos contar con aliados de última hora. Anoche nos visitó una mujer envestida en ropajes oscuros. Preguntaba por vos y destilaba un poder oscuro. La hemos alojado en una de las tiendas al noroeste, custodiada por un oscuro. No creo que fuese humana.

La frente de Selnalla se encrespó y sus cejas se arquearon. Adrilia se sintió de pronto fuera de escena, como un actor torpe que había irrumpido en escena sin haberse memorizado el guion.

—Me hubiese gustado haber sido informado de esto nada más aparecer por la puerta —lo reprimió con aspereza. Arccon entonó algo que sonó a disculpa.

<Así que soy importante, pero no tanto>, reflexionó Adrilia, y puso todavía más atención.

—¿He de hacerla llamar? —preguntó el hombre con un hilo de voz. Selnalla asintió y se incorporó de su asiento cuan alto era.

—Sí, y que los criados conduzcan a Adrilia hasta el distrito de las rimas, donde reencontrarse con los suyos. —Le dedicó una última mirada a la elfa gris y entonces desapareció por la puerta de la campaña. Los otros tres salieron tras él.

Sola de nuevo ahora, a Adrilia le pareció que las cosas no habían cambiado tanto con respecto a su encierro en el túmulo. La soledad era la misma. La oscuridad era la misma. Pero todo se había complicado.

Los esclavos no tardaron en aparecer para recogerla, pero el vacío interior jamás desapareció.

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