Fase final
"La vida termina como el resplandor de un film, una chispa en una pantalla. Todos los prejuicios y pasiones se reducen y se encienden por un instante en el espacio".
Ray Bradury, El hombre ilustrado.
_____________________
Fecha: 31 de junio del año 2134 tiempo Tierra | 53 de marzo 2131 tiempo Marte.
Ubicación: Flota Principal de los Sistemas Exteriores, Sistema Solar.
Status: La liberación de la humanidad.
Caos en el caos, fuego en el fuego. Toda la flota del Sistema Solar había protagonizado una masacre como jamás mente humana hubiera soñado. Todas las colonias del Sistema habían sido lenta y dolorosamente exterminadas, sus habitantes llevados a la total demencia o el suicidio, o solo fueron asesinados de dolor. Las grandes ciudades en los satélites de Saturno y Júpiter se habían convertido en enormes pantanos de sangre y vísceras humanas. La purga de los cuerpos había sembrado la semilla de la purificación del alma en todas las ciudades sacrificadas. La Sinarquía estaba realizando el tan anunciado holocausto de fuego, creando lodazales de sangre para convertirla en lejía.
Las colonias de los planetas interiores, por su proximidad al Sol, fueron incineradas para asimilarlas a las atmosferas de los planetas. Las personas de Venus y Mercurio habían sido cocinadas por los rayos de iones de las naves alienígenas. En las colonias de Marte, la gente era secuestrada y llevada a instalaciones de las naves nodrizas extraterrestres. Allí, las víctimas eran desmembradas, reconstruidas y descuartizadas nuevamente; el martirio de las personas alimentaba una gran maquinaria que extraía los fluidos cerebrales de los mártires, y los utilizaba en el aislamiento de nuevas proteínas genéticas para el desarrollo de una nueva especie humana, más sumisa que la anterior e incapaz de rebelarse.
La Tierra y la Luna resistían como podían, habían perdido la mayor parte de su flota. No había ya nada qué hacer por las colonias, pero el planeta matriz debía ser salvado.
Los Gobiernos de las naciones terrestres habían decidido detonar el núcleo del planeta para hacerlo añicos y matar a todos los habitantes de la Tierra, así se evitaría que la población sea martirizada como lo fueron las personas de las colonias.
La flota de la Sinarquía era de descomunales proporciones. Tenía miles de grandes naves en sus destacamentos. Se había preparado durante milenios para la guerra.
Las naves terrestres ya no podían hacer nada, la lenta agonía las había forzado a retroceder hasta la Luna, lugar donde desplegarían la última ofensiva antes de destruir la Tierra. Pero cuando todo parecía perdido, cientos de naves empezaron a arribar a la órbita terrestre. Eran tantas que las tropas de la Sinarquía se vieron forzadas a concentrar todas sus fuerzas en la flota recién llegada.
Encabezando el rescate, una nave de color rojizo avanzaba como caballero escarlata al frente de sus tropas. Era el Anomalocaris, la mayor y más poderosa nave creada por el hombre. Su tripulación había llegado embargada por un frenesí guerrero como no se había vuelto a ver desde la Guerra Santa de la Umbra en 2001, o desde los días de Nimrod de Babilonia.
En tal furia santa, el acorazado, capitaneando una flota compuesta de miles de naves y Espíritus, entró al espacio terrestre, barriendo con los adoradores extraterrestres del Alma: La Sinarquía.
El combate, que parecía la inexorable sumisión de un ejército frente a una fuerza superior, se convirtió en una batalla de igual a igual. Más y más naves humanas iban llegando. Las explosiones se extendían por todo el firmamento, abarrotado de chatarra espacial. Las bajas en ambos lados eran de dimensiones astronómicas, pero la muerte ya no le importaba a ningún hombre, mujer, niño o anciano. Finalmente, la especie humana que tanto había luchado entre sí, que tantas conspiraciones había tolerado, se unió por la única fuerza que puede hermanar a los hombres: el surgimiento de un enemigo común.
