3. Escuadrón Praetorian
Los sobrevivientes europeos huyeron del virus en desbandada. Muchos se dirigieron hacia las naciones americanas o a la Nación Antártica, aunque pocos lograban ingresar. Otros se arriesgaron a tomar el peligroso viaje espacial a las colonias de la Luna y Marte. Casi nadie lograba llegar. Por lo general eran ejecutados e incinerados en la frontera para evitar que el virus se expandiera catastróficamente. Miles de familias murieron ejecutadas, sospechosas de portar el virus. Mis padres tuvieron la suerte de pasar las pruebas del Departamento de Inmunidad Biológica y así pudieron ingresar a Suramérica, y luego a Bolivia.
El cuadro que hallaron al llegar al nuevo territorio no era prometedor, pero era mejor que el que habían dejado atrás. La guerra civil entre la Resistencia y la Dictadura Federada había dejado consecuencias terribles. La población estaba cansada de los abusos del Gobierno de la Federación que en poco tiempo había realizado una "limpieza étnica", en realidad una cruel masacre contra miles de habitantes andinos. En seis años de guerra civil se habían logrado pocos avances. La Resistencia se sostenía como podía, a veces, apoyada por algún infiltrado conspirador comunista, mientras que la Federación extremaba más y más su régimen de terror.
En un país dividido como el que se había convertido Bolivia, no habían muchas opciones para elegir: si no se estaba con el Gobierno Federado, se estaba en su contra.
Mis padres no tuvieron otra opción que ser reclutados para las fuerzas de choque en Tarija, de esa forma lograron asilo, aún a pesar de que mi madre estuviera encinta, aunque lo descubriría mucho después, porque en medio de la guerra ya establecida, nací.
Mi nacimiento, en principio, fue una sorpresa, pero además, una bendición en todo el sentido de la palabra porque había un decreto en el que se ordenaba que todas las familias con niños menores a un año debían ser llevadas a La Paz. Fue por eso que el Ejército trasladó a mi familia a la ciudad Sede de Gobierno. Parecía que la situación mejoraría, pero no mejoró.
Cuando cumplí ocho años, mi padre, nuevamente, fue llevado al frente y murió durante un ataque químico; dijeron que no sufrió mucho, pero yo no les creí. Unos meses más tarde, tres soldados norteamericanos llegaron a casa pidiendo asilo. Al principio parecían buenas personas, incluso traían comida fina a casa, pero luego demostraron ser bestias; además, mi madre no podía negarse a alojarlos, pues un decreto obligaba a todos los habitantes de La Paz a recibir como huéspedes a cualquier militar Federado.
Una noche de tormenta los soldados llegaron ebrios, o drogados, no lo sé; pero comenzaron a golpearme y azotarme alegando que éramos traidores al Gobierno; luego tomaron a mamá, la amarraron a la cama y la violaron. Aún recuerdo los alaridos que venían de esa habitación.
Después, cuando todo parecía haber terminado, oí un disparo y eso fue todo.
Quedé huérfano y fui reclutado por el Ejército de la Federación. Varios niños de similares circunstancias terminamos en los cuarteles-orfanatos y empezamos a recibir instrucción militar. Durante el entrenamiento conocí a Dennis. Sus padres habían llegado de Rusia y él nació en el frente de guerra, ambos padres murieron durante un bombardeo y Dennis fue reclutado.
En poco tiempo, Dennis se convirtió en mi hermano y única familia. Jugábamos juntos siempre que podíamos. Yo lo ayudaba con sus problemas y asumía los castigos por sus faltas. Le daba parte de mi ración y siempre lo consolaba cuando lloraba en las noches, o era él quien me consolaba; ambos extrañábamos mucho a nuestros padres. Durante los entrenamientos, casi lo cargaba cuando se cansaba en las largas caminatas por el cuartel. Todos los niños que no podían aguantar el trote eran ejecutados. Así pasó el tiempo y yo juré consagrar mi vida a proteger a Dennis, hasta que ambos pudiésemos escapar de aquel infierno.
