Capítulo 1
A paso apresurado entré en mi zona de trabajo, yendo directamente a ocupar el asiento tras mi escritorio.
Es en este momento del día, cuando son las ocho de la mañana de un lunes, en el que me arrepiento muchísimo de haber tomado mi decisión de dejar atrás la cafeína.
Suspirando, retiro mis gafas de mi rostro y me echo hacia atrás en mi asiento, mientras observo la oficina.
Lo cierto es que no está nada mal, lo único mal es el tremendo desorden que tengo por todas partes. Mi escritorio está lleno de post-it con ideas para nuevos artículos e instrucciones que me dejan mis jefes esparcidos por todas partes.
El sofá paralelo a la pared detrás de mi está lleno de revistas y bolsas de regalo que me mandan las personas que he entrevistado para la revista. Eso sumado a la cantidad de empaques de comida que hay acumulado en el bote de basura. Ya puedo llamarla oficialmente un chiquero, ¿dónde está la chica de la limpieza para hacer su trabajo?
—Holaaaaaa, Marleen, ¿cómo amaneciste hoy?
Oh, ahí está.
—Muy bien, Mindy, gracias por preguntar. —respondo a la alocada chica que cada mañana pasa por la oficina limpiando y repartiendo café.
Por supuesto, como cada mañana y a petición mía, no deja una taza humeante de café en mi escritorio, en su lugar deja una cuantiosa taza de té negro y apestoso.
Odio el té.
Con toda mi alma.
Sin embargo, tomo la taza con una sonrisa y le agradezco por haberla traído para mí, mientras ella sale de mi pequeña oficina gritando que vendrá pronto a hacer la limpieza. Gracias al señor por eso.
Mindy siempre se queja de mi desorden, pero sé que me ve como una hermana pequeña y secretamente ama poner en orden al menos este aspecto de mi vida. La verdad, ese hecho es un sin sentido, porque es más joven que yo por unos buenos tres años.
Con la pequeña diferencia de que ella tiene un marido y dos hijos pequeños. Y yo no puedo mantener vivo ni a un cactus.
A esta hora de la mañana Mindy, el señor de la seguridad y yo, somos los únicos en la revista, el resto de los periodistas estarán cubriendo pautas hasta el mediodía.
Se preguntarán, ¿por qué ellos cubren pauta y tú no, Marleen? Excelente pregunta, yo también quisiera saber la respuesta.
Aunque en realidad sí tengo una, pero no es algo que me parezca muy agradable de admitir.
Según mi jefe todavía no estoy capacitada profesionalmente para poder hacer ese tipo de trabajo, según yo, le tiene miedo al éxito.
Ya quisiera yo, la verdad es que tiene razón. Pero como dicen mis compañeros de trabajo, cuando intentan interceder por mí delante del jefe, sino me permiten comenzar a tener la experiencia, entonces nunca estaré capacitada para el trabajo.
Eso realmente apesta, porque bajó mucho mi autoestima la poca confianza que tiene el presidente de la revista sobre mí, quiero decir, si tan poco capacitada cree que estoy, ¿para qué me contrató? Lo sabremos en la próxima emisión, señores, porque es momento de sentarse a trabajar.
Mentira, no tengo la respuesta. Asumo que algo de lástima le dio la pobre chica de veintitrés años que apareció un día en su revista recién graduada, sin experiencia y sin familia que la respalde. Gran corazón tiene el viejo, no se le puede negar.
Y aquí estoy, dos años después, y lo máximo que he ascendido, ha sido de pasante a redactora de artículos y columnas.
Aunque, si lo veo desde otra perspectiva, no está tan mal. Es solo que soy codiciosa y quiero hacer periodismo de calle. Quiero vivir la verdadera aventura de mi profesión.
Luego de acabar mi té amargo, ruedo mi silla hasta quedar completamente estampada contra el escritorio, porque odio escribir a tanta distancia, para tomar mi laptop asignada y encenderla.
Mientras la poderosa Lenovo de hace dos modelos atrás se enciende, hago un intento absurdo de ordenar el desastre sobre mi escritorio.
Intento que consiste en agrupar todas las carpetas, documentos y post-it en una sola montaña y luego meterlas sin remordimiento en la primera gaveta de mi escritorio. La segunda y la tercera ya se encuentran llenas.
Seriamente debo reconsiderar organizar todo o conseguir un nuevo archivador. La segunda luce como la opción más agradable.