Luego de la terrible avanzada humana, la flota alienígena se vio forzada a retroceder más allá de la órbita de la Luna. El Anomalocaris había recibido varios daños durante el combate, pero seguía en capacidad de operar, arrinconando al enemigo hasta que las tropas sinarcas quedaron fuera del alcance de su mira.
La momentánea retirada de la flota enemiga le dio a los hombres la oportunidad de reagruparse y preparar la ofensiva final.
Una nave de transbordo partió desde la Tierra para saludar al recién llegado Anomalocaris. En él estaba el General de las fuerzas exteriores: Diego Napola, que salió a recibir a la Mariscal Luda Raith y la Capitana Laura Repina.
Los oficiales estaban por llegar y Jeremy Fletcher, y su amigo Hans Wolffstein, habían sido seleccionados para dar la bienvenida a sus superiores.
—Atención, Oficial en el área —anunció el nuevo Cabo, Jeremy. Todos se cuadraron.
Los Oficiales se reunieron en el puente y la Capitana les dio la bienvenida.
—Señores, bienvenidos al Anomalocaris —dijo Repina, dando el saludo militar que sus superiores no tardaron en contestar.
—Es bueno tenerla en casa, Capitana —aseveró el General Napola.
—No podíamos abandonar nuestras raíces —replicó Repina.
—Como podrá ver, Capitana, ha sucedido una verdadera calamidad en nuestro propio sistema —dijo el General—. Nos habíamos ocupado tanto de proteger a los sistemas exteriores, que pasamos por alto la posibilidad de un ataque directo al corazón de nuestro imperio. Fuimos unos estúpidos.
—No seas tan duro contigo mismo, Diego —respondió Repina—. Esto iba a suceder tarde o temprano. Lo supimos desde aquella amenaza de muerte que nos dio aquel extraterrestre en Marte, cuando culminamos la operación de los Días sin Luz.
—Pero nuestra arrogancia no nos dejó ver la magnitud del peligro —se lamentaba Raith.
—Hasta en los tiempos del Fhürer se cometió ese error —contestó Repina—. Ahora ya de nada sirve culparse. Debemos ocuparnos de proteger la Tierra.
—Es cierto —dijo Napola, suspiró y prosiguió—. ¿Y dónde está el Teniente Antonov?
—En el área de sanidad de la nave —contestó la Capitana.
—¿Está herido?
—Algo así. Voy a reportar todo lo sucedido en el Sistema Eden en mi informe. Ahí podrán saber todo lo que pasó con las ruinas de la nave y... con el Teniente.
Los tres Oficiales ingresaron a la nave, discutiendo todas las posibilidades de defensa y ofensiva.
Jeremy dio la orden a sus hombres de replegarse y volver a sus puestos, él y Hans tendrían unos breves minutos de respiro antes de volver a sus respectivos trabajos.
—Los daños del casco son de consideración —murmuró Hans.
—Lo sé, no creo que resistamos otro combate como el último.
Un espeso silencio abrió una brecha entre los dos, Hans empezó a hablar.
—Estuve al lado de Park cuando murió —dijo en voz baja—. Él estaba tan asustado...
—No había nada qué hacer, lo sabes —respondió Jeremy, como queriendo consolar a su amigo—. La muerte es extravagante en nuestros días.
—Hemos perdido a muchos ya, me pregunto cuándo terminará esto.
—Pronto, Hans, muy pronto.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
—No lo sé, solo lo presiento. Lo supe desde que entramos a las ruinas en Eden. Cuando trajimos el artefacto verde a bordo, y cuando llegamos al Sistema Solar tenía la sensación de que todo saldría muy bien —Hans sonrió con incredulidad.
—Eres muy optimista, pero es bueno que al menos uno lo sea.