Un día vino un coronel y se llevó a un grupo de nosotros. Al principio no entendimos el porqué, pero luego descubrimos que fuimos elegidos por nuestro alto score durante la primera fase del entrenamiento. Dennis y yo fuimos incluidos en un proyecto clasificado llamado Praetorian. El objetivo era crear el prototipo del soldado perfecto: un asesino sin corazón, sin alma, sin espíritu, sin mente.
La muerte hubiera sido mejor que todos los malditos experimentos que hicieron con Dennis y conmigo. Mes tras mes, fuimos llevados a los quirófanos para que un grupo de científicos nos practicasen tormentosas cirugías. Muchos niños morían de dolor en las mesas de operación. Nos forzaban a ver masacres y a matar a otros niños del cuartel. El fracaso no era una opción, evitar los terribles castigos del coronel era suficiente razón para cumplir cualquier orden.
A lo largo de mi niñez, los científicos del proyecto me practicaron cirugías con un mínimo de anestesia local. Me hacían recostar, amarrando mis extremidades a la camilla, con correas. Luego intervenían, abrían mi abdomen, mis brazos, mis piernas, mis manos, mis pies, mi espalda, e introducían extraños artefactos dentro de mi cuerpo. El dolor era insufrible, gritaba hasta quedarme afónico, pero los médicos no se detenían, ni me permitían desmayar del dolor. En una ocasión casi muero desangrado en la mesa de operaciones, en otra, de un paro cardiaco; pero me revivieron para seguirme atormentando. En el techo de la sala de cirugías había un espejo, y yo podía ver todo lo que me hacían a través de él. No sé porque los científicos me torturaban tanto, pero ese suplicio, esa visión de mis propias entrañas siendo manoseadas por guantes de látex, me volvió inmune a la piedad; eso lo descubrí cuando me enviaron a mis primeras misiones a matar civiles y el recuerdo de mis propias tripas no me dejaba sentir misericordia.
A los doce años sufrí mi última intervención quirúrgica. Fue la única vez que me durmieron por completo para operarme. Jamás supe lo que me hicieron, solo que desperté con vendas alrededor de mi cráneo y con un fastidioso dolor de cabeza.
Aparte de las mejoras químicas y quirúrgicas, también fuimos sometidos a un riguroso entrenamiento. Nos enseñaron a manipular toda clase de armas, explosivos y maquinaria pesada de artillería y asalto. En poco tiempo nos convertimos en máquinas de muerte y destrucción.
A los dieciséis años asistí a mi primer combate. Fue contra un frente de soldados rebeldes durante un altercado en Sucre. Ejecuté a varios civiles. Recuerdo a un niño que lloraba sobre el cadáver de su madre, sus ojos verdes me miraban con una furia opresiva, desbordados por las lágrimas. Jamás lo olvidaré porque fue una de las pocas personas a las que dejé con vida durante una misión de ejecución.
A los diecisiete fui ascendido a Cabo Primero junto a Dennis, y a los dieciocho, me convertí en líder de escuadrón. A los diecinueve ya era un experimentado soldado con amplia experiencia en combate. Mi escuadrón, el Escuadrón Praetorian, era el más temido del continente americano, célebre por sus "soldados sin alma"; incluso pensaron que éramos máquinas y no seres humanos, pero el hecho es que no éramos robots; yo jamás olvidé mis sentimientos ni olvidé que Dennis era mi hermano, la única familia que me quedaba en el mundo. ¿Acaso los robots sienten?, ¿acaso las máquinas sufren?, ¿acaso las computadoras tienen familia? ¡No éramos máquinas!
Un día, luego de la sangrienta batalla del Chapare y Chaparina, mi compañía se dirigía a las celdas para ejecutar a unos prisioneros. La orden del Sargento fue clara: eliminar a todos los presos de la celda Nº 11.
Cuando abrimos la celda notamos que todos eran niños de diferentes edades. Los hicimos formar en el patio, apuntamos y recibimos la orden de abrir fuego, pero nadie lo hacía. Ya habíamos matado a miles de soldados, incluso civiles, pero jamás habíamos ejecutado a niños de aquella forma. Ejecutar a esos pequeños así no tenía sentido, algo en mi interior me impedía hacerlo, lo mismo que, aparentemente, había congelado a todos los demás soldados del pelotón. El Sargento se enfureció, tomó su pistola y empezó a dispararles uno por uno. Dennis reaccionó y mató al Sargento de un solo golpe, certero y mortal, en la tráquea; sin embargo, aquella acción le costaría la vida, pues detrás de él estaba el Teniente, que lo vio todo.
