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Cap. 32: Destino desconocido

Después de pasar toda la noche discutiendo con el personal de la aerolínea con la que había llegado a Australia para que cambiaran el destino y la fecha de mi boleto de regreso, logré subirme a un avión con destino a Canadá. Veinte horas de vuelo más tarde, aterrizo en el Aeropuerto Internacional Toronto Pearson en la noche del diecisiete de marzo. Con los pocos ahorros que tengo, termino comprando un carro de equipaje para poder transportar mis maletas, y cruzo las gigantescas puertas que me llevan al frío característico de Mississauga, Ontario, para después dirigirme a la estación de metro más cercana.

Me acerco a la taquilla para pedir información y poder tomar mi pasaje, y finalmente me subo al vagón correspondiente que me dejará en la salida próxima al Hospital General de Toronto.

Durante los eternos veinte minutos que dura el trayecto, aprovecho para cubrirme con un abrigo lo suficientemente grueso como para ocupar la tercera parte de una de mis valijas. Incluso, aprovechando que no hay muchas personas en el tren y que el metro en Canadá promete ser seguro, intento conciliar el sueño, al menos por unos minutos, pero me resulta imposible. Mi cabeza es una bola enredada de pensamientos y emociones que no me permite descansar, ni siquiera cuando no he dormido nada en más de un día entero.

Estoy hecha un manojo de nervios y no paro de temblar de miedo. Me asusta lo que pueda encontrar dentro de aquel hospital, pero me preocupa más que haya llegado demasiado tarde.

Estoy sola, sin dinero suficiente, en una ciudad que no conozco, y en la cual mis padres no tienen idea que estoy, buscando a un chico en estado de coma con pocas posibilidades de sobrevivir.

¿Qué demonios tengo en la cabeza para haber cometido semejante locura?

La respuesta llega cuando los momentos de nosotros dos juntos vuelven a emerger dentro de mi cabeza. Eso es lo único que tengo ahora mismo: Recuerdos con un chico que creo amar pero que no estoy segura de haber conocido.

Cuando el metro en el que viajo se detiene en la estación que necesito, abandono mi vagón y tomo las escaleras que me llevan de vuelta a la superficie. Camino por unos minutos más hasta encontrarme de pie frente al gigantesco hospital de la ciudad, y mis piernas tiemblan un poco cuando me planto en las puertas que dan a la Unidad de Cuidados Intensivos.

Atravieso las mismas sintiéndome insegura, y el característico olor a esterilizante de los hospitales no hace más que lograr que me sienta aún peor. Sin embargo, estoy decidida a no perder un segundo más. Nerviosamente me acerco hasta la recepción donde se encuentran las enfermeras en turno e intento avanzar más de la cuenta, pero inmediatamente una de ellas se planta delante de mí, impidiéndome el paso.

—Lo siento, pero a esta área solamente pueden ingresar familiares autorizados y en horario de visitas, el cual, claramente, ya ha terminado —me explica con amabilidad fingida.

—Necesito verlo —es lo único que alcanzo a pronunciar—. Por favor.

—El horario de visitas ya ha terminado —repite—. Vuelva mañana temprano y...

Niego frenéticamente con la cabeza.

—No, tengo que verlo ahora —insisto.

—No puedo dejarla pasar.

—Por favor, yo... —Mi labio inferior empieza a temblar, impidiéndome que continúe hablando.

—Señorita, necesito que se calme. Regrese mañana por la mañana y resolveremos su situación.

—Thiago Charbonneau Reyes —enuncio, sintiendo un dolor en mi pecho—. ¿Se encuentra aquí?

La enfermera apoya sus manos sobre su cintura voluptuosa, adoptando una postura intimidadora.

—¿Es usted familiar del joven Charbonneau?

—Soy... —vacilo al principio—. Soy su novia.

La mujer me observa sin una pizca de confianza para después examinarme con sus ojos.

—Aguarde aquí un momento —pide, u ordena, más bien.

De cualquier manera hago caso. Ella se aleja y cruza por el largo pasillo, girando en alguna esquina y perdiéndose de mi vista. En el momento en que camina de regreso hacia donde me encuentro, un escalofrío me recorre por completo cuando visualizo a su lado una mujer que logro reconocer en cuestión de segundos a pesar de no haberla visto nunca en mi vida. Sus rasgos son exactamente iguales.

—Señora Reyes... —susurro inconscientemente.

Sus ojos, de un tono bastante parecido a los de Thiago, están rojos e hinchados como cuando alguien llora por varias horas sin parar; hay unas ojeras debajo de ellos que indican la falta de sueño, y su expresión facial tampoco puede significar algo bueno. Su aspecto solo me confirmó lo que no quería aceptar, aun con todas las pruebas que ya había visto antes: Su hijo se encontraba dentro de alguna de esas habitaciones luchando por su vida.

—Ella es la chica que dice conocer al joven Charbonneau —anuncia la enfermera.

—Nunca antes la había visto en mi vida —afirma la madre, viéndome de pies a cabeza—. ¿Cuál es su nombre?

—Roxana, Roxana Moya —contesto cuando he encontrado la fuerza para hacerlo—. ¿Él... Él está bien?

—¿Cómo conociste a mi hijo? —cuestiona, evadiendo por completo mi pregunta, pero la forma en que se transformó su rostro fue suficiente respuesta para mí.

—Nos conocimos en... —Me callo al darme cuenta de que no puedo terminar la oración.

¿Qué se supone que debo decirle a esta madre destrozada frente a mí? ¿Que conocí a su hijo en Australia de una manera mágica, en un universo paralelo? ¿Que compartimos un año juntos y nos enamoramos, y después nos vimos forzados a separarnos? ¿Que cuando me enteré de la verdad ya era demasiado tarde para hacer algo? ¿Que lamento haber demorado tanto en llegar, pero que antes no recordaba lo que había pasado?

—¿Para qué periódico trabaja? —indaga la señora Reyes con un tono de hastío en la voz.

De inmediato mi ceño se frunce.

—¿Qué? No soy reportera —me apresuro a negar—. Soy amiga de su hijo.

—Nunca lo oí hablar de ninguna Roxana —refuta.

—Thiago y yo...

—Mira, niña, no quiero ser grosera —me interrumpe—, pero mi esposo y yo ya la estamos pasando lo suficientemente mal como para tener que lidiar con una situación como esta. Así que, por favor, solo retírate.

—Lo entiendo, señora, de verdad lo hago. Pero...

—¿Por qué no viniste a verlo antes? —vuelve a cortarme—. Si son amigos, deberías haber venido antes, no ahora que han pasado nueve meses.

—Me encontraba en Australia —explico, esperando que entienda—. No pude venir antes.

Sus ojos se abren un poco más de lo normal.

—¿Me estás diciendo que has viajado desde Australia hasta aquí solamente para ver a mi hijo? —interroga, confusa y estupefacta.

—Sí, eso es justo lo que estoy diciendo. —Mi voz gana un poco más de seguridad—. Lo único que le pido es que me deje estar unos minutos con él. Necesito verlo.

La mujer suelta un suspiro, exasperada.

—Lo siento, pero no pienso dejar que una chica a la cual no conozco entre porque sí a la habitación de mi hijo —dictamina—. Monique, por favor, hazte cargo.

La enfermera, quien supongo es Monique, asiente con la cabeza. La madre de Thiago gira sobre sus talones y empieza a alejarse por el mismo pasillo por el que llegó mientras Monique coloca una mano sobre mi espalda de manera firme, pidiéndome que abandone la sala.

Ni siquiera puedo enfadarme con la señora Reyes. La entiendo, de hecho. Llega una chica desconocida que exige ver a tu hijo en estado crítico, afirmando que lo conoce, pero no es capaz de describir cómo. Yo también lo pensaría dos veces antes de acceder.

Sin embargo, irme de este hospital sin respuestas no está dentro de mis planes.

—Thiago tiene un tatuaje en su hombro derecho —alcanzo a exclamar con voz débil, pero lo suficientemente audible para que la mujer se detenga en seco y gire su cabeza nuevamente hacia mí.

—¿Disculpa?

—Thiago tiene un tatuaje en su hombro derecho —repito—. «Be your own anchor», escrito en letra cursiva y con tinta negra. Se lo hizo porque estaba seguro de que debemos de tratarnos siempre como prioridad a nosotros mismos, ser nuestras propias anclas. —Inconscientemente una de mis manos va a parar al colgante en mi cuello—. Es un groupie de los Cuervos de Baltimore, y también el mejor linebacker que he visto en mi vida. Adora la pizza, en especial la que lleva jamón y piña, y una vez me dijo que eso bastaba para tenerlo feliz durante un día entero. —Sonrío al imaginarlo a él haciendo lo mismo—. Le gusta leer clásicos, siendo El conde de Montecristo su libro favorito y teniendo una especial fascinación por la carta que le escribe Edmundo Dantés a Maximilien Morrel. Es un excelente bailarín y tiene una voz melodiosa que no le gusta mostrar en público. —Tengo que tomar una respiración profunda para poder seguir—. Es muy bromista, a veces demasiado, pero sin duda es la clase de persona que logra sacarte una sonrisa en los días más tristes. Algunas veces se olvida de poner los pies en la Tierra, pero es lindo que sueñocon un futuro mejor. —Siento el agua salada de mis lágrimas mezclándose dentro de mi boca.

—¿Cómo sabes todo esto? —Su expresión ha cambiado por completo, y hasta ahora me percato de que somos dos mujeres las que estamos llorando en este instante.

—No estoy segura de muchas cosas en este momento, pero lo que sí puedo asegurarle con toda la convicción que tengo dentro es que su hijo es la persona más amable, respetuosa y carismática que he conocido jamás. —Mi voz tiembla con esto último—. Conocer a Thiago fue lo más maravilloso que pudo ocurrirme, pero enamorarme de él ha sido sin duda la mejor decisión que he tomado en mi vida. Así que le pido, con una mano en el corazón, que por favor me deje ver al chico que amo.

—Mi Thiago, mi precioso hijo... —chilla la mujer en un tono desgarrador antes de romper en llanto y hundir su rostro en ambas manos.

Lo abrasador del momento me deja helada, sin saber cómo reaccionar, pero segundos después me acerco a ella y la abrazo en un impulso, como si de esta manera pudiera sostenerla para que no se desmoronara a pesar de que yo me encuentro tan rota como ella.

—¿Elena? ¿Está todo en orden? —Una voz masculina resuena con potencia en la sala del hospital.

Al separarme de la señora, vislumbro a un hombre enfundado en un traje, con una postura cansada, mirando fijamente a la señora Reyes.

Debe ser su esposo.

—Sí, cielo, todo está en orden —responde ella, confirmando mis sospechas.

Al notar la mirada significativa por parte del hombre, me obligo a recobrar la compostura y procedo a presentarme.

—Mi nombre es Roxana Moya.

Para mi sorpresa, el señor se acerca hasta donde nos encontramos nosotras, coloca una mano en la cintura de su esposa, y la otra me la ofrece a mí a modo de saludo. Torpemente extiendo la mía, aceptándolo.

—¿Hay algo en lo que podamos ayudarte?

—Conozco a su hijo —menciono con seguridad—. Lamento molestarlos y presentarme de manera tan repentina, pero de verdad quisiera verlo.

El señor asiente, apacible, como si estuviera analizando la situación.

—He tratado de explicarle que las visitas... —interfiere Monique, pero el señor eleva una mano en el aire, y ella calla de inmediato.

—Yo me encargo —asegura él. La enfermera asiente y se dirige de regreso al mostrador sin alegar. Toma a su mujer por los hombros en un gesto cariñoso antes de decir—: Puedes regresar a sentarte, cariño, yo charlo con la señorita.

Elena, a diferencia de Monique, vacila un poco antes de acceder. Una vez que se ha perdido por el pasillo, el señor Charbonneau me invita a tomar asiento en una de las sillas pegadas a la pared.

—Quiero suponer que usted es amiga de Thiago —inicia.

Meneo la cabeza de manera afirmativa.

—Espero no sonar grosero, pero no recuerdo haberla visto antes.

—No soy de aquí —explico, señalando mi equipaje.

Me quedo esperando el interrogatorio sobre cómo conozco a su hijo entonces, pero este nunca llega.

—¿Él está bien? —inquiero al cabo de unos segundos—. Quiero decir, ¿se encuentra estable?

El señor Charbonneau deja salir el aire de manera pesada y agacha la mirada.

—Estable, sí; pero ha pasado demasiado tiempo ya.

—¿Cuál es el pronóstico de los médicos? —me atrevo a preguntar.

—Es difícil saberlo... La línea que separa un panorama del otro es demasiado delgada y volátil.

Muerdo mi labio inferior, aguantando las lágrimas.

—¿Cree que podría verlo? —planteo por fin—. Lo único que pido son unos minutos.

—La política de visitas en la Unidad de Cuidados Intensivos es más estricta que en otras áreas del hospital.

—Seguiría todos los protocolos, lo prometo. Haría lo que fuera necesario.

—Es... Lo siento, pero no es tan sencillo. —Se pasa una mano por el cabello castaño como el de su hijo, solamente que el suyo está salpicado de algunas canas—. Hagamos lo siguiente: Vaya a casa, descanse, y regrese mañana a primera hora. Hablaré con el personal del hospital, intentando conseguirle una mejor respuesta, pero no puedo prometerle nada.

No estoy segura de cómo explicarle que no tengo un lugar donde pasar la noche, pero termino por ceder a su propuesta, ya que es mi mejor opción dadas las circunstancias, y no considero prudente seguir molestándolos a estas horas de la noche.

—Está bien. —Hago un vago intento por sonreír.

Se pone de pie, acto que imito, y vuelve a ofrecerme la mano a modo de despedida.

—Gracias, señor Charbonneaue, y disculpe las molestias que haya podido ocasionarle a usted o a su esposa.

Me sonríe con amabilidad a pesar de sus ojos cansados.

—Buenas noches, señorita Moya.

Cuando finalmente ha desaparecido por el pasillo, me permito caer nuevamente sobre el asiento donde me encontraba sentada segundos atrás. Coloco una de mis maletas en la silla contigua y saco un suéter grueso para ocuparlo como si fuera una almohada. Agradeciendo que las sillas no cuenten con reposabrazos, me recuesto en el asiento de tres de ellas y cierro mis ojos, intentando conciliar el sueño.

No pienso moverme de este hospital hasta conseguir ver a Thiago.

. . . . . . . . . . . . . .

Quisiera tener la determinación de Roxana para subirme a ese avión sin pensar en nada más y lanzarme a buscar al amor de mi vida.

¿Primeras impresiones de este capítulo? ¿Crees que las cosas por fin serán fáciles para nuestra protagonista, o tendrá que seguir recorriendo un camino lleno de baches? 👉🏼

No olvides dejar tu valioso voto :)

Abrazos literarios,
–ℳau♡

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