1- Agria
Lady Agria. Ruinas, capital de I-Naskar. 16 de Junio de 1.223 d.D.
Dobló el recodo de la calle y llegó al discreto punto de encuentro que habían acordado. No se veía nada salvo una desvencijada puerta que se adentraba en la oscuridad. Junto a los muros derruidos de lo que en su día habría sido una gran mansión, un pozo de agua estancada vomitaba un hediondo olor a podrido.
—Descúbrete, pequeña. —La voz de lady Agria hendió el aire como el silbido de una serpiente. Hacía frío para ser una noche de junio, y aunque la edad quizás le hubiera agrietado las cuerdas vocales, la vieja no había perdido un ápice de su fuerza.
No hubo una respuesta inmediata. Los dos ojos azules se impacientaron y buscaron ávidos entre las sombras del callejón. Al cabo de unos segundos, escuchó el sonido de unos pasos que se acercaban.
—Cuando me informaron de que lady Agria había venido a la ciudad, no sabía si creérmelo o no. Pero aquí estáis. Me pregunto qué os trae esta vez.
En la oscuridad del callejón, la mirada de Lady Verena resplandecía con un brillo sibilino. Aunque detestaba la pretenciosidad de Agria, inclinó levemente la cabeza.
Aquello pareció satisfacer el orgullo de la vieja.
—Las cosas no han salido como esperábamos, Verena. No del todo. He venido a terminar lo que empezamos.
Lady Verena soltó una risita suspicaz y la miró con extrañeza.
— ¿Vienes a por Sola? Es demasiado arriesgado matarla ahora. Sospecharán de nosotras. Sabrán que orquestamos el asesinato de los reyes.
Pero la anciana negó con la cabeza y un cinismo punzante asomó a sus ojos.
—Veo que no te has enterado —se jactó. Verena torció el gesto —. Sola es muy vieja y los Doce no tardarán en llevársela al infierno, espero. Pero hay alguien que podría reclamar su trono, alguien que podría frustrar nuestros planes.
Las cejas de Verena describieron un movimiento escéptico sobre sus ojos. Tenían un hermoso color cobrizo que destacaba el azul de su mirada, pero mientras que su azul era un azul marino, como el oleaje en la tormenta, el azul de Agria era frío y reacio como un témpano glacial en el inclemente invierno.
Y la mirada de ambas centelleó durante unos instantes. Quizá fueran aliadas y confidentes. Quizás enemigas que habían hecho una tregua para unirse contra un rival común. Nadie lo podría decir. Ni siquiera ellas estaban seguras.
Verena paladeó las palabras antes de escupirlas:
—Esa persona de la que hablas no existe. Ardo está muerto, Marye y su retoño están muertos. No puede haber nadie más en la ecuación, salvo que Sola haya quedado preñada del lameculos de sir Namir.
Lady Agria rió, con ganas, con suficiencia. Su sonido agrietado espantó a un cuervo que había estado espiándolas desde el tejado.
—Existe un bastardo —corrigió a Verena—. Un muchacho, no muy mayor, con sangre real en sus venas. En última instancia podrían coronarlo a él y no a mi hijo.
—¿Y a mí qué? — espetó Verena, describiendo un ademán que expresó toda su indiferencia —. Por lo que a mí respecta, no me afecta de quién sea el trono. Sólo busco ganar influencia dentro del Consejo.
Esas pocas palabras bastaron para que la suficiencia de lady Agria se destemplara en un desprecio indisimulado. Lady Verena interpretaba muy bien su rol de noble ambiciosa. De haber sido por ella, la vieja de Agria habría muerto hacía mucho. No tenía culpa alguna en la ejecución de sus padres, pero su soberbia eclipsaba incluso a la suya propia, y eso era algo que no estaba dispuesta a tolerar.
—No llegarás muy lejos con esa arrogancia, pequeña. Dime, ¿cuántos apoyos tienes entre la nobleza local? Todos te odian. Todos te destruirían. Soy tu única esperanza de mendigar algo de poder. Al igual que Sola, tu linaje se ha agotado. No tienes nada que ofrecerle a nadie. Y tus padres están muertos.
Un brillo asesino asomó a los ojos de Verena. Las palabras de lady Agria y hundirle un puñal en el pecho eran lo mismo. Se rascó la muñeca y apretó los dientes. Por un momento estuvo a punto de hacerlo.
Pero se contuvo.
