Prólogo
"La envidia se esconde en el fondo del corazón humano, como una víbora en su agujero".
Honoré de Balzac.
Copenhague, Noviembre de 1984.
El invierno había cubierto la Ciudad, desde hacía un par de meses, con ese característico blanco y brillante manto que le daba una imagen digna de postal. El frío era crudo e incesante, pero eso no detenía al grupo de niños que jugaba en el extenso y hermoso jardín trasero de la mansión Sorensen, o como mejor lo conocían dentro del negocio, Paladset (El palacio). Aquellos pequeños de no más de diez años, no daban tregua a la nieve que se extendía por todo el lugar; la moldeaban a su antojo, formando muñecos maltrechos, los cuales vestían con los abrigos, bufandas y sombreros que habían logrado sacar del armario del recibidor a escondidas de sus padres. Mientras tanto, uno de ellos se concentraba en formar bolas perfectas del tamaño más grande que le permitieran sus pequeñas manos y las apilaba detrás de un árbol que fungía, en aquel momento, como barricada a la divertida guerra que se avecinaba.
Las pequeñas Eleanor y Grette, descendientes de la dinastía Sorensen, disfrutaban al máximo aquellas horas en las que sus más entrañables amigos; André, Anton e Ivar; herederos del clan Rochester; las visitaban en su casa, mientras los adultos se encerraban dentro de la fortaleza Sorensen a evaluar los negocios y alianzas que resultaran fructíferos para ambas familias.
Ni siquiera el gran grupo de hombres que se paseaban por el jardín y flanqueaban cada una de las entradas de Paladset con armas largas entre sus manos, con miradas inescrutables y caras largas, eran impedimento para que los pequeños disfrutaran el día.
En aquel momento era imposible imaginar que, en unos años, las sonrisas de esos niños se verían opacadas por la ambición, la envidia y la traición; como igual de imposible era negar la conexión que existía entre los primogénitos de ambos clanes, esos que en aquel momento reflejaban el más puro y noble de los sentimientos.
Un par de ojos azules, fríos y calculadores, que en aquel momento miraban a través del enorme ventanal del salón principal, no pasaron desapercibido aquel detalle, ni la manera tan protectora en que André, el mayor de aquellos niños, trataba a la encantadora Eleanor. Aquel personaje dibujó una sonrisa torcida mientras disfrutaba de la escena y se llevaba uno de sus finos puros a la boca; acción que repetía siempre que una idea oscura acababa de surcar su mente. Esa oportunidad que tanto había buscado, se materializaba en ese jardín y en ese par de niños.
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