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Capítulo 13


Celeste observó a su madre postrada en la cama, estaba pálida, con la mirada perdida en el techo de la habitación y murmuraba cosas inaudibles. La pelirrosa llevó una mano a su pecho para tratar de controlar sus acelerados latidos, prometiéndose no perder el control de la situación. Leticia, la mujer que le dio la vida, que la crío y le enseñó todo lo que sabe, se encontraba más grave de lo que alguna vez la había visto y la aterraba.

—Voy a buscar un doctor en el pueblo —le dijo Zeldris, colocando una mano en su hombro. Había notado el estado de estrés y ansiedad en la joven, y aunque quería poder hacer algo más, sabía que ese era su único papel en aquella situación.

—Te acompaño —sugirió Rocío, con voz agitada.

—¡No! —exclamó Leticia, antes de que Celeste pudiera poner un pero a las palabras de su hermana. Aún en su agonizante estado le quedaban fuerzas para detener a su pequeña. Las siguientes palabras fueron articuladas con pesar y dificultad—. Trae a tu hermano.

—Mamá —reprochó la menor, mordiendo su labio inferior por la impotencia—. Tengo que hacer algo para que el doctor llegue lo más rápido posible.

—Trae a Joaquín, Rocío —repitió entrecortado, con la garganta seca.

A la mencionada no le quedó más remedio que obedecer entre dientes, sabía que el amigo de su hermana tardaría bastante en encontrar algún médico porque simplemente no conocía a las personas, mas aquella era la voluntad de su madre, y la forma en que se lo había dicho... simplemente sintió que debía hacerle caso. Una parte de ella estaba aterrada, había vivido crisis como esta, pero no importa cuanto tiempo pase, uno nunca se acostumbra a ver a alguien que ama sufrir.

Celeste corrió a la cocina a buscar un vaso de agua para su madre. Estaba tan nerviosa que el cristal casi se resbala de entre sus dedos, sus manos sufrían espasmos y tenía sus molestos ojos llorando por sí solos. Colocó el vaso con agua en la mesa y apoyó su cabeza contra una pared más cercana. No debía llorar, no debía mostrarse débil; debía detener las lágrimas, así no sería un buen ejemplo para Rocío, así solo preocuparía a Leticia, así le daría la razón a Joaquín. Tenía que tranquilizarse, pero su molesto cuerpo no cooperaba y a cada segundo que pasaba se ponía peor.

Alguien la jaló de imprevisto por el dorso de su mano, y para cuando Celeste fue consciente, Zeldris la tenía envuelta entre sus brazos, escondiendo el rostro de la pelirrosa en su pecho y dejando que este fuera un refugio para las inseguridades que la azotaban. En cualquier otra circunstancia se hubiera sonrojado y exaltado, pero hoy, por ser un día atípico, se aferró a sus ropas y golpeó su frente tres veces contra la piel del demonio. Increíblemente unos segundos fueron suficientes para encontrar ese valor que estaba perdido, como si él se lo hubiera transmitido, como si algo tan simple como un abrazo le hubiera dado el coraje que necesitaba.

Sin hablar ni decir nada, el pelinegro se acercó a su oído y susurró:

—Regresaré pronto, ahora mismo hay tres personas que te necesitan, pero recuerda que no tienes que ser fuerte, siendo frágil te amarán igual.

El silencio fue la señal de despedida para Zeldris.

Celeste tomó nuevamente el vaso para regresar veloz con su madre. Ahora, a su lado, se encontraba Rocío con Joaquín cargado, ambos observando de forma preocupada a Leticia. El semblante de sus hermanos estaba horrorizado, realmente irritados.

—Mi niña, acércate —solicitó la mayor, sonriendo como podía. Cada vez más su voz se apaga, como una pequeña llama que se mantiene viva a pesar de las adversidades, pero poco a poco va perdiendo—. Necesitaba que todos estuvieran aquí.

—No lo hagas sonar como una despedida —exigió Rocío, llorando como si no hubiera un mañana. Las gotas que descendían de sus mejillas terminaban por impactar en el cabello de su hermanito, quien no se quejó porque se encontraba en una situación similar.