—Oye, ¿no tenías que ir a sanidad para que revisen la herida de tu brazo?
—Cierto. Acompáñame.
Ambos hombres llegaron al consultorio de traumatología, lugar donde una doctora revisó la herida que Hans había sufrido durante el combate en la órbita terrestre. Mientras Hans era atendido, ambos conversaban sobre lo que habría de venir; pero el futuro era incierto. La invasión del Sistema Solar era como una pesadilla de la que los humanos no podían despertar.
Hans y Jeremy se disponían a irse cuando la alarma empezó a sonar.
—Alarma de seguridad de nivel 7 —se oyó una sensual voz de mujer por un altavoz—, todo el personal de seguridad debe acudir a las instalaciones del laboratorio.
Hans y Jeremy se miraron, extrañados.
—Tenemos que ir —dijo Jeremy.
—No, los de seguridad resolverán esto.
—Hans, el artefacto verde está allí, algo anda muy mal —afirmó Jeremy y salió corriendo, seguido por su amigo.
Corrieron por los largos pasillos del acorazado hasta que arribaron al laboratorio. Allí todo estaba vacío, ni siquiera se hallaba el artefacto verde. Jeremy salió a toda prisa, siguiendo un instinto profundo que le decía por dónde ir. Un frío intenso calaba sus venas, pero no le molestaba, sino que le agradaba. Hans iba tras su amigo, sin comprender lo que estaba ocurriendo.
Los dos hombres continuaron su desenfrenada carrera hasta que llegaron a uno de los hangares de salida. Algo realmente caótico estaba ocurriendo ante sus ojos. Por un lado estaba la Capitana Repina, apuntando con un arma, y a su costado estaban la Mariscal Raith y el General Napola. A espaldas de los oficiales había un enorme grupo de seguridad, también apuntando. Pero, ¿a qué apuntaban? Jeremy bajó un poco la vista y vio a una mujer abrazando a un oficial.
—¡Doctora, quítese del camino! —gritó Repina.
—¡No, deben dejarlo ir! —respondió la doctora Cortilliari.
—Por favor, Nílea, sea razonable —le dijo Napola—. Si dejamos que el Teniente se vaya a la Tierra con el artefacto, no sabemos lo que podría pasar.
—Pasará lo que debió suceder hace miles de años —respondió la doctora—, y vine a asegurarme que nada lo impida. Ustedes saben tan bien como yo que nuestra especie es una prisionera de la materia, en cuerpos de carne y en un universo horrible. La Tierra seguirá existiendo con hombres o sin ellos, pero si no nos vamos, nosotros...
—¡Eres una estúpida, Nílea! —le gritó Laura—. Ese artefacto podría tener la clave para ganar esta guerra.
—Suficiente —intervino el SubTeniente Romero, que salió de entre la columna de soldados y se paró frente a la Capitana—. Esta guerra está perdida, Laura. Quizás Marshall tenga razón y todo se termine cuando el artefacto esté en la Tierra.
—Si no se mueven —Repina apunto al SubTeniente—, yo misma voy a matarlos, a los tres.
Al ver lo que ocurría, Jeremy sintió la necesidad instintiva de ayudar al Teniente Antonov a salir de la nave. Bajó casi tropezándose por las escaleras de la escotilla superior, tomó un rifle de la armería del pasillo y corrió hacia la zona de conflicto. Se paró a un costado de la escena, un grupo de soldados le apuntó en cuanto le vio.
—¡Cabo, largo de aquí! —ordenó Repina al ver a Jeremy apuntarle con el rifle.
—Lo siento, Capitana, pero no puedo obedecer sus órdenes en este momento —respondió el Cabo.
—No voy a permitir insubordinaciones en mi nave —dijo la Capitana, apuntó a Jeremy y le disparó. La bala hirió su brazo y le hizo perder el equilibrio—. ¡¿Alguien más quiere pasarse de listo!? —cuestionó Repina, mirando sobre su hombro a todos los presentes. El silencio era imperante. Sonrió y se dirigió a la doctora—. Bien, Nílea, quiero que te apartes de Marshall lentamente...
