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Secuelas de una ruptura

Beatriz esperaba el metro con los ojos empapados en lágrimas. Los vagones que no paraban en esa estación, dejaban a su paso una leve brisa, la cual generaba que se ondeara su bufanda y un ligero frío le escociera los ojos, haciendo que la batalla por dejar de llorar fuera más difícil y, todo ello, se juntaba con miles de recuerdos y sensaciones.

El fin de una relación siempre es tormentosa, independientemente de la forma en que haya terminado todo, no deja de doler y pensar qué pudo haber sido mejor; qué cosas pudieron cambiar; qué rumbo tomaría si se hubiese luchado con más ganas. Un sinfín de ideas arremolinaban la mente de Bea que, por momentos, sentía como si le estuviesen gritando miles de voces al tiempo y no saber a cuál darle prioridad.

Y es que, entre más pensaba, más se lamentaba de haberle dado fin a la relación con María. La frase «hay falta de confianza» y «esto no puede seguir así», amenazaban con hacerle explotar su cabeza; sin embargo, no podía evitarlo. Había pasado a lo sumo unos diez minutos desde que había dejado aquel parque y no podía cesar su autosabotaje.

La culpable del rumbo la relación era Bea; pero, en sus adentros, no podía dejar de pensar: involuntariamente soy así, y lo soy porque no quiero perderte. Los celos enfermizos de Beatriz fueron el detonante para que la relación terminara por parte de María. Ella le había perdonado en el pasado algunas metidas de pata, no obstante, el vaso se llenó y se terminó desbordando de su recipiente y el resultado fue el fin de su noviazgo.

El metro que la llevaba a su destino, hizo su parada y un montón de gente salió como si se tratara de hormigas, dejando la mayoría de vagones desocupados y, luego otro tanto, las personas que iban entrando y tomando asiento.

Bea enjugó sus ojos y con pasos torpes entró, había sido la última en cruzar y, tras ella, las puertas del metro se cerraron. Caminó lentamente hasta la ventana que tenía enfrente y apoyo su cabeza en el cristal, mientras su mirada se iba perdiendo en algún punto de la puerta, o, a través de ella. Sabía que había dado su mejor intento, después de todo, María le había perdonado en más de una ocasión; hasta que, finalmente, no pudo soportar más. Si alguien le hubiese preguntado a cualquier, con anterioridad, cómo se sentía las últimas semanas, solo una palabra serviría de respuesta a ese interrogante: sofocada.

¿Cómo juntar los trozos de su alma rota? ¿Cómo afrontar la derrota? ¿Cómo podría hacer borrón y cuenta nueva? Miles de preguntas iban y venían, y, así como las formulaba, las iba contestando. Todas la llevaban al mismo punto de partida.

Nuevamente, lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos. Su mente era su mejor refugio, pero los últimos minutos se había convertido en una cárcel que la atormentaba por los errores cometidos durante el curso de la relación. Se lamentaba por no haber llevado sus audífonos; estaba segura de que, si los hubiese tenido con ella, el viaje hasta su casa no sería tan tortuoso, pues podría sumergirse en ritmos electrónicos o de rock; eso habría sido una gran solución para callar esas voces de su cabeza que le recordaban una y otra vez las palabras: hay que terminar. La atosigaban con murmullos que le decían que esa relación no iba más.

Le punzaba el pecho, sentía como miles de alfileres traspasaban la carne y llegaban hasta lo más recóndito de su ser; sumado al nudo de la garganta, que se le iba formando por contener las lágrimas. Necesitaba hablar, ya sea frente a un espejo, con sus padres, desahogarse con un amigo; pero necesitaba soltar todas aquellas palabras que quiso decir y nunca salieron, necesitaba expresar todo el dolor que se iba fraguando en su interior.

Saber que María ya no formaría parte de su vida, le hacía pensar que se había quedado sin nada; sentía un vacío dentro de sí misma, el cual sería difícil de llenar.

«Lo llenarás de amor propio» le dijo su parte más racional. Y, aquel pensamiento, fue una señal de autosuficiencia que necesitaría cada mañana al levantarse. Aquellas palabras, hicieron que su llanto concluyera temporalmente.

Sabía que, el miedo al abandono, era usual en algunas personas y eso era parte de vivir esa etapa de duelo. También, sabía de propia mano que las ideas que revoloteaban en su cabeza, eran una señal de dependencia emocional y eso no podía pasar, no debía permitir desfallecer de esa forma, pero..., tantos recuerdos se juntaban y todo el amor que tuvo por aquella chica de rizos rebeldes.

