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Capítulo 8

— ¿Qué habré hecho mal en mi otra vida? No merezco pasar por este infierno.

Han transcurrido tres días. Tres días en los que, afortunadamente, no lo he visto ni escuchado. Ahora estoy en la misma habitación donde todo comenzó.

En esa estancia donde las paredes, entre gris y blanco, eran tan frías y simples, y el suelo de madera crujía bajo mis pies. Un sótano en el que la luz del sol no tocaba nunca, donde el aire nunca se sentía, ni el cuerpo podía rozar una pared sin miedo a que fuera lo último que hiciera.

Shantal entra en silencio, como siempre, con un vestido blanco, sencillo, con flores azules. Lo coloca sobre la cama sin decir palabra alguna, y se dirige a la puerta de la derecha, de donde el sonido del agua fluyendo se escapa. Dos minutos después, regresa del baño, y se dirige hacia la salida, pero antes se detiene, me mira con firmeza.

—Arréglate, ponte ese vestido. Volveré en menos de media hora y debes estar lista, ¡Emma! Porque te guste o no, ese es tu nombre ahora.

—¿Cómo puedes vivir así? —digo sin pensar.

—Así serán las cosas aquí, Emma. Ya deberías ir adaptándote a la idea de cómo vivirás de aquí en adelante. Para mí tampoco fue fácil.

—No me digas Emma, mi nombre es...

—¡No! Tu nombre es el que él te diga. ¿Lo entiendes? También traté de escapar, me pasaba días ideando maneras de huir, pero ninguno sirvió. Él siempre estaba dos pasos adelante, y cuando le rogué que me dejara ir, que no contaría nada... no hubo forma.

—Yo no soy como las demás, no me pasé las noches llorando. ¿Crees que todo me fue fácil? Estás equivocada. Aprenderás, tarde o temprano. —Sus ojos se nublan, como si recordara algo doloroso. Una lágrima se desliza, pero la borra rápidamente. — Yo también pasé por todo esto. Matare, veré morir, curaré a los heridos y heriré. Esto apenas empieza para ti.

—¿Te rendiste?

— No, nunca. Este es mi lugar. El "Salvador" confía en mí, y ahora soy parte de su familia. No estoy en la cima, pero he recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Tarde o temprano, lo verás. —Y sin más, se va, dejando solo el eco de sus palabras.

— ¿Salvador? Así le dice a ese psicópata.

Sin opciones, me dirijo al baño. Al entrar, la bañera está llena de agua caliente, espumosa, con flores flotando. Necesitaba un baño. Sin pensarlo, me quito la ropa y me sumo al agua. Al contacto con la piel, una sensación extraña recorre mi cuerpo, como si el cansancio y el dolor se desvanecieran con cada segundo.

—Podría quedarme aquí para siempre.

Cuando termino de bañarme, me levanto y dejo que el agua resbale por mi cuerpo, cubriéndome con una toalla. Me acerco al vestido, que ahora parece más una condena que una prenda.

Una vez vestida, cepillo mi cabello y decido dejarlo suelto. Me calzo las zapatillas y espero. Ya estoy lista. Ahora, solo falta que Shantal vuelva por mí.

Solo podía pensar en una cosa: ¿por qué Shantal me había traído esa ropa? ¿Qué estaba planeando? ¿Qué sucedería ahora?

Un golpe en la puerta me sobresalta. Segundos después, Shantal entra y se acerca para colocarme un cintillo que combina con el vestido.

—Más te vale no intentar nada. ¡Vamos! —ordena, señalando la salida.

Me sorprende que me permita salir tan fácilmente. Caminamos por los interminables pasillos del subterráneo. Aunque mi mente grita por escapar, mi cuerpo se niega a obedecer. Sé que intentarlo sería inútil.

Al llegar a nuestro destino, lo veo. Su figura se impone, vestido con un elegante traje negro. Su mirada recorre mi cuerpo, deteniéndose en cada detalle. Esa observación me incomoda, pero lo peor es notar los celos ardiendo en los ojos de Shantal.

Ella nunca logró lo que ahora tengo sin querer: llamar su atención, preocuparle... o tal vez, algo peor, despertar en él esa retorcida idea de amor.

El silencio se rompe cuando hace sonar sus nudillos, indicándole a Shantal que se retire. Ahora estamos solos.

—Estás hermosa, Emma.

Deploro ese maldito nombre.

Él jala una silla e invita a sentarme frente a una mesa repleta de mis comidas favoritas. Con un nudo en la garganta, avanzo lentamente. Mi piel se eriza cuando arrastra la silla contra el suelo.

Mientras él come, yo me pierdo en pensamientos. ¿Cómo sería mi vida fuera de este infierno?

—¡¿Qué esperas para comer?! —su grito hace que choque contra la mesa, temblando.

—¿En qué pensabas? —pregunta, frunciendo el ceño.

—N-nada...

—¿En ese imbécil? —sus palabras me confunden.

—¿Qué imbécil? —logro balbucear.

—¡No te hagas! Sé cuando mientes. ¡Tus pupilas dilatadas no me engañan!

Su voz retumba, me sobresalto. Con un movimiento brusco, empuja la mesa, dejándonos sin nada entre nosotros.

—¿Te viste con él, cierto?

—¡No! Eso no es verdad.

Se levanta de golpe, removiéndome en la silla. Su rostro se transforma en una máscara de ira.

—¡¿Con cuál de los dos fue?! ¡Habla! —grita, golpeando la mesa.

Mi respiración se acelera. Intento responder, pero las palabras no salen. Su mano se cierra en mi cuello, apretando cada vez más.