Lo siguiente que vi, fue al Teniente disparar contra Dennis y contra los niños del paredón.
Las balas impactaron en el pecho de mi amigo, mi corazón entraba en decadencia mientras Dennis caía al suelo. Era la primera vez que me congelaba en una situación de combate, jamás me había ocurrido, pero no podía moverme, solo pensaba: "¿Cuándo... cómo... de dónde vino este gran mal? ¿Qué nos mata? ¿Por qué agonizamos? ¿Por qué nos hacen esto? ¿Quién lo hace?". Mi mente se fracturaba con las preguntas hasta que el crujir de mi alma me hizo despertar. Corrí hacia mi hermano, que yacía agonizante; al verme, sonrió levemente y dijo: "Al menos salvé a estos niños, siento no haber podido salvarte". Y cerró los ojos para siempre.
Cuando vi morir a Dennis, sentí un agudo dolor en mi pecho, nunca antes lo había sentido. De repente, vi una manita ensangrentada y temblorosa sujetando mi bota. Era una niña de ojos castaños que me miraba llena de horror, como preguntándome: "¿por qué?". Después miró a Dennis con expresión de agradecimiento, como si su intento de salvarla hubiera tenido éxito. Yo estaba por sostener su mano cuando una bala le perforó el cráneo, salpicando mi rostro de sangre. El Teniente se reía, jactándose de su buena puntería al darle en plena sien a la niña, sin atravesarme el pie. Se había acabado, todo se había acabado. Tomé mi rifle, le disparé en la cabeza y dejó de reír. Mis camaradas de la tropa me miraron, llenos de asombro; apenas fui consciente de lo sucedido, comencé a correr.
Me perdí en la negrura del bosque seco del Isiboro-Securé, antaño una selva húmeda. Deambulé por unos días hasta que di con la vieja carretera del Tipnis, un letrero polvoriento me saludó, decía: "Estado Plurinacional de Bolivia". Pensé que aquella era una señal de un pasado lejano y decadente. Tarde me di cuenta del error que cometí al pararme sobre la carretera, pues un grupo de soldados federados me vio y empezaron a dispararme.
Fui perseguido por tres días y tuve que matar a varios escuadrones federados para que no me hallaran. Tras los incesantes combates había quedado herido y, culpándome por la muerte de Dennis, por no haber hecho nada para salvarle la vida, para salvar a esos niños que él trató de rescatar, me desplomé cerca de un riachuelo para beber.
Un grupo de rebeldes me capturó. Pensé que sería ejecutado y casi estaba feliz por ello, así que no puse resistencia y me dejé capturar. Pero en lugar de asesinarme me mantuvieron con vida solo para que les diera información de las bases de la Federación y, sin remordimientos, lo hice. Luego, los rebeldes decidieron acogerme, aún ignoro la razón. Fui llevado a Santa Cruz donde conocí a don Rubén, un hombre que se dedicó a cuidar de mí. Él había perdido a su único hijo durante la guerra. Le conté de mis desventuras y todo lo que me pasó; su sabiduría y sus paternales cuidados me curaron el espíritu y fortalecieron en mí las ansias de luchar contra la Federación.
Luego de una serie de combates contra los federados empecé a enfermar. Tenía pesadillas y alucinaciones cada noche, estaba tan demacrado que ya no podía pelear, razón por la que la Resistencia me retiró del servicio activo. Tiempo después, descubrieron que las continuas operaciones que me hicieron habían dañado varias partes de mi cuerpo, aunque jamás supe qué fue lo que vieron dentro de mí realmente. Me temían por alguna razón. Aún así, era un hecho que ya no servía como soldado.
Me convertí en un Praetorian renegado e inservible.
Un tiempo más tarde, me establecí en la zona de cuarentena y empecé a llevar una vida civil, misma que mantuve hasta que me encontré con ella, la persona más importante de mi vida.
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