Un cúmulo de ideas, tanto negativas, como positivas, hacían presencia. Tenía deseos de llamarla... de escuchar su voz una vez más; sin embargo, ella había dejado claro que lo mejor para las dos, era mantener una distancia prudencial y, aunque fuese difícil, estaba dispuesta a esforzarse. Era una batalla interna en la mente de Bea hacía que se sintiera derrotada y otro parte de sí le susurraba que la única capaz de continuar el camino con la frente el alto era ella misma.

Sacó el teléfono de su abrigo. Abrió el chat que tenía con María y tecleo unas cuantas palabras:

Quizás no soy perfecta como esperabas, pero...

Sus dedos se detuvieron. Nadie es perfecto, eso lo tenía claro. Apretó la tecla de borrar y bloqueó el teléfono celular.

No podía echarle más sal a la herida. Debía ser fuerte, no por María; aunque ella había dejado todo claro para evitar contratiempos para no volver sobre los pasos y perder su dignidad por alguien que ponía un muro en medio de las dos.

Para Beatriz, sus celos eran una señal de amor; para María, un llamado de atención para hacerles saber a ambas que las cosas iban por un mal camino. Tal vez, pensando con cabeza fría, podría llegar a discernir que, efectivamente, su comportamiento no era el más adecuado y que había actuado dramáticamente, llevada por aquellos atisbos de inseguridad que se encerraban en alguna parte de su ser.

—El dolor es parte de crecer —habló una voz desgastada, como de una anciana.

Bea siguió aquella voz. Evidentemente, una anciana estaba sentada en el asiento más próximo, viéndola con interés. Le sonrió con ternura y, a regañadientes, asintió a la mujer. Quiso devolverle la sonrisa por aquellas palabras; pero no podía hacerlo, si lo intentaba, seguramente le daría una mueca en respuesta.

Pasó saliva y se decidió a hablar:

—Gracias, tiene razón —contestó Bea.

Ya no había lágrimas, pero se sentía pesada y sin alientos, como aquellas ocasiones en las que se enfermaba. Las punzadas del pecho se habían ido y el nudo de la garganta se había aflojado, como resultado de las palabras que soltó a la anciana, pero muy en el fondo había todavía una espina atorada.

La mujer iba a darle unas palabras más, pero el teléfono de Bea sonó e hizo que frenara aquel simbólico acto de empatía.

—Hola, mamá —contestó—. Estoy yendo a casa, llegaré en unos minutos.

—Ten cuidado —expreso su madre—. ¿Qué tal el encuentro?

—Bien —respondió quedamente—. Hablamos en casa.

Pero sabía que no estaba bien, que ella había actuado mal, que a María le faltó más tacto, que..., eran tantas cosas que pudieron ser de otra forma y no lo fueron. No quería seguir excavando en ese tema, ni ahondar en lo mismo; eventualmente, hablar con su madre haría aflojar ese nudo en la garganta en su totalidad y el dolor pasaría a otro plano. Necesitaría un máximo esfuerzo para que los recuerdos no dolieran y para cerrar esa herida que poco a poco, por mucho que sus pensamientos quisiesen hacerla dudar, eventualmente se cerraría.

Beatriz se despidió de su mamá y como respuesta recibió el mensaje de que la esperaba con comida caliente y con ganas de saber los detalles de la cita. Agradeció por haberse comunicado y por todas sus atenciones que eran propios de una madre.

Cortó la llamada y le devolvió la sonrisa a la anciana; se sentía mucho mejor.

¡Holi!

Hace mucho tiempo no me paso por acá y lo peor es que tengo un montón de relatos en borrador jajajaja en fin la hipotenusa.

¡Feliz día internacional del orgullo LGBTIQ+!

Como conmemoración de este bonito día, les traigo este relato, un poco sad, pero con mucha reflexión porque en la comunidad también se sufre por amor, todos en algún momento pasamos por un momento en el que perdimos el rumbo por alguien que rompió nuestro corazón, sin embargo, tengan algo claro: de amor nadie se muere, al menos, no medicamente.

Se sufre mucho sí, se siente horrible, también; pero al final del día, las heridas se cierran y los malos chascos (errores) se superan. Enamorarse es lindo, sin embargo, eso no es sinónimo de sufrimiento porque, eventualmente, muchas relaciones no están destinadas a durar mucho tiempo. 

En fin... Tenga un bonito día y nos vemos en un próximo relato. 

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