Hoja cinco: Cala mi muerte.
De pequeña salvé muchas cosas. Logré sacar recuerdos, memorias, aquellas que me protegían en su mayoría. Muy raramente las que me pertubaban.
Recuerdo a mi mamá, amante de las calas, de allí mi nombre. Todas las mañanas salía al patio, a tomar mate, o té cuando le caía pesada la cena de la noche anterior. Tomaba diez minutos de todas sus mañanas para cuidar sus plantas.
Yo miraba atenta esas manos arregladas, las que cuidaba siempre con guantes. Las uñas pintadas de un rojo vino oscuro, potente. Que muchas veces sangraban, del mismo color. Dedos flacos y huesudos, problablemente por la misma razón por la que estuvo en cama tantos años.
Un día la llamaron a la puerta, un hombre alto y robusto. 'Cuervos' dijo ella algo fastidiada, levantándose de la reposera de tela de playa. Le venían a entregar una carta, un comunicado. Tenía la oportunidad de reclamar una herencia, una de esas que parecen increíbles. Pero ella tiró el sobre blanco con estampilla a la calle, no quiso saber nada.
Y se volvió a revolver la tierra de esas flores blancas, que a mí me gustaba relacionar con las hadas.
Cuando comenzamos a visitar el cementerio, mamá me explicó que había fallecido el tío Amelio, ese famoso hombre viejo que venía de vez en cuando a casa. Que dejaba tirados los envases de cerveza abajo de la mesa, y que de vez en cuando me miraba la cola cuando pasaba, así como hacía con mis primas más grandes.
Mamá había cortado algunas de las calas del jardín, de esas que abundaban. No entendía porqué le dabamos esas hermosas flores que aún seguían creciendo. Nunca le tuve cariño a ese hombre. Siempre lo voy a recordar con olor al cementerio de Recoleta, de color gris, con calas en la cabeza.
Ya de grande, con unos doce años el proceso se repitió. Mamá cortó tres calas, nos subió al auto a mí y a mis hermanos y nos atravesamos Buenos Aires para terminar en el mismo lugar. Esa vez era la esposa del tío. Había muerto de tristeza, me explicó papá ese día.
Nunca le entendí. Pero esa vez lloré, porque era una mujer muy hermosa, muy alegre. Esa vez decidí guardarla en mi corazón con olor a rosas, las mismas que reposaban en la tumba de atrás.
Una vez por año ibamos a verlos, a sus restos. Cortabamos calas, las uníamos con un hilo negro y las recostabamos en el cemento gris.
Y ahora las calas, que solían ser mis flores tiernas, son nada más y nada menos que las flores de la muerte.
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