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5. Kat

Creo que jamás entenderé qué me impulsó a rescatar a aquella niña, tal vez lo hice como homenaje a todos los niños que Dennis quiso salvar, o quizás haya sido mi conciencia la que me empujó a hacerlo, no lo sé. Pero el hecho era que ella estaba ahí, junto a mí.

Ni bien llegamos a mi cuarto le ofrecí un vaso de agua con azúcar que ella bebió sin respirar; con señas, me pidió otro vaso más. Luego devoró la comida y se quedó profundamente dormida sobre el sillón de mi habitación. Resignado a su presencia intrusa, tomé una frazada y la cubrí. Al hacerlo noté que tenía una pequeña bolsa de tela sintética entre sus brazos, sentí curiosidad de saber qué cosas traería en ella.

Luego fui al baño para lavarme la cara mientras pensaba en el modo de deshacerme de la muchacha. Después me inyecté la ansiada Haldolina12 que mi cuerpo tanto requería. Me senté en uno de los viejos sillones de mi cuarto y traté de dormir, pero no pude.

El amanecer poco a poco fue tiñendo el cielo de un rojo profundo. Me levanté y prendí el destartalado reproductor de música que rescaté unos años atrás de un edificio abandonado. Luego tomé el nanodisk que contenía la única obra musical que podía relajar mi mente: la ópera Lucia di Lammermoor de Gaetano Donizetti. Abrí la ducha, cerré los ojos y me dejé llevar por aquella maravillosa voz de soprano.

Cuando estaba afeitando mi rostro oí pasos aproximarse al baño; por reflejo tomé la pistola que tengo oculta en mi botiquín, listo para liquidar al intruso. Era mi huésped, quien se quedó mirándome como si yo fuera la primera persona que hubiera visto en su vida. Su rostro expresaba un asombro infantil que me paralizó. Al sentir sus ojos escrutar mi ser entero comprendí que no había necesidad de tener la pistola entre mis manos y la regresé a su escondite. Suspiré y continué afeitándome. Ella no dejaba de verme.

—Gracias —me interrumpió con dulzura en su voz.

No tenía nada qué replicar.

—Esa música es muy bonita —dijo.

Yo seguí afeitándome.

—Es la primera vez que me despierto con música así —agregó.

—Será mejor que te largues —dije.

La niña agachó la mirada, un sonido muy quedo de lloriqueos empezó a turbar mis oídos. La vi de reojo, abrazando su bolsa sucia. Una vez más sentí una extraña piedad en mis entrañas.

—Comerás, te asearás y te irás —dije. Los lloriqueos se mitigaron un poco.

Su irrupción me perturbó tanto que terminé por cortarme varias veces con la navaja. De alguna forma, aquella niña me recordaba mis días de orfandad. Recordé a mis padres y el amor que perdí cuando los perdí a ellos. También pensé en Dennis, en la vida que llevamos juntos, y me compadecí de él. Esa misma lástima parecía tratar de convencerme de dejar a la niña quedarse en lugar de echarla. No era una sensación cómoda para mí.

Me cambié de ropa con las manos temblorosas, no tuve más remedio que tomar una dosis doble de calmantes. Mis convulsiones esquizofrénicas solían venirme cuando estaba demasiado perturbado, como en aquel momento. Cuando salí, encontré a mi huésped sentada en el piso.

—Si me llevas con esos soldados, me matarán —susurró con aflicción—. Mataron a mi familia y me matarán a mí también.

Tenía los ojos arrasados por las lágrimas, llevaban la misma expresión de aquella niña que no salvé. De inmediato sentí la sangre de esa criatura en mi rostro, su cráneo destrozado con el cerebro casi saliéndose por sus cuencas. Me alejé de ella y empecé a preparar el desayuno mientras los huevos artificiales se freían en el anafe a baterías.

El constante sonido de los gimoteos de la niña empezaba a perforarme el cerebro.

Destilé un poco de sultana y la mezclé con lo último que me quedaba de leche. La miré de reojo, seguía llorando.

—No puedes quedarte —le dije.

—No me eches, por favor —me pidió, casi me rogó—, en verdad puedo serte útil. Podría cocinar para ti, limpiar tu cuarto y lavar tu ropa.

Había escuchado a muchas personas implorarme por su vida. Cada vez que debía ejecutar civiles toda mi posible piedad quedaba apañada por el recuerdo de mis propias entrañas durante las cirugías. Pero, extrañamente, no sentí el dolor del quirófano en aquel momento. No había nada que pudiese evitar surgir mi compasión.