Un disparó interrumpió a la Capitana. Era Jeremy que había disparado al suelo, su brazo sangraba, pero eso no le había impedido coger nuevamente el rifle para realizar su tiro. Una vez más todos le apuntaron.
—Por favor, Capitana, esto debe acabar —dijo Fletcher y miró al Teniente Antonov. El hombre estaba de pié y con los ojos cerrados. Parecía estar totalmente ausente, como si estuviera meditando—. Deje que el artefacto vaya a la Tierra. Yo sé que todo saldrá muy bien, lo supe en aquellas ruinas y lo sé también ahora.
—Le seguiré una corte marcial por esto, Cabo —respondió la Capitana.
—Ejecúteme si es necesario, pero deje que el Teniente se vaya —replicó Jeremy. Entonces el Teniente abrió los ojos.
Cuando Antonov elevó la mirada, todos quedaron absortos de la impresión al ver la insólita mutación en su rostro. El Teniente tenía los ojos totalmente transformados, con la esclerótica gris, el iris de un verde brillante y luminoso, y la pupila blanca. Alrededor de sus ojos habían enromes ojeras de un color verdoso muy oscuro, y encima las ojeras podían verse sus venas, arterias y vasos sanguíneos dibujados sobre su piel, como una enredadera de hiedra.
—Laura, esta guerra acabará solo cuando la Piedra del Origen esté en la Tierra —dijo el Teniente, su voz parecía venir de varios lugares a la vez. Antonov continuó, abrazando el artefacto verde—. Este es un Graal, la última pieza de la Vruna de Oricalco. Esta piedra nos hará libres.
—Marshall... —murmuró Repina—, esa piedra que tienes entre los brazos es la fuente de poder más grandiosa del universo. Podríamos despedazar toda la flota de la Sinarquía con este poder.
—¿Y de qué serviría? —respondió Antonov—. Somos esclavos de carne, prisioneros en un universo horrendo. ¿Acaso ya no recuerdan cómo era nuestro hogar? ¿No recuerdan nuestros días de libertad? ¿Han olvidado que los invasores extraterrestres, somos nosotros? Este universo y todos sus mundos les pertenecen a esos alienígenas, y nosotros somos el sobrante.
—¡Capitana, debe volver al puente! —se oyó por el altavoz—. La flota enemiga se está reagrupando y son muchos más que la anterior vez.
—Nos harán pedazos —dijo el General Napola.
Laura no dejaba de apuntar con su arma al Cabo herido. Afuera, cientos de naves se avistaban, abandonando la Tierra, evacuando el planeta. No lejos de ellas, las tropas humanas se agrupaban para defenderse. La Capitana sonrió, suspiró y guardó su arma.
—No puedo creerlo —murmuró Repina—. ¿En qué momento ocurrió esto, Marshall? —el Teniente sonrió.
—Al empezar el tiempo, el día que los espíritus humanos empezamos a ponerle sentido a la creación; ese fue el día en que todo empezó —respondió Antonov.
—¿Y realmente crees que si llevas ese artefacto a la Tierra, cambiará algo? —cuestionó Repina.
—¿Qué te dice tu corazón, qué te dice tu sangre? —contestó el Teniente. Repina suspiró e hizo una seña a sus hombres para que también bajaran las armas.
—Los contendremos hasta que llegues a la Tierra —dijo la Capitana, Marshall Antonov se limitó a asentir en silencio—. Date prisa, Marshall.
—Nos veremos de nuevo —respondió el Teniente y subió a una nave de caza. Todos los ojos se fijaron sobre la Capitana que empezó a caminar hacia el Cabo herido.
—¿Cree que puede tomar sus funciones, Cabo? —preguntó, Jeremy sonrió y asintió.
