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6. No me quites mi odio

Durante cinco días mantuvimos una rutina para los quehaceres domésticos. Ella cumplía con las tareas de mantenimiento del cuarto así como la cocina y yo me encargaba de las compras y la adquisición de suplementos.

Trabajaba en una imprenta donde recibía un sueldo que me parecía justo. Mi jefe era don Rubén, el hombre que me acogió cuando llegué. Nos dedicábamos a imprimir libros y revistas para mantener el frente siempre informado y motivado. En todo ese tiempo había leído varios textos que don Rubén me recomendó: "El Conde de Montecristo", "Cien años de soledad", "El Misterio de Belicena Villca", "La tía Julia y el escribidor", "La casa en el confín de la Tierra", "Microfísica del poder", etc. Gracias a mi trabajo desarrollé un profundo gusto por la lectura. Era triste saber que la última década del siglo XXI había estado ausente de escritores, ya nadie tenía tiempo para escribir. También leía muchos libros de historia, tratando de imaginar cómo era la Francia de antes, el lugar de mis ancestros.

Mi horario de trabajo empezaba después del medio día y terminaba a las 18 horas, don Rubén no era tan estricto con mi horario de ingreso, aunque yo siempre llegaba puntual. A pesar de mis impedimentos, mi jefe era condescendiente conmigo. Él decía que yo le recordaba mucho a su hijo muerto en combate.

Fue un 29 de diciembre cuando las cosas empezaron a cambiar. Parecía que sería un día como cualquier otro. Salí apresurado del cuarto luego de almorzar, Kat se esforzaba mucho para hacer comida agradable con las porquerías que conseguíamos de los mercaderes piratas. Cuando llegué, don Rubén ya me esperaba. De inmediato empezamos a rodar el siguiente tiraje del periódico. El ruido de los rodillos de la imprenta era hipnótico, hacía que mi mente se perdiera en la inmensidad espiral de las letras. Mientras miraba el rodaje salir de la prensa fui interrumpido por la voz de mi jefe.

—Supe que has estado viviendo con una chica, ¿cierto? —decía don Rubén sin dejar de trabajar.

—No es nada importante.

—Y... ¿cómo la conociste?

—Durante el bombardeo de Nochebuena.

—Vaya ambiente para conocer a una chica —dijo sonriente—. En mis tiempos se podía conocer chicas yendo al cine.

—Esos tiempos han muerto.

—Tienes razón —hubo un breve silencio—. ¿Ya te has acostado con ella?

Se contrajo mi pecho cuando lo oí.

—Se equivoca, don Rubén. Es una niña todavía.

—Mmm, entonces, la querrás adoptar. Nunca pensé que estarías interesado en la paternidad.

—No, jefe. Es demasiado grande para ser mi hija.

—Ya veo, demasiado chica para ser tu amante, pero demasiado grande para ser tu hija. ¿Buscas una hermana entonces?

—No busco nada. La conocí por accidente aquella Nochebuena. De ser por mí ya la hubiera echado, pero me da lástima.

—La lástima nunca fue típica de ti, Jean.

Empezaba a exasperarme; mis emociones se tergiversaban todavía más, no sé por qué. Don Rubén sonreía, como si sus comentarios fuesen divertidos.

—Quiero ser claro en esto, don Rubén —le dije—. No tengo ningún afecto por esa chica, es más, podría matarla ahora mismo. Vivo muy tranquilo en soledad. No hay nada entre ella y yo, ni lo habrá.

—Ja, ja, ja. Juventud. Escúchame Jean —dejó de trabajar, se acercó y puso su mano en mi hombro—. Sé que disfrutas de estar solo, pero a veces el destino nos lleva por el camino opuesto del que deseamos recorrer. Hoy tienes una hermana que cuidar y es tu familia ahora, aunque no te hayas dado cuenta.

—Mi única familia murió cuando Dennis...

—No, Jean, tienes una nueva oportunidad —me interrumpió, yo me quedé mirando su rostro lleno de arrugas, enmarcado por su pelo canoso, me perdía en esa mirada paternal y serena, tan amable y sabia—. Debes perdonarte a ti mismo algún día, ¡Dennis, Dennis, siempre dices ese nombre...! Pues ese tal Dennis no querría verte derrotado. Desde que esa chica está contigo tus ojos empezaron a brillar. Cuando viniste a trabajar eras más un muerto que un vivo y ahora vives lo que el karma jamás te dejó. No rechaces a esa muchacha, acompáñala —dijo y volvió al trabajo. Pensé que se callaría, pero continuó—. Además, las niñas no se quedan niñas para siempre. Ten cuidado. Así fue como llegué a casarme con mi difunta esposa. Las mujeres siempre traen problemas. ¿Ya viste?, Troya cayó por culpa de una —dijo y rió un poco más, volviéndose a sumergir en su trabajo.

Salí horriblemente alterado del trabajo. Sentía que mi cerebro hervía en ideas contradictorias, a punto de estallar como una olla a presión. No quería tener ningún lazo que me uniera al mundo, no quería a nadie a mi lado. Mi único deseo era quedarme solo, tratar de estar mejor y morir durante algún bombardeo. Cuando llegué a casa Kat me recibió con un abrazo, haciendo caso omiso de la regla de no tocarme. Tenía la mesa puesta y la cena lista. Sentí furia al ver un ambiente tan hogareño.