Con el aire escapando de mis pulmones, pataleo inútilmente. De repente, me suelta. Me derrumbo al suelo, jadeando, mientras él se golpea la cabeza contra la pared.

—¡Te amo, piccolo! —su risa estruendosa retumba en el salón.

Se abalanza sobre mí como un depredador. Mis piernas no responden, mi mente grita, pero no puedo moverme.

Me arrastra del cabello hasta una habitación donde un ataúd extraño ocupa el centro. Intento correr, pero me golpea en el estómago, dejándome sin aliento.

—Aquí inicia nuestro juego. Por cada respuesta correcta, curaré una herida. Por cada error, haré una nueva. ¿Entendido?

—S-sí... —susurro aterrada.

—¿Cómo se llama y dónde lo conociste?

—¿De quién hablas?

La navaja se hunde en mi pierna. El dolor me desgarra, pero no puedo gritar.

—Segunda pregunta. ¿Cuándo pensabas decirme la verdad?

—¡No sé de qué hablas!

Me agarra la mano y empieza a contar.

—Uno...

—¡Por favor!

—Dos...

—¡Te lo ruego!

—Tres.

El crujido de mis dedos rompe el aire. Grito desgarradoramente. El dolor me consume.

—Habla —ordena, cortando la planta de mi pie.

Las lágrimas nublan mi vista. Otro corte. Otro grito. El suelo se tiñe de sangre.

Me clava la navaja en el muslo. Mi cuerpo tiembla. No puedo seguir. Él lame la cuchilla, disfrutando mi sufrimiento.

—Bienvenida a mi juego, piccolo —canta mientras me mira con esa sonrisa demente.

Lo odio. Odio su voz. Odio sus manos. Odio cada palabra que sale de su boca.

Con brutalidad, me arrastra a otra habitación. Mis pies dejan rastros rojos.

—Aquí aprenderás a respetarme —susurra.

El miedo me consume. No hay escapatoria.

La chica observaba, aterrorizada, mientras aquel hombre la esposaba a unas cadenas enganchadas al techo. El frío del metal quemaba su piel maltratada. Luego, él arrastró una mesita pequeña, apenas de unos doce centímetros de altura, colocándola bajo sus pies heridos. Sin darle tiempo a reaccionar, jaló la palanca, levantándola lo suficiente para que solo las puntas de sus pies tocaran la superficie. El dolor la atravesó como un relámpago. No podía sostenerse, pero tampoco podía caer.

El hombre se detuvo un momento para admirar su trabajo. Con un tirón brusco, le desgarró la ropa, dejándola expuesta y vulnerable. Ella temblaba, no solo por el frío del lugar, sino por el terror que la invadía. A pesar de todo, prometió que no lloraría. Pasara lo que pasara, no le daría el gusto de verla quebrarse.

Sumida en sus pensamientos, no notó cuándo él abandonó la habitación. El silencio la envolvía como un manto pesado, pero no tardó en ser roto por el sonido de un látigo arrastrándose por el suelo. Su corazón se detuvo por un segundo antes de volver a latir frenéticamente.

El primer latigazo la hizo estremecerse. Su piel ardía como si hubiera sido marcada con fuego. Pero se mordió el labio para no gritar. El segundo golpe fue peor, arrancándole un jadeo involuntario. Sentía cómo su cuerpo se sacudía con cada impacto.

—Hoy aprenderás a obedecer —gruñó él antes de dejar caer el tercer golpe.

El dolor era insoportable. Con cada latigazo, las heridas abiertas en su piel escocían más, como si la carne estuviera siendo arrancada poco a poco. Pero no gritaría. No lo haría.

—¡Ruégame que te perdone! —gritó él, aumentando la fuerza de los golpes.

—Mátame si quieres, pero jamás te suplicaré. —Escupió las palabras entre jadeos.

El siguiente golpe casi la hizo caer de la mesita, pero se sostuvo, a pesar del dolor agónico en los pies y las piernas. Cuando el latigazo número trece descendió sobre su espalda, él jaló la palanca, haciendo que cayera al suelo como un peso muerto. Su cuerpo maltratado quedó inmóvil en el charco de sangre que había dejado tras de sí.

Él se acercó con pasos firmes. Su respiración era pesada, como si el castigo lo hubiera excitado en lugar de cansarlo. Sin previo aviso, le pisó la mano izquierda, haciendo que los huesos rotos crujieran nuevamente. El grito que soltó fue desgarrador.

Ella estaba al borde del desmayo cuando él la levantó del suelo, jalándola del cabello. No podía luchar. Sus fuerzas la habían abandonado hacía tiempo. Solo pudo sollozar, impotente, mientras él la arrojaba contra la pared.

—Aquí aprenderás a respetarme. —Susurró al oído antes de dejarla caer al suelo otra vez.

Pero no terminó allí. Él volvió a sujetarla, arrastrándola como si fuera un muñeco roto. Ella luchaba por mantenerse consciente mientras su mente divagaba entre el dolor y el miedo. Finalmente, él la lanzó sobre una superficie dura.

No hubo palabras después. Solo el sonido de su respiración entrecortada y los gritos sofocados de la chica. Él no se detuvo. No se inmutó ante las súplicas. Parecía disfrutar cada instante de su sufrimiento.

Cuando todo terminó, ella ya no podía moverse. Sus lágrimas se habían secado y su cuerpo se sentía como si estuviera a punto de romperse. La oscuridad comenzó a envolverla mientras los pasos de él se alejaban.

Antes de perder el conocimiento, solo tuvo un pensamiento: ¿Cómo podía existir alguien tan cruel?

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