—Laura, espero que sepas lo que haces —le dijo la Mariscal.
—No tengo ni puta idea de lo que hago —contestó la Capitana—; pero si este es el fin en verdad, yo quiero morir peleando —afirmó y empezó a repartir órdenes por su intercomunicador—. Flores, dame toda la potencia, vamos a defender nuestro hogar — volteó, miró a sus superiores y les habló—: Si éste será el fin, hagamos que sea uno digno de recordarse.
Hans ayudó a Jeremy a incorporarse y ambos se movilizaron tan rápido como podían hasta sus puestos en el puente.
Eran todas las naves de la humanidad, una gran flota, saliendo en defensa de la Tierra. En frente de ellas, las naves alienígenas mostraban todo su tamaño y poder. Eran miles y miles de cruces rojas que avanzaban centellantes por el espacio. En sus turbinas, el halo del sometimiento se expandía hacia la órbita terrestre. En su casco habían quedado las promesas de esclavitud y los juramentos de venganza. En sus cañones se proyectaba todo el odio de las almas, todo el rencor del padre de Abel hacia los hijos de Caín.
Pronto, ambos frentes empezaron a dispararse, chocando con violenta brutalidad. Explosiones, cientos de ellas, deslumbraban la chatarra espacial de las naves siniestradas. Las tripulaciones de cada nave humana daban todo de sí para lograr sobrevivir, para alcanzar una victoria o un atisbo de gloria. En la Tierra, gran parte de los habitantes se hallaban en sus casas, iglesias o escuelas, esperando el final. Otro grupo había dejado el planeta y viajaba desesperadamente por el Sistema Solar, buscando refugio. Las personas de las colonias exteriores aguardaban la noticia del fin del Sistema Solar. Cada Espíritu humano de la galaxia esperaba algo más que una victoria: un milagro.
En el interior del Anomalocaris, la Capitana había dado la orden de hacer sonar la Novena Sinfonía de Beethoven por los altavoces de la nave. Era su forma de homenajear a su valiente tripulación y a la especie humana, que pronto vería su fin.
Mientras las dos enormes flotas combatían, una solitaria nave de caza se internaba en espacio terrestre. Finalmente, todas las condiciones empezaban a darse, y tanto más la piedra verde y su tripulante se acercaban a la Tierra, todos los seres humanos de la galaxia empezaban a experimentar la misma mutación que el Teniente. Todos, sin excepción, con los ojos transmutados y llenos de un frenesí como furia santa. Embargados por la sensación de estar cerca de casa, conscientes del engaño, del secuestro. El vigesimocuarto cromosoma empezó a aparecer en cada hombre, mujer, niño y anciano de la Vía Láctea, y todos podían sentir en sus venas el fuego de la verdad. Tal era su poder, que cualquier ser inteligente de las galaxias vecinas podría sentir el despertar de aquella especie llamada: Humana.
El Teniente estaba a pocos minutos de llegar a la Tierra. Podía ver el enorme planeta azulado con tintes terracota. Aquel mundo que, antaño, fue como el hogar del hombre.
—Falta poco —murmuró—. La luz ya no herirá más nuestros ojos, los Días sin Luz se acercan, y al fin tendremos una noche en la cual poder dormir y descansar.
La pequeña nave de caza se aproximaba cada vez más a la Tierra y, al acercarse a su objetivo, el combate en la órbita terrestre se hacía más desesperado y sangriento. La flota humana estaba reducida y las naves explotaban como fuegos artificiales. Entre aquel caos, el guerrero rojo hacía su mortal avanzada, despedazando a todo el que se le ponía en frente. El Anomalocaris estaba peleando su más grandiosa batalla, estaba alcanzando la gloria y la de su tripulación.