Se apoyó contra el pozo destruido y desactivó el mecanismo de su muñeca. Si lo hubiese querido, podría haber atravesado la garganta de la vieja allí mismo, con uno de los virotes del lanzador, pero su muerte no le habría aportado nada más que un desahogo momentáneo.En cambio, podría seguir aprovechándose de ella si la dejaba vivir. Hasta ahora habían conseguido juntas más de lo que ninguna podría haber soñado por separado.
Chascó la lengua y capituló:
—Es verdad, te necesito. Pero no sé qué ayuda puedo brindar en este aspecto. No sabía que existiera un bastardo y no tengo forma de ayudarte a encontrarlo.
—De eso último me encargaré yo — dijo, y sacudió sugerentemente el panfleto que asomaba bajo el cierre del hatillo—. Pero tú, aunque no cuentas con muchos amigos en Palacio, tienes un oído fino. Y una lengua aún más fina. Averigua si somos los únicos al tanto de esta información, y si no es así, asegúrate de que lo sea cuanto antes.
—¿Me pides que asesine a quien represente una amenaza para "nuestros" intereses? — inquirió, fingiendo un tono de voz medroso como si no fuera más que una niñata que no sabía jugar a la política. Pero lo sabía perfectamente.
—Vamos, querida —sonrió lady Agria, y había algo de camaradería entre tanto cinismo —. Ninguna de las dos es una santa; me consta que ya has manchado tus manos de sangre en otras ocasiones.
Aquello era cierto, pero seguía siendo un movimiento arriesgado. ¿Le compensaba ensuciarse las manos para contar con el beneplácito de la anciana? El asesinato de los reyes había sido algo completamente distinto; lady Agria se había encargado de todo por aquel entonces, y Verena apenas había tenido que supervisar los preparativos y facilitar una coartada para que colasen el veneno.
El reflexivo silencio se prolongó algunos segundos. En la quietud de la noche, la respiración de la vieja marcaba una cadencia que recordaba al impaciente segundero de un reloj.
—¿Y bien? —insistió Agria —. ¿Tan fácilmente te acobardas?
—No me acobardo —siseó Verena—, sopeso mis decisiones —dejó madurar las palabras un rato y al final, dijo: —. Está bien, acepto. Te mantendré al día de cualquier nueva. Entretanto, ¿para quién es esa carta?
—Para Mano de Plata. Ya lo conoces, es el mejor asesino de todo el reino. Le pagaré por encontrar al bastardo y traerme su cabeza —suspiró —. Esta vez, parece que ambas tenemos un papel protagonista que jugar. Yo me encargaré de matar al muchacho y tú te encargarás de matar cualquier rumor sobre él —soltó una risa larga e infame y volvió a guardar el panfleto en el hatillo. Ambas mujeres; la una anciana y ambiciosa, la otra joven y vengativa, se quedaron un momento lado a lado, sin saber que decir, envueltas en el manto de una noche sin estrellas, unidas por la conspiración, casadas por el secreto.
Irónico. Una vieja buscando poder después de una vida de resignaciones y una joven buscando venganza, con toda una vida por delante que conquistar.
—¿Y qué hay del Enjuto? —siseó de pronto Verena, y no pudo disimular un tono mordaz cuando pronunció su nombre.
Desde que había hablado del bastardo, lady Agria se había preparado para aquella pregunta. Si bien era una niñata, lady Verena no tenía un pelo de tonta; eso lo sabía demasiado bien. Sopesó su respuesta con cuidado, midiendo bien sus palabras. Lady Verena percibió aquel principio de duda y supo que la respuesta de la anciana no iba a ser sincera del todo.
—El Enjuto es un rival al que no podemos enfrentarnos abiertamente por el momento. Harías bien en cuidarte de él; lleva tiempo pisándome los talones en todo lo que hago. De conseguir alguna prueba inculpatoria, hará que nos cuelguen en la plaza de la Catedral.
Verena asintió a las palabras de la vieja y se dio media vuelta. Había hecho una buena interpretación; lady Agria seguía tragándose el cuento de la joven ambiciosa, y en cambio no había podido disimular su propia aprensión respecto al Enjuto. ¿Habría sido él quien le había revelado la información del bastardo?
Esbozó una media sonrisa y se alejó por donde había llegado. Acababa de dar con el talón de Aquiles de la vieja; no lo olvidaría.
—Concertaré un nuevo encuentro antes de que abandone la capital —dijo lady Agria aún mientras las sombras del callejón envolvían la figura de Verena. Y aunque ésta no se volvió para despedirse, lady Agria sí hizo lo suyo y se inclinó al modo de los de su provincia: el mentón mirando al cielo. Cuando bajó la cabeza, ya no había nadie.