Desvié la mirada y serví la comida que había preparado. La llevé a mi mesa y le hice una seña a mi huésped para que se sentara.

—¿Qué pasó con tu familia? —pregunté.

—Fueron acusados de espías —dijo—. Los Rebeldes los acusaron de trabajar para el Gobierno y los ejecutaron.

¿Los Rebeldes matando familias?, eso era extraño. Sé que el frente de Rebelión no tenía la costumbre de protagonizar masacres como lo hacía el ejército de la Federación, o los comunistas. Había algo raro en su relato, algo que me llevó a seguir indagando.

—¿Hace cuánto que estás sola?

—Cinco meses —respondió.

Era mucho tiempo, tuvo suerte de haber sobrevivido. Las calles revestían una infinidad de peligros: maleantes, hemófagos, los escuadrones de aniquilación, el virus, etc.

—¿Tienes nombre? —le pregunté.

—Kat.

—¿Kat?

Asintió levemente.

Lucia di Lammermoor continuaba regando mi cuarto con sus cantos de soprano. La música se mezclaba con el sonido de los cubiertos plásticos chocando contra el metal de los platos. La chica comía con ansiedad. Cuando terminó, dio un suspiro y eructó levemente. Luego me miró y me preguntó:

—Y tú, ¿cómo te llamas?

—Jean —respondí de mala gana.

—Suena bien. Pareces de otro país...

Pensé en no responder, pero mis palabras salieron como un resorte, casi contra mi voluntad.

—Mis padres eran de otro país.

—¿Y qué les pasó?

—Nada —nos quedamos callados por unos momentos.

—Tienes muchas cicatrices. ¿Qué te pasó?

—Haces demasiadas preguntas, Kat. Cierra la boca y come.

Se quedó cabizbaja, mirando la taza con rostro de culpabilidad.

—Cuando termines de comer, tomarás un baño. Te buscaré alguna ropa para que te cambies.

Me miró sonriente y asintió.

Salí de mi cuarto en busca de ropa de su talla. Compré todo lo necesario a precio justo y, sin darme cuenta, también compré una paleta de caramelo; Dennis adoraba las paletas de caramelo, desde que lo conocí siempre hablaba de sus deseos por volver a comer una y murió sin darse ese gusto. Creo que pensé en él cuando compré la paleta de regreso a mi cuarto.

Empezaba a ver a Kat como un reemplazo de Dennis, y eso me hacía sentir muy raro.

Cuando llegué la hallé limpia. Era una hermosísima damita, solo que se hallaba marchita por la mugre. Tenía el cabello rubio, casi castaño, largo, lacio y brilloso. Su rostro tenía un especial tono níveo, lleno de una dulzura y belleza que jamás había visto. Sus ojos citrinos eran enormes, brillaban como dos faros de ámbar en medio de la bruma. Sus labios sonrosados casi lucían pintados y sus manos parecían de porcelana. Tenía mi pantalón y camisa puestos, le quedaban grandes. Sentí algo muy extraño en mi pecho cuando la vi.

Se emocionó mucho cuando vio sus ropas. No tardó en probárselas, el short le quedó bien, pero la polera le quedó ajustada; al menos era ropa limpia. Se miraba en el espejo una y otra vez. Cuando saqué la paleta que compré y se la di, ella se quedó pasmada y una lágrima cristalina dibujó un surco en su rostro.

—¿Por qué lloras? —pregunté.

—No pensé que alguien me regalaría tantas cosas.

—¿La quieres o no? —le dije, batiendo la paleta. Ella se acercó y la tomó como si fuera un tesoro.

—Gracias —me dijo y luego me abrazó.

Me sentí raro, no sé si incómodo o reconfortado. Era una sensación tan ajena a mí que de inmediato la alejé.

—Ya, ya, está bien. Suéltame.

Apenas se separó me miró de una forma como nadie más lo había hecho.

—Escucha. Te quedarás aquí —dije. Ella iluminó su rostro con una sonrisa cuando me oyó—, pero hay reglas. La primera de ellas: no me toques a no ser que sea necesario. La segunda: no me hables a no ser que sea para algo importante. La tercera: cumple de forma efectiva y veloz los trabajos que te dé. La cuarta: estás bajo mis órdenes. ¿Ha quedado claro? —Kat asintió en silencio.

Luego empezamos a hacer la comida, resultó ser muy hábil para las labores domésticas. Algo en mi interior me advertía que estaba cometiendo el peor error de mi vida, pero no tenía más remedio que continuar.

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