Celeste ya se encontraba al otro lado de la cama. Por una parte Joaquín y Rocío tomaron una de las manos extendidas de Leticia, y por el lado opuesto, la protagonista se aferraba a la otra con desenfreno.

—Zack regresará con un doctor, te pondrás bien —alentó el niño—. Es un tipo genial, me gustaría que fuera mi hermano.

—Oh, mi bebé, mis niños. Los amo tanto, quiero que sepan que son lo más valioso para mí en este mundo y que pase lo que pase, yo jamás me arrepentiré de haberlos traído a la vida, porque ustedes le dieron sentido a la mía —Miró al más pequeño—. Mi dulce Joaquín, no te sientas culpable por nada, mamá irá a un lugar mejor y te estará vigilando todo el tiempo, debes encargarte de no andar por ahí descalzo; y tienes que comer adecuadamente; con respecto a las chicas... —Una tos repentina la atacó, pero logró recuperarse —estoy segura que encontrarás una mujer que te merezca. ¿Puedes prometer a mamá que protegerás a tus hermanas?

Él asintió frenético, tragándose sus lágrimas.

—Voy a ser un caballero que siempre sonría y que proteja a mis hermanas —aseguró, forzando una gran sonrisa.

Su madre asintió orgullosa.

—Rocío, conviertete en una gran repostera, ahora que ya no tendrás la carga de tu madre podrás ser lo que quieras. Recupera todo el tiempo que has perdido por cuidarme.

—Mamá, deja de hablar de ese modo tan triste —soltó la misma—. Lo superaremos, siempre lo hemos hecho.

—Sé que lo superarán, justos —Giró su cara para poder divisar a su primera hija, donde comenzó todo. Sus párpados se caían lentamente y aunque trató de decir algo, ya casi no articulaba nada, no salía sonido alguno de su boca y comenzó a perder el control de sus acciones. Estaba perdiendo el conocimiento, o tal vez algo mayor; aunque sentía que algo la llamaba, que le decía que ya podía descansar en paz, no se podía ir sin decírselo—. Ce-celeste, t-te estuve... esperando, ahora, te conce-do t-tu libertad... Vive.

Aunque sus palabras llegaron como un susurro carente de fuerza, ella pudo escucharlas a la perfección; pudo ver como los orbes dorados de su madre se apagan, convirtiéndose en unas gemas sin brillo a medida que se cerraban; pudo ver como la mano que hasta ahora había mantenido tomada caía al colchón; pudo ver esa última sonrisa sincera en su rostro; pudo ver que no había arrepentimientos ni dolor.

Celeste pudo sentir su alma partirse en dos pedazos; pudo sentir el grito desgarrador de Rocío; pudo sentir el feroz llanto de Joaquín.

—¿De qué hablas? —inquirió con su labio inferior temblando.

Recordó todos sus momentos con ella. Cómo de pequeña jugaba a su lado, como fue quien la enseñó a cocinar, quien la aconsejaba, quien le mostró los libros, quien le habló del amor. Recordaba a la mujer fuerte y vivaz que era capaz de domar a los leones, recordaba el difícil trascurso hasta convertirse en la mujer débil que necesitaba ayuda para poder ponerse en pie, y las amaba a las dos.

—Mamá, ¿qué es el amor? —cuestionó la pequeña correteando al rededor de Leticia.

—El amor, mi vida, es como cuando tú te robas la comida y aún sabiéndolo, yo la sigo dejando en el mismo lugar para ti —respondió, agachándose para poder estar a su altura.

—¡Entonces yo te amo! —alegó, provocando curiosidad en su progenitora—. ¡Es que tú todas las noches vienes a mi habitación para besar mi frente pensando que estoy dormida, y aún estando despierta, yo finjo que no es así!

Celeste sintió su pecho arder con fuerza y ya no pudo contenerse, el tiempo se hizo eterno y solo podía derramar lágrimas y gritar frustrada. Entonces recordó lo que le había dicho Zeldris. Siendo débil también te amarán. Solo por hoy, solo por esa noche, solo en ese instante podía echarse a llorar como una niña pequeña, ¿verdad?

¿Podía llorar con todo lo que tenía?

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Esta vez no hay palabras...

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