Resopló.
—Estúpida cría. Cuando siente a mi hijo en el trono te daré unas cuantas lecciones de modales en los calabozos —rio para sí. Al otro lado, al fondo del callejón, unos cuantos escoltas aguardaban pacientemente por ella.Aunque la luna resplandecía en lo alto, la calle permanecía en penumbra bajo el alero de las casas —. Lady Verena Sol...—continuó, refunfuñando con un hilo de voz —, tu dinastía está más que acabada, tus riquezas más que consumidas, y aun así te atreves a tratarme como si fueses mi igual. Niñata... ¡Espabilad, inútiles, que ya he llegado!
Los escoltas se pusieron firmes y ciñeron sus alabardas. La calle estaba desierta y salvo por la respiración cansada de lady Agria, lo único que se escuchaba era el ulular del viento. Pero la noche no había llegado a su término para la anciana, no todavía; debía entregar una carta. Una carta que aseguraría el triunfo de su familia sobre todos los demás nobles que durante tanto tiempo la habían infravalorado. Con aquella carta sentenciaba el final de la monarquía Ysha y recuperaba lo que hacía dos siglos le había sido arrebatado a su linaje; el trono.
Agradeció para sí que la ciudad durmiese. Aunque aquel también era un barrio pobre, no tenía nada que ver con los demás. En Artesanía, o Mercado, o incluso Orfebres, la ciudad aún no se había sumado a la tranquila letanía de la noche; los borrachos continuaban con sus carcajadas y sus riñas, las prostitutas encandilaban a los últimos clientes con sugerentes proposiciones y los bandidos y maleantes seguían agazapados tras el recodo de alguna callejuela. Pero aquél era un barrio diferente. Lo llamaban Ruinas, porque era todo lo que quedaba de la ciudad original, y entre sus muros de piedra centenarios apenas sobrevivían unas cuantas personas, demasiado nostálgicas como para abandonar su hogar ancestral.
Pero Ruinas escondía un secreto aún más inquietante. En sus entrañas, bajo el esqueleto de la vieja ciudad, entre catacumbas y cloacas, una oscura hermandad había establecido su morada: Los Hilos del Destino. Si tenían alguna motivación política secreta, lady Agria lo desconocía, pero no le preocupaba sobremanera. Mientras estuviesen dispuestos a vender sus servicios a cambio del oro de su familia, podían ser demonólogos o nigromantes si querían. Moral y política eran dos términos que no conjugaban del todo bien, y lady Agria no tenía ningún escrúpulo a la hora de negociar con la casta más baja de la sociedad.
Llegaron al recodo de una calle y torcieron a través de un jardín abandonado hasta la capilla desmoronada. Aunque los tejados describían punzantes sombras sobre la vegetación marchita, la clara luz de la luna alcanzaba a iluminar los peldaños que ascendían hasta la entrada. Allí, tras la puerta de madera desvencijada, se refugiaba una figura furtiva que custodiaba el acceso a la guarida.
Antes de poner un pie en el primer escalón, la sombra ya los había reconocido. El mismo cuervo de antes planeaba sobre ellos.
—Milady, ¿no debería una dama como vos andarse con más precaución por Ruinas? He entrenado chiquillos que podrían desarmar a vuestros escoltas antes de que contaseis hasta tres.
Mirándolo con fijeza, la anciana sonrió torvamente.
—Condúceme hasta Guante de Plata y déjate de parafernalias. Eres un vigía, no un bufón.
El hombre se mordió la lengua hasta hacerse sangre. Conocía a lady Agria tan solo de tratarla un par de veces, pero los pocos minutos que habían compartido hasta entonces habían bastado para que un desafecto manifiesto creciera entre ambos. Esta vez se limitó a asentir y descubrió la trampilla que había tras el altar de los Doce, o lo que quedaba de él.
Otra ironía de la noche: la más obscura de las hermandades del reino había construido su morada justo bajo la capilla de los mismos dioses de los que renegaban; una ironía que no pasaba desapercibida para lady Agria.
El cuervo dio un gañido antes de desaparecer entre las nubes. El hombre asomó un momento la cabeza, como si intuyese alguna amenaza invisible, pero desechó rápido aquella idea.
—Cuidado con la cabeza al bajar. —Masculló con una ira sorda en la voz.Le hubiera gustado retorcerle el gaznate con sus manos desnudas, pero lady Agria era amiga y buena clienta de Guante de Plata. <De pasarle algo a la vieja...> Un sudor frio le recorrió la espalda tan solo de imaginar el castigo que le impondría su señor.