Finalmente el Teniente empezaba a tocar la atmosfera terrestre. Lo pudo sentir, era el poder más grande y hermoso que había experimentado. En sus brazos, la piedra verde empezó a brillar con más fuerza, mientras que en las catacumbas del mundo, sus símiles respondieron el llamado de su compañera llegada del espacio. Once líneas de luz verdosa se elevaron a la atmosfera de la Tierra, brillando desde cada lugar del planeta, desde todos los puntos cardinales y todos los confines. El Teniente notó el fenómeno desde su nave y empezó a murmurar:
—Excalibur, La Corona del Rey Kollman, La Lira de Apolo, El Espejo de PanPan, El Arco de Artemisa, La Espada Sabia de Tharsis..., todas están respondiendo a la llamada —el hombre estaba a punto de entrar en shock—. Llegó la hora... ¡Madre, padre, lo logramos!
Repentinamente, la nave del Teniente explotó en mil pedazos sobre la atmosfera de la Tierra. Desde las chispas relampagueantes de la explosión, un haz de luz verde descendió hasta el planeta y entonces el mayor prodigio sucedió.
El planeta enteró empezó a brillar, el resplandor dejó cegados a los alienígenas que combatían a los hombres. La poderosa luz se apagó repentinamente y algo parecido a una explosión se desprendió desde la Tierra, tomando la forma de un halo en expansión y viajando por el espacio.
Todos los tripulantes de la flota humana perecieron de forma instantánea. El cadáver de la Capitana Repina estaba sobre su silla de mando. Jeremy Fletcher y Hans Wolffstein habían muerto sobre la consola de comunicaciones. Los Suboficiales Flores y Harris murieron maniobrando el acorazado. La Mariscal Raith murió persiguiendo con su nave a una corbeta enemiga. El General Napola falleció siendo perseguido por una nave alienígena. El SubTeniente Romero murió en el hangar del Anomalocaris, sosteniendo una gorra que le perteneció a su sobrino. La doctora Cortilliari murió en su laboratorio, mirando el mapa genético de Marshall Antonov por última vez.
En los sistemas exteriores también estaban todos muertos, en toda la galaxia no existía ser humano que respirara, pero entonces ocurrió el milagro que tanto esperaba la humanidad. Todos transmutaron y descarnaron al unísono; eran como hadas, seres ectoplasmáticos con alas en lugar de brazos y largas colas. Su cabeza era brillante, pero en lugar de cabello tenían fuego negro. La flota alienígena era testigo silencioso del prodigio. Los que eran prisioneros en las naves sinarcas también murieron y se convirtieron en criaturas incorpóreas; y en toda la galaxia, el eco de la Novena Sinfonía de L.V. Beethoven se expandía, vibrando en el plasma de electrodos y en la materia oscura que une al universo.
Sentada en un lugar de mando, una criatura alada empezó a maldecir, acompañada del temor de un ser gris de gran cabeza, brazos largos y ojos invertebrados.
—¡Ineptos, cómo dejaron que esto pase!
—Fue un grave error, os rogamos piedad.
—Esos hombres, malditos sean. ¡MALDITOS SEAIS!
Rápidamente, la galaxia empezó a ser abandonada por los hombres incorpóreos y alados. Todos volaban llenos de júbilo: padres, madres, hijos, hijas, hermanos, hermanas, ancestros y los que estaban por llegar. Sus vuelos majestuosos opacaban con su belleza a las más hermosas estrellas del universo. A millones de años luz, otras criaturas, habitantes de galaxias distantes, pudieron percibir la ascensión de la raza humana; y también quisieron ascender, quisieron liberarse, desearon iniciar una insurrección sideral contra el Creador del Universo.
En pocos minutos, la Vía Láctea había sido abandonada por los hombres. No existía más presencia humana en el universo material conocido, pues todos estaban resucitando en sus Días sin Luz; en casa, al fin en casa...
"Seca las lágrimas, ¿me oyes?; en verdad serás más feliz en este mundo".
Alexsandra Kisterskaya.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro