El sol galopaba libre en su recorrido por el horizonte. Las margaritas seguían su ruta extasiadas, sus tallos se retorcían coquetos, intentando seguirle el paso. En los pastizales verdes y rubios, el viento como señorito presuntuoso, pedía ovaciones y aletos de avecillas le saludaban al pasar. Por allí, en medio de este vergel campestre, tendido como nadador exhausto. Inti seguía echado, hundiéndose en las florecillas lilas, apenas respirando. Porque hacia calor, y el aire era denso. Con una mano rozando casi la entrada. 

Pasaban señores. Con decisión trabajadora andaban. Uno, de chaqueta corta, e imponente altura vio la mano, enterrada casi en el lodo fresco. Donde reposaban catarinas chiquitas y uno que otro insecto gris. Al punto lo anunció a su compañero; siguiendo la mano, hasta hallar el cuerpo. . Primero creyeron se tratara de un vago, un desecho de sociedad viendo su ropa maltrecha. Le dieron la vuelta. Su impresión cambió, tenía la cara tierna morena. Con rasgos finos y cabello todavía suave a pesar de la suciedad; entonces se detuvieron y mirando con atención sus ropas, hallaron que habían sido bonitas. Les sobrecogió temor, viendo riquezas y desgracia; pero el muchacho les había conmovido. 

Lo sentaron, recargando su espalda sobre las vigas del portón.  Uno presto el saco que llevaba sobre un hombro, para protegerle la cabeza y no se lastimara con las astillas de la madera vieja. Mojáronle los labios con gotas del estanque mágico y esperaron pacientes. Hasta que hubiese despertado.