—No es la primera vez que vengo —rezongó —. No necesito tu conmiseración ni tus consejos.
El hombre inspiró hondo y se mordió la lengua para no decir nada de lo que arrepentirse más tarde. Caminaron largos segundos en un silencio que ayudó a calmar un poco los ánimos. La oscuridad de los pasadizos que recorrían era casi insondable, pero no tardó en llegar un rumor de voces apagadas y la vaga luz de algunas velas encendidas. Luego de un par de minutos, el hombre se detuvo frente a una puerta de hierro y encajó una de las llaves del manojo que llevaba al cinto en la cerradura.
El metal crujió y la puerta de doble hoja se abrió hacia adentro. Al fondo, detrás de un escritorio más parecido al de un noble que al de un asesino a sueldo, escribía afanado un hombre de mediana edad. Su piel era cálida como un ascua, pero su cabello y su barba parecían cristales de ceniza que le nacían en el rostro. Tenía una mirada sombría, como el castaño de un roble embrujado, pero en aquel misterio que dormía en su mirada subyacía un atractivo al que no muchas mujeres podían resistirse.
Por suerte para Agria, sus días de deseo carnal habían quedado muy en el pasado.
—Lady Agria, matriarca de los Darne, ¿por qué no me sorprende tu llegada? —A Guante de Plata no le hizo falta levantar la mirada para saber que se trataba de su más vieja y taimada clienta. Pero lady Agria no se impresionó, y su expresión no reflejó nada más que una profunda displicencia.
—Sabes que detesto el olor de estas cloacas, Guante de Plata; no he venido a perder el tiempo con tu cháchara superficial. He descrito todos los detalles de tu siguiente trabajo en esta carta.—Extrajo del hatillo el pequeño sobre y lo arrojó sobre los papeles del escritorio. Guante de Plata se detuvo de inmediato para ojearlo.
—¿Qué es esta vez? —su tono oscilaba entre la diversión y la exasperación. Abrió el sobre y leyó rápidamente las escuetas líneas que había escrito lady Agria de su puño y letra —. ¿Un bastardo, quién lo diría? Parecía un rey tan ejemplar, al fin y al cabo... ¿Solo tienes esta información sobre él?
—El resto tendrás que conseguirla tú. Quiero un trabajo rápido y eficiente.
—Podremos encargarnos, aunque no prometo que sea rápido, ni barato —se incorporó pesadamente y caminó pavoneándose hasta la noble. Los dedos, que hasta entonces habían estado tamborileando sobre el papel, se quedaron muy rígidos, expectantes.
—¿Más caro que matar a los reyes? —lady Agria lanzó una risotada escéptica —. Lo dudo. Ese chico, ese "bastardo", no será más que un pobre campesino que apenas conocerá sus raíces. Dudo que alguien más que El Enjuto esté al tanto de dicha información.
—Espera, espera —la cortó Guante de Plata —. ¿Está El Enjuto metido en esto?
Aunque a lady Agria le costaba reconocer la verdad y le gustaría omitir aquella información, sabía que para obtener un buen trabajo tenía que ser absolutamente sincera. Se tragó su orgullo, y reconoció:
—La información del bastardo me viene de él, en gran parte. Podría estar buscándolo por sus propios medios ahora mismo. No lo sé.
Guante de Plata adoptó una expresión estoica. Tenía un garbo enhiesto, intimidante, e incluso el silencio que lo acompañaba denotaba solemnidad. Al cabo de un rato, dijo:
—Tendremos que andarnos doblemente con cuidado. Ya sabes de lo que es capaz ese viejo. Su red de contactos podría competir incluso con la mía, y ni siquiera podría jurar que no tiene espías entre mis hombres. Guardaré la carta bajo llave y confiaré la misión solo a mis agentes más cercanos. Puedes estar tranquila.
—Lo he estado desde el principio. Sus movimientos políticos nunca me han impresionado. Es lo suficiente tonto como para buscarme las cosquillas de vez en cuando, pero no lo bastante como para enfrentarme abiertamente.
Guante de Plata dio un par de pasos hacia el escritorio y se sentó sobre la madera veteada. Durante un momento le sostuvo la mirada a la vieja mientras se frotaba el mentón con aire pensativo.
—Una semana. Es todo el tiempo que necesito. Comprobaré si el rumor es cierto, y acabaré con el chico.
Cuando se dio cuenta de lo cerca que estaba su familia del trono, en los ojos de lady Agria brilló un punto de exaltación.
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