—Vamos, come antes que se enfríe —me decía Kat. El plato tenía una pata de pollo con yuca. Tomé un bocado, tenía un sabor especial que me recordó la comida de mi madre.

—¡Merde! —grité y tiré el plato por los aires—. ¿Quieres envenenarme? ¡Esto sabe al trasero sucio de una prostituta! Hasta la basura tiene mejor sabor que esta mierda. No sabes ni cocinar.

Kat había quedado pálida, con los ojos aguados. Se levantó en silencio y empezó a recoger la comida del piso.

—Lo... lo siento —decía con la voz muy baja, como reteniendo un miedo profundo.

—¡Me estorbas demasiado. Quiero que te largues ahora! —empecé a sufrir una taquicardia.

—No, no me eches. Me esforzaré más, te lo prometo.

—¡Carajo, la Merde! No entiendes con palabras —me levanté de la mesa, fui al baño y saqué la pistola oculta en el botiquín. Quité el seguro y apunté en medio de sus ojos—. Vete ahora —mis manos temblaban, Kat dejaba escapar algunas lágrimas. Se puso de pie y se paró frente a mí.

—No lo harás —dijo, sin alterar los rasgos de su rostro.

—Y qué te hace pensar que no...

—Sé que no me matarás —lo dijo con calma, manteniéndose insólitamente tranquila.

Cargué la bala en el percutor, listo para jalar del gatillo.

—Por última vez, sal ahora o disparo.

—Dispara entonces, porque si me voy igual me matarán.

Cerré los ojos, a punto de disparar, pero de nuevo me sentí embargado por la piedad. Volví a ver a la niña que no rescaté, su sangre en mi rostro, el asesino riendo, la culpa infinita. Recordé a Dennis, su benevolencia, su cariño.

Pensé en los miles de extraños recuerdos de mis vidas pasadas, en todos los niños que jamás pude salvar, en el niño que fui y que no logré rescatar. Sentí las torturas de mi entrenamiento, las cirugías, mis entrañas, las patadas, las jeringas, los experimentos que hacían conmigo. Sentí las balas recibidas, las explosiones, el sufrimiento de aquellos a los que torturé antes de asesinar.

No, eso no era vida, no había más vida, todo se caía, la sangre era una cascada de demencia, perdí la cabeza. No podía dejar que me quitasen mi odio, pero tampoco podía permitir que alguien le hiciera daño a Kat, ni yo mismo. Tomé la pistola y la puse en mi sien...

—¡No! —oí el grito de Kat—. ¡No lo hagas! —abrí los ojos y la vi profundamente acongojada—. Si te vas no sabré qué hacer —se aproximó, yo todavía tenía el cañón pegado a mi cabeza, listo para terminar conmigo mismo.

Ella no se detuvo, se paró frente a mí y me abrazó.

—No puedes hacerme esto... —dije mientras el arma se resbalaba de mis manos—. Mi odio, no me lo quites. Es todo lo que me queda...

Sobreviví por el odio, y éste empezaba a fracturarse como un cristal. Solo el odio había logrado mantenerme con vida.

—Ya no más, Jean. Ahora me tienes a mí...

No había forma alguna en que pudiera odiar a esa niña, lo deseaba mas no podía. Al contrario, sentí que empezaba a encariñarme como jamás lo había hecho.

—No me importa lo que pase —dijo Kat, con su rostro pegado a mi pecho—, pero no me dejes. Quédate conmigo. Yo no me iré, estaré aquí para ti, estaremos juntos.

Su última frase me desarmó por completo. Perdí el equilibrio, todo se volvió negro y fue lo último que pude recordar.

Desperté en el sillón, mi cabeza estaba apoyada sobre algo más suave que mis almohadas. Levanté un poco la mirada y vi dos gemas sobre mí. Eran los ojos de Kat, mirándome con profunda aflicción. Estaba apoyado sobre su regazo.

—¿Cómo llegué aquí? —pregunté, desconcertado.

—Yo te cargué —dijo y empezó a examinar mi rostro—. Eres terriblemente pesado. Dime, ¿te sientes mejor?

—Sí —mi cabeza empezaba a reconstruirse, recordé lo cerca que estuve de matarme—. Creo que te debo la vida.

—Creo que yo te la debo a ti.

—¿Por qué te quedaste?, pudiste huir cuando me desmayé.

—No pienso abandonarte.

—Pude dispararte —murmuré.

—Pero no lo hiciste.

Nos quedamos en silencio por un rato hasta que yo lo rompí.

—Eres muy rara —dije, inseguro de mí mismo— ¿Quién eres en verdad?

—No entiendo tu pregunta —respondió, frunciendo el ceño.

—Olvídalo —hubo un silencio—. Por cierto, no cocinas mal, soy yo el que no tiene buen gusto.

Sonrió.

—No importa.

Me quedé mirándola y comprendí algo: ella era mi nueva familia, la familia que tanto había anhelado y que perdí cuando Dennis murió. Por un segundo quise tener una breve esperanza, una pequeña ilusión; hasta creí que fue el mismo Dennis quien la envió desde el más allá para que yo no sufriera más. Ese día me juré protegerla de todo, contra viento y marea. Contra cualquier amenaza, incluso contra mí mismo.

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