Prólogo
Mientras el rifle disparaba su última bala, el soldado levantó la mirada; los transportes, con su precioso cargamento de humanos, se estaban levantando hacia la puesta del sol de aquel día glorioso. Un centenar de chorros de gases en combustión los impulsaban hacia los cielos. Nunca sabrían que alguien había luchado de tal forma por sus vidas. Y nunca oirían su nombre ni compondrían canciones en su honor. Mientras la oscuridad se abatía sobre él, un último pensamiento le hizo sonreír: las estelas de las naves que escapaban del planeta... son doradas".
Tracy Hickman, "The Speed of Darkness".
"El Hundimiento de la Atlántida es, en rigor de la verdad, sólo una consecuencia; el final de una etapa en el desarrollo de un conflicto, de una Guerra Esencial que comenzó mucho antes, en el Origen extraterrestre del Espíritu humano, y que aún no ha concluido.".
Nimrod del Rosario, El Misterio de Belicena Villca
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Y allí estaban ambos: mentora y pupilo casi lado a lado. Cuando Laura entró al aula de castigo halló al pequeño Marshall sentado y con sus ojos fijos en la ventana, mirando aquel cielo de Uruhara que era tan parecido al de la vieja Tierra; ese cielo que empezaba a dormirse e iba desangrando las nubes con los colores del alba.
Laura se le acercó y se detuvo a su lado.
—Ay Marshall —dijo Laura al taciturno niño—. Tú y tus averías empiezan a cansarme.
Marshall miró a su mentora con una mirada perdida de ayer, de nostalgia, totalmente impropia para un niño de su edad; y dijo:
—Sé lo que sabes, ya sé que lo viste.
Laura esbozó una sonrisa para sus adentros, tratando de enfocarse en sus propios gestos imaginarios para no pensar demasiado alto. Ella sabía que, estando cerca Marshall, sus pensamientos debían ser silenciosos.
—Cuántas veces te he dicho que no leas la mente de las demás personas —reprendió Laura al niño.
—Piensas con tanta fuerza que no pude evitarlo —respondió—. ¿Por qué estás tan enojada?
—Lo que hiciste es grave, Marshall.
—¿Por qué?
—Está bien que sepas la verdad sobre tus padres, pero, ¿tenías que hacerlo público?
El niño quedó brevemente en silencio y luego murmuró:
—Era la única forma en que la historia de mis padres llegaría a las mentes adecuadas —Laura lo miró reojo—. Una de esas mentes formará parte de la tripulación del Anomalocaris algún día y necesitará saber esto para cumplir su rol en el futuro.
—¿Sabes qué pasará en el futuro, Marshall?
—No, pero lo presiento.
—Si la historia depende de tus presentimientos, entonces estamos en serios problemas.
Marshall desvió su mirada al cielo para ocultar su dolor. Laura lo notó y se sentó a su lado. Entonces el niño continuó:
—Sabes, pienso en ellos todos los días —dijo con lágrimas en su rostro pálido, hermoso, casi inhumano. Era contradictorio verlo porque sonreía con dolor mientras lloraba. No era una sonrisa infantil, sino una de frustración.
—¿En quiénes?
—En mis padres.
—Eran buenas personas.
—¿Acaso el mundo no debería saber qué clase de personas eran?
—Existe una versión oficial de la historia por algo, Marshall —replicó Laura, algo nerviosa. Temía que el niño le leyese la mente como tantas veces había hecho.
—Pero todos se han olvidado de poner a mis padres en esa historia.
—Quizás era lo mejor.
—¿Para quién?
—Para ti, para mí, para todos. ¿Sabes lo que nos costó evitar que te conviertan en una rata de laboratorio?
—Lo sé. Lo leí de tu mente y de la doctora muchas veces.
Hubo otro breve silencio que Laura rompió con su voz severa.
—Tus padres te amaban.
Marshall suspiró, tratando de consolarse a sí mismo; sin embargo la pena no cedía, el vacío de su orfandad lo atormentaba silenciosamente.
—Me van a castigar, ¿cierto? —preguntó el chico.
—Sí.
—No importa, nuestros años en el universo no van a durar tanto.
—¿Eso ves en el futuro?
—No lo veo, lo presiento —Marshall exhaló profundamente—. Estoy harto de la luz, Laura. En las noches no puedo dormir. Siempre tengo sueños que están llenos de luz y que no me dejan tener la mente tranquila. Me gustaría que alguien apagara las luces sólo un momento. Quisiera dormir a oscuras, aunque sea por unas horas.
—Tendrías que apagar el sol para eso —respondió Laura.
—No, sólo debería apagar la luz de mi cabeza, y de la tuya, y de todas las personas de la galaxia. ¿Sabes cuánto molesta escuchar los pensamientos de todos, todo el tiempo? ¿Alguna vez te imaginaste lo que es escuchar las voces de todos los humanos de la galaxia de todos los tiempos?
—Debe ser molesto —respondió la mujer, aunque en realidad se le dificultaba imaginar las palabras del niño; no, ella no entendía nada de lo que Marshall le decía.
—Esas voces son como luces, muchas luces, tantas como las estrellas. Estoy harto de ellas. Quiero ir a mis Días sin Luz.
—Quizás la doctora pueda darte algo para dormir...
—No quiero pastillas —interrumpió el niño—. La muerte es el regalo que quiero, porque morir justifica vivir.
—Le dije eso a tu padre —replicó Laura.
—Y tú lo leíste de un filósofo del siglo XXI.
—Y él lo oyó de un extraterrestre aliado de la raza humana.
Ambos, mentora y pupilo, se miraron.
—No era un extraterrestre —dijo el niño—. Era su espíritu.
—¿Espíritu? —preguntó la mujer.
—Sí, un espíritu que tuvo Días sin Luz y que durmió tanto que se cansó; y despertó de verdad, como mis padres. No como tú, que despiertas pero en realidad sigues dormida.
—Y tú, Marshall, ¿estás despierto?
—No, pero despertaré cuando me canse de dormir. Y sólo dormiré cuando apaguen las luces.
Laura se puso de pie.
—Eres un niño demasiado complicado.
Empezaba a irse la mujer cuando el niño la llamó.
—¡Laura!
Ella volteó y el muchacho pronunció la única frase que podía diferenciarlo de un extraño fenómeno nacido en el espacio; una expresión que era firme prueba de su humanidad a pesar de su nada humano código genético, de sus habilidades casi alienígenas, de sus pensamientos atípicos para un ejemplar Sapiens que fue producto del amor más humano del que el Sistema Solar fuera escenario. Él únicamente dijo:
—Tengo hambre.
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