Rio internamente, una vez floja, nunca dejas de serlo.
Una vez con mi mouse inalámbrico ubicado sobre mi mousepad para mi mejor comodidad, comienzo a teclear mi usuario de acceso y busco rápidamente en mi disco duro mental cuál debe ser mi primer trabajo del día.
Creo recordar que el jefe me dijo a través de un audio de WhatsApp que me había dejado unos correos con algunos hechos noticiosos que le gustaría que salieran en el número de mañana y yo debía encargarme de redactar para mandarlo al editor.
Realmente me fastidia mucho trabajar por correo electrónico, pero tengo que admitir que es una manera perfecta para poder mantener la comunicación de la empresa, entiendo que es mucho más profesional.
Lo cual no cambia en absoluto el hecho de que me siga fastidiando redactar y leer correos formales.
—Veamos que tiene el jefe para mí hoy. —digo bajito con voz maliciosa, pulsando el icono del correo anclada en la barra de inicio.
Mientras espero que la bandeja de entrada al correo termine de cargar, ubico mi reproductor de música en mi cartera y coloco los audífonos en mis oídos, dando play a una de mis canciones favoritas de Marc Anthony. Qué divinidad escuchar salsa por las mañanas.
—Mirándote a los ojos, se responden mis proquéééésss, —Cierro los ojos y chillo a todo pulmón la intro— me inspiro en tus palabras y mi casa está en tu pieeeeeel... —paro de golpe cuando, al abrir mis ojos, leo a toda prisa el asunto del último correo enviado por mi jefe.
Casa de Familia es consumida por las llamas,
solo hay un sobreviviente.
Cuando mis ojos llegan a la última letra de aquel titular, mis sentidos se desconectan del mundo.
Ya no es la voz de Marc lo que escucho a través de mis audífonos, ahora solo se reproduce el agudo sonido de la sirena de una ambulancia, acompañado de gritos desgarradores de fondo, con las voces de los paramédicos gritando instrucciones a todo el mundo.
En ese preciso momento, mi mundo se congeló. Mi cuerpo y mi mente ya no se encontraban en el escritorio de mi oficina en la revista Marca Roja. No. Ahora me encontraba atrapada bajo los escombros del techo de mi casa en llamas, llamando desesperadamente a mis padres.
Mi pierna derecha comenzaba a entumecerse, mi espalda ardía y cedía lentamente a las llamas. No podía moverme. Solo podía mirar con los ojos ampliamente abiertos como toda una vida de recuerdos era consumida por el poder del fuego.
Las fotos del matrimonio de mis padres, aquella que guardaban con tanto amor, debido a que en ella se encontraban retratados mis abuelos fallecidos.
Su luna de miel en los Andes venezolanos. La primera foto del día de mi nacimiento. Mi bautizo. Mi graduación del colegio. Todos los tesoros y recuerdos más preciados de mis padres rendidos ante las llamas, diciendo adiós silenciosamente.
Sin embargo, horas más tarde supe que aquellos recuerdos no fueron lo más valioso que se perdió en aquel incendio.
En algún punto de aquel instante tan eterno, entre las lamidas del fuego hacia mis ropas, el fuerte humo que invadía mis pulmones, y la energía gastada en gritos y lágrimas, me desmayé.
Perdí el conocimiento y desperté, aparentemente, casi un día después en la Unidad de Cuidados Intensivos. Una máscara de oxígeno cubría mi rostro y todo mi cuerpo se encontraba entumecido.
Pero esa no fue la peor parte. Ni siquiera la horrible proceso de recuperación que tuve que atravesar con tan solo dieciocho años de edad.
El dolor de las terapias para recuperar la movilidad de mis piernas, o las horripilantes curas por las que tuve que pasar para eliminar las quemaduras de la piel de mi espalda, jamás se comparará con el dolor que sentí al enterarme que había sido la única sobreviviente a aquel incendio.
¿Qué son un par de cicatrices en la espalda a cambio de seguir viviendo un poco más? Mis padres nunca lo sabrán. Nunca conocerán lo sola que me encuentro en el mundo sin ellos.
Una presión sobre mi hombro me traslada de nuevo al presente, haciéndome parpadear repetidamente para ahuyentar las lágrimas que no sabía que estaba derramando.
La mirada preocupada de Mindy me dio la bienvenida al mundo real al mismo tiempo que el sonido de mis sollozos comenzó a inundar mis tímpanos.
—¿Qué ocurre, Mer? —Sus manos iban de arriba abajo por mis brazos con afecto, y no pude resistirlo, me aventé a sus brazos. Rogando por un abrazo. Anhelando el cariño de alguien, quien fuera, para poder sanar mi corazón.
No respondí a su pregunta. No podía hacerlo, el dolor de aquel recuerdo era demasiado fuerte para expresarlo en voz alta. Incluso sabiendo que quizá lo correcto sería hacerlo, desahogarlo con otra persona.
Sin embargo yo no me encontraba lista para aquello, incluso después de siete años, aquel era un duelo con el que era egoísta. Porque es mío y es a lo único que me aferro para seguir día a día.
Los pequeños brazos de Mindy hacían todo lo posible por ofrecerme calor, así que me apiade de ella y me aleje con lentitud.
—Voy a estar bien, ¿recuerdas? Soy una niña grande —Sonreí para calmarla, ya con mis sollozos controlados. Sabía que mi cara estaría roja por el llanto, y que ella podría ver a través de esa sonrisa lo rota que me encontraba. Pero yo no iba a ceder, y ella siempre ha sido híper consciente de eso.
Con renuencia, y asegurándome que estaría aquí en cuanto me necesite, se marchó de la oficina, dejándome sola con mis pensamientos.
Deseché todo lo negativo que llegó de golpe a mi cabeza y decidí ponerme a trabajar, tomando antes un pequeño momento para ir al baño y lavarme la cara. Sin retocar mi maquillaje.
El resto del día transcurrió con mi mente en modo neutro, no me permití recordar en ningún momento mientras redactaba los artículos que me asignaron, así como tampoco dejé a mi mente vagar entre los interludios de uno y otro.
Sin darme cuenta, el reloj en la pantalla de mi laptop marcaba las cuatro de la tarde, la hora de mi salida.
Comencé a recoger robóticamente mis pertenencias, tirando todo de forma descuidada dentro de mi bolso. Ojalá mis cosméticos sobrevivan a este ataque violento de descuido.
Todos los reporteros se hallaban tecleando ferozmente en sus computadores, ninguno de ellos abandonaría su puesto de trabajo hasta haber entregado cada uno de esos artículos y noticias que deben salir en la edición de mañana.
Por mi parte, mi trabajo estaba listo por hoy. Así que, próxima parada, cualquier tienda donde pueda comprar un six pack de cerveza y mucho helado.
Es así como dos horas después, estacionaba mi auto en mi puesto designado del complejo residencial donde vivo. Me coloco unas sandalias bajas, dejando los tacones olvidados en los pies de la zona del copiloto.
Tomo mi bolso y el helado con una mano, y dos six packs con la otra. Sí, compré dos, una nunca sabe.
Bloqueo mi auto con el pequeño control y activando la alarma, comienzo a caminar perezosamente hacia el elevador. Piso uno allá te voy.
Sáquenlo de sus cabezas, no subiré por las escaleras. Y saben que ustedes tampoco lo harían.
Tarareando una canción de Jerry Rivera que le encantaba a mi madre, veo como la caja mecánica desciende desde el piso diez hasta llegar a donde estoy, liberando a un matrimonio joven con lo que parece un par de bebés gemelos.
Le hice caritas monas a uno de los bebés, mientras las puertas se cerraban en mi cara, para ascender y llevarme directo a mi hogar.
Sin fijarme si mis compañeras de cuarto ya llegaron a casa, camino derechito hasta mi habitación. Pongo el helado y las cervezas en mi mini refrigerador para dulces, y saco todo mi traje de señora ejecutiva, para enfundarme en una bata larga de abuela.
Pienso que quizá sería buena idea tomar una ducha, pero no me encuentro de ánimo en este momento, así que en su lugar, abro el primer six pack de cerveza y saco una lata.
—¡Por los muertos! —exclamo, derramando un poco del líquido ambarino en la alfombra— Salud, papá y mamá.
Luego de aquel primer trago, no paré. No paré en la primera lata, ni siquiera tras acabar el primer pack. No acabé cuando las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
Tampoco paré cuando la piel de mi espalda comenzó a arder ante los recuerdos, ni cuando caí al piso y abracé mis rodillas.
En realidad no sé cuál fue el desenlace de esa noche.
Solo sé que al día siguiente, sentada en mi oficina, aún podía sentir la calidez de unos brazos rodeándome. Buscando consolar mi dolor.
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