11. Llegada a Sandoria
El viaje había sido pesado, pero al fin nos acercábamos a nuestro destino. Una imponente base de la Federación fue lo primero que saltó a nuestra vista ni bien nos aproximamos a la Luna.
—Esas malditas naves... —comenté.
—Tranquilo —Laura lucía calmada, pero repentinamente empezó a sonar una especie de alarma.
—¡Merde!, qué es eso.
—Sus radares nos detectaron —respondió nuestra piloto, oprimiendo una serie de botones de la consola. De repente, su radio empezó a sonar con una voz ríspida, opacada por el intermitente ruido de la estática.
—You're in Federal Space, identify right now.
—This is the transfer ship Karawara. We came from Bolivia with merchandise —contestó Laura.
—Bring your permission code —nos ordenaron y se cortó la comunicación.
—¿Qué haremos ahora? —pregunté.
—Eso no es nada, yo lo solucionaré —me respondió y digitó un código en su teclado. Pasaron unos minutos y la radio volvió a sonar.
—What merchandise have you taken?
—Liquors.
—Roger, don't cross above restricted line and land down the fifth hangar.
—¿Qué dijeron? —preguntó Kat.
—Todo salió a pedir de boca —respondió la pirata—. Se tragaron el engaño.
Cruzamos cerca de la base militar y pasamos a la órbita lunar. Un descomunal cañón artificial se abría paso sobre la blanca superficie lunar, en su interior se podían observar infinitas luces que brillaban como un ejército de luciérnagas en la noche. Al fondo del cañón la luz se hacía más intensa, permitiendo intuir la envergadura de la metrópolis que albergaba. Encima del cañón, como un techo, podía distinguirse un gran campo precipitador de materia, delgado, laminado como una colmena y refractante como el vidrio. Encima de él se podían vislumbrar manchas que eran los generadores de oxigeno y ozono, y que mantenían la biosfera artificial. Supe que la colonia de Sandoria era una de las más grandes de la Luna. Un convenio con la Tierra le había permitido el comercio e importación de agua de los mares terrestres. Desde que Sandoria se declarara fiel a la Federación los aranceles por el agua importada bajaron constantemente, lo cual permitió que la región tuviera un gran desarrollo económico. Todos los bordes del cañón estaban cubiertos por paneles solares y motores eólicos que funcionaban con el viento solar. Otra gran parte de la superficie lunar estaba dedicada a los viveros e invernaderos de los granjeros. El desarrollo lunar era inmenso.
Los agentes de tráfico espacial nos ordenaron aterrizar en un lugar específico, pero Laura hizo caso omiso y empezó a sobrevolar un área un tanto desierta. Oprimió algunos botones de la consola y siguió su curso, volando bajo, sobre la superficie. Repentinamente una escotilla se abrió en uno de los cráteres lunares, la nave ingresó por ella. Seguimos avanzando por un gran túnel rodeado de cables, retenes, pilares y machones metálicos. El viaje culminó en un viejo y destartalado hangar, lugar donde aterrizamos.
—Señores pasajeros, hemos concluido el viaje —decía Laura, parodiando a una azafata de vuelo—. Esperamos que su traslado haya sido placentero, sean bienvenidos a la primera frontera humana: la Luna.
Descendimos de la nave, en silencio. Descargábamos nuestro poco equipaje cuando un hombre, gordo y sucio, se nos aproximó.
—Laura!, you my dear fucking-bitch friend! —era notoriamente anglo, quizás descendiente de yankies. Sentí asco cuando le vi, parecía un soldado federado.
—Hey, fat cowboy, how have you been, eh? —hablaron por unos minutos y luego Laura y el hombre se me acercaron.
—Jean, él es Raymond Gray. Un genio para reparar motores —lo miré con cierta aprensión, el hombre esbozó una breve sonrisa.
—Raymond, he's Jean Paul, a half french and a half bolivian. The best fucking soldier of the Earth —me miró, Laura sonrió y agregó—: He's a Praetorian —la expresión del gordo cambió casi de inmediato.
—Ya veo, un soldado poderoso; mucho gusto —dijo mientas me extendía la mano, yo se la estreché, el sujeto tenía un notorio dejo de yankie al hablar en español—. Viví durante un tiempo en Nuevo México, te juntas mucho con chicanos y aprendes su sucio idioma, jo, jo, jo —no podía captar el humor negro de aquel rechoncho adefesio.
—¿Y, Jean, a dónde irás ahora? —me preguntó Laura.
—Debo llegar a Marte —ambos se miraron con expresión de asombro.
—May be a kind of suicide —dijo el gordo.
—Jean, ni siquiera los piratas se aventuran a Marte —respondió Laura.
—Pero debo ir de cualquier forma.
—Nadie que va a Marte regresa para contarlo —dijo ella—. Desde que el Concejo de Pangea rompió con la Luna y la Tierra, nadie volvió a saber de las colonias marcianas, ellos le disparan a cualquier cosa que se aproxima demasiado —era la primera vez que oía a Laura hablar con tanta precaución, incluso temor.
—Ir a Marte es una locura, lil franc-bolivian —me dijo el gordo.
—Je ne me soucie pas, debo llegar a como dé lugar —Laura suspiró, me miró resignada y habló.
—Quizás yo podría llevarte —me dijo, yo la miré de reojo.
—Lo siento, Laura, pero no es buena idea —rechacé la oferta, consiente que otro viaje con Laura podría ocasionarme problemas con ella. Aún había algo entre nosotros y eso me incomodaba, aún más estando Kat presente.
—No encontrarás otro piloto que se aventure a Marte —insistió Laura.
—Si quieres hacer algo por mí, me dirás dónde conseguir uno —pedí. Ella me miró con una decepción venenosa, casi con odio.
—Así que sí me vas a dejar otra vez —murmuró.
Laura no dijo una palabra más, un breve silencio se apoderó de nosotros, entonces ella me dio la espalda y se retiró sin decir nada. El gordo parecía estar confundido. Miró a Laura que se iba y me habló:
—Entre la comunidad se habla de un piloto que fue varias veces a Marte y logró regresar con vida. Las leyendas cuentan que fue Corsario de Gondwana antes de dedicarse a la piratería. Por lo general no se hace ver, vive en las cuevas de los suburbios de Sandoria. Por años ha ido ganando reputación entre los piratas y dicen que se convirtió en líder de la Mafia Lunar. Si quieres, puedo buscarle y hablarle de ti, franc-bolivian.
—Merci, ¿cuándo podré saber noticias?
—Ven a buscarme dentro de dos días a este mismo hangar —asentí en silencio.
—Volveré —empezaba a retirarme, pero Gray me habló.
—¿Hey, franc-bolivian, cuál es tu razón para ir a Marte? —me preguntó. Lo miré de reojo, por encima de mi hombro:
—Turismo —dije y llamé a Kat para retirarnos, ella me siguió de mala gana.
Necesitábamos un lugar donde quedarnos. De inmediato pensé en un viejo conocido que peleó contra la Federación en México, su nombre era Francisco Romero, aunque todos lo conocían de Cisco. Yo lo conocí durante un desembarco de armamento y peleamos juntos durante casi un año. Él ya no pudo regresar nunca más a México y se quedó en Bolivia hasta el día que decidió abandonar la Tierra. Debido al constante trato que tuvimos, nos hicimos amigos de trinchera. Se retiró del servicio activo después que su hermano murió, Cisco adoptó a su sobrino y se fue con el niño para dedicarse al tráfico de armas en los refugios de rebeldes sandorianos. Supe que el Frente de Resistencia en la Luna era bastante fuerte y habían estado combatiendo por mucho tiempo contra la Federación y el Gobierno Comunista, instalado en la segunda colonia más grande de la Luna: Algolis. Cuando mi amigo abandonó la Tierra me dio una dirección para contactarlo en un caso de necesidad.
Buscando la dirección indagué por alguna de las estaciones capsulares de Sandoria. En las colonias lunares la gente se transportaba en cápsulas que se arrastraban dentro de tubos cristalinos. Esas cápsulas componían una intrincada red de transporte masivo que recorría casi cada rincón del cañón artificial. Ni bien salimos del hangar nos encontramos con una gigantesca cueva iluminada por un sinfín de faroles. Caminamos un poco más hasta encontrar la primera estación. Kat y yo nos sentamos y esperamos.
Al cabo de unos pocos minutos apareció una cápsula. Subimos y la cápsula retomó su trayecto. Nuestro destino era la estación de "La Hispanola", una zona de colonos latinoamericanos.
Las penumbras rasgadas por tenues luces eran el reinante ambiente de la gran cueva, pero en pocos minutos ingresamos a la periferia del cañón. Kat se quedó boquiabierta mirando a través de la ventana, yo también estaba asombrado. La colonia estaba organizada por niveles que iban desde las brillantes profundidades del cañón hasta la superficie lunar. Había una actividad descomunal en todos los niveles: tiendas, museos, cines, espectáculos y rascacielos incrustados en las laderas. El lugar era en verdad muy similar a la ciudad de La Paz, pero en una dimensión mucho mayor. Hacia arriba se vislumbraba el espacio exterior, cubierto por el entramado tejido de tubos para cápsulas de transporte. Hacia abajo noté que el brillo de la gran metrópolis era mucho más intenso de lo que parecía a un principio. Era notorio que los edificios del fondo eran muy altos, y aún así su altura no era comparable a la envergadura del cañón, que fácilmente podría llegar a varios kilómetros de profundidad, estaba seguro. Allí, a varios cientos de metros por debajo de los rascacielos más altos, había una monstruosa ciudad despeñada, repleta de calles, avenidas y edificios. Ese lugar era el corazón de la colonia.
Cruzamos de una ladera a otra en dos horas que parecieron minutos. Cuando llegamos a La Hispanola nos topamos con una estación abarrotada de gente y tráfico. Kat y yo bajamos y tratamos de alejarnos de la muchedumbre.
—No te despegues de mí, es fácil perderse en lugares como estos —le dije a Kat que ni siquiera me miraba.
Deambulamos por calles y avenidas repletas de aeromóviles flotando sobre la calzada. Era notorio que el lugar estaba habitado por gente pobre, maleantes, pandilleros y demás mafias; empecé a sospechar que podría haber también hemófagos. Cruzamos por una larga avenida repleta de prostíbulos. Kat avanzaba un poco retrasada.
—Date prisa.
—Estoy cansada —se detuvo.
—Tenemos que seguir, este lugar es peligroso.
—¿Y para qué?, no tiene sentido que huyamos.
—Tú solo camina, es una orden.
Kat retomó la marcha caminando demasiado rápido.
—No te adelantes tanto —no me hacía caso—. Kat, espera —seguía sin oírme—. Kat, ¡Kat, espera carajo!
—¡Qué quieres ahora!
—Te dije que no te despegues de mí.
—¡No me digas qué hacer! —sentí un profundo deseo de mandarla al demonio, pero entonces vi que sus ojos casi se desbordaban de lágrimas que ella parecía contener con todas sus fuerzas, sin éxito. Me aproximé y me detuve frente a ella.
—Cuando acepté que te quedaras conmigo, te dije que había reglas; una de ellas es obedecer mis órdenes y más te vale cumplirlas.
Empezó a llorar.
—Solo soy un estorbo para ti, ¿cierto? —dijo apenas—. Sé que no me quieres, por qué no te vas con Laura. Ella sí te gusta.
Una sospecha inminente pasó por mi cabeza al verla: ella estaba celosa por lo que sucedió entre Laura y yo durante el viaje. Miré en derredor mío, decenas de prostitutas nos miraban.
—Negativo, Laura y yo no tenemos nada.
—Pero ustedes estaban...
—Hacíamos lo que cualquier hombre y mujer hacen cuando tienen ganas de distraerse. Vamos, no pasa nada, debemos seguir —le dije, extendiéndole la mano. Ella la observó, luego me miró directo a los ojos, sin parpadear, y respondió:
—¿Harías lo mismo conmigo?
Miles de ideas surcaron mi mente, trastornándome.
—¿Te divertirías conmigo? —tomó mi brazo con ambas manos y puso mi palma sobre uno de sus pechos mientras me miraba. Era pequeño, aún en crecimiento, inmaduro, suave y cálido. Mi cuerpo se estremeció inmediatamente, una fuerte corriente eléctrica surcó mi espalda y luego vino el caos.
La miré detenidamente por un segundo y pensé en... yo quise... deseé...
—Kat —murmuré, retirando mi mano de su cuerpo y tomándola del antebrazo con suavidad—. Un día serás una gran mujer, pero debes aprender a ser paciente. Yo me quedaré contigo, sin importar lo que pase, aquí estaré.
Una sonrisa de resignación se dibujó en su rostro y asintió. Se frotó las lágrimas, me tomó de la mano y agregó:
—Está bien, dejémoslo así por ahora.
Kat no protestó más y seguimos nuestro camino por las calles penumbrosas de Sandoria hasta llegar a un oscuro callejón, era el lugar indicado. Entramos a un taller de tornería que tenía una bandera mexicana y otra de la Confederación Sudista de la guerra de Secesión estadounidense; era el lugar donde vivía mi amigo.
—¿Hay alguien? —pregunté, mi amigo salió rápidamente. Su rostro moreno se dibujó con una enorme sonrisa.
—¿Jean, eres tú?
Asentí en silencio.
—Carajo, hijo de la chingada, cuánto tiempo sin verte —me saludó con un fuerte abrazo.
Llevaba su overol de trabajo, lleno de grasa de motor. Su cabello, bigote y cejas se teñían de un azabache oscuro y tenía el típico encaje robusto de un hombre mexicano; sin embargo, sus ojos eran verdes y contradecían el encaje de su rostro, eso era porque sus padres eran de Old Texas, el último estado secesionista de la Federación del 2045. En aquel estado murió la vieja nación de los Estados Unidos.
—Oye, Carlito, mira quien llegó —llamó a su sobrino, el muchachuelo que conocí desde que era un niño y que se había convertido en un adolescente. Desde que sus padres murieron, él y Cisco habían estado viviendo juntos y manteniendo el negocio. Yo mismo le enseñé a disparar al niño antes que se fueran de la Tierra durante aquellas tardes calurosas en Santa Cruz.
—¡Jean! —corrió a saludarme, realmente había crecido mucho.
—¿Qué te trae por aquí? —me preguntó Cisco.
—El virus se salió de control —respondí—, debiste oírlo.
—¿Oírlo?, es noticia en todas las colonias. Dicen que el Mesiah podría salir de control en Sandoria también. Hay una histeria colectiva —dijo Cisco y luego clavó su vista sobre Kat.
—Hola —la saludó.
—Hola —Kat respondió a penas.
—¿Y tu nombre, chavita? —se quedó en silencio.
—Se llama Kat, la rescaté de un bombardeo en Bolivia y la traje conmigo para alejarla del virus —el sobrino de Cisco había quedado totalmente hechizado con ella.
—Qué pendejo, carnal. ¿Te la estás criando?
Kat me miró llena de expectación, como si pensara que habría de complacer sus oídos diciendo alguna tontería. Yo miré a Cisco en silencio, no tenía nada qué decir. El rostro bonachón de mi amigo cambio de expresión y se puso serio.
—Bien, bien, entiendo. Por cierto, ¿cuánto tiempo se quedarán?
—No mucho, nos iremos pronto.
—¿A dónde?
—A Marte —Cisco se quedó estupefacto.
—Ja, ja, ja, buena broma, pendejo, pero a mí no me mámas.
Silencio, tampoco tenía nada qué decir. Cisco dejó de reír y puso rostro de preocupación...
—Jean, nadie ha llegado vivo a Marte.
—Sabré llegar.
—¿Y para qué culos te irás a Marte, eh?,
—Es un secreto.
—Bah, tú siempre tan desconfiado. Solo espero que no te hagas chingar la madre por andar metiéndote en viajes pendejos.
—Todo estará bien —contesté.
—Sí, eres un Praetorian, sé que llegarás a Marte. Carlito, lleva a nuestros huéspedes a su cuarto —ni bien dio la orden, el muchacho tomó nuestro poco equipaje y nos llevó a un pequeño cuarto con una cama aún más pequeña; pero nos serviría para nuestra estadía de tránsito hacia Marte.
Dejamos las armas, municiones y provisiones bajo la cama y descansamos. Kat seguía callada. Sin saber cómo ya me había acostumbrado a su vocecita hablando sin parar.
—Estuviste muy callada —dije.
—¿Y qué quieres que diga? —respondió con la voz totalmente apagada.
No supe qué responder. Me recosté de costado y cerré los ojos, tratando de dormir. Después de todo, creo que no había nada qué decir.
—Jean, ¿qué soy para ti? —me preguntó de repente. Pensé en no contestar esa pregunta, pero por un segundo yo también me la formulé y de nuevo pude oír los latidos de mi corazón. Pasaron varios minutos para que tuviera una respuesta:
—No lo sé —le dije.
—¿Acaso no me quieres ni un poco? —un eco retumbó en mi cabeza cuando lo preguntó.
—No lo sé —respondí.
—Me rescataste y me cuidaste cuando estuve enferma. ¿Por qué?
Me senté sobre la cama, a su lado, y la miré de frente; sabía que debía aclarar las cosas, mas no por ella, sino por mí. Necesitaba oír la respuesta a sus preguntas, hablarle a ella como si me estuviera hablando a mí mismo.
—No sé nada, Kat. El entrenamiento me hizo olvidar los sentimientos que alguna vez tuve —confesé—. Sé que antes solía sentir cosas. Recuerdo una sensación rara y agradable por mis padres. Sentí algo parecido en el cuartel, cuando era niño. Tuve un camarada que fue un hermano para mí. Pero él murió, y mis padres también murieron. Ahora ya no recuerdo nada.
Kat se había quedado paralizada, mirándome casi sin parpadear. Unos segundos después tenía sus manos en mi rostro. Sentí algo cálido recorrer mi cuerpo, podía oír los latidos de mi propio corazón cada vez más fuertes. Era algo que me ocurría solo cuando ella me tocaba.
—¿Qué fue lo que te hicieron? —me preguntó. No quise responder, así que mantuve mi silencio—. Todos te llaman Praetorian. Y también están todas esas cicatrices en tu cuerpo, y las armas. Por favor, dime qué clase de soldado eres.
—Soy, digo, fui un soldado de élite —respondí—. Entrenado en las barracas de la Federación para misiones de asalto y cobertura. Me realizaron varias mejoras quirúrgicas, por eso tengo esas marcas.
—¿Y nunca sentiste miedo en las batallas?
Su pregunta me hizo sentir un fuerte tirón en la cabeza, como si una cuerda estuviera jalando mi cráneo contra el piso. Pensé por un instante en la respuesta y ésta surgió casi por sí sola.
—Todo el tiempo. Pero un soldado se acostumbra al miedo.
—¿Por qué?
—Porque el miedo es el verdadero enemigo de un soldado. Y en la batalla hay que actuar a pesar del miedo.
—¿Y sientes miedo ahora? —pensé unos segundos y respondí:
—Afirmativo.
Las preguntas de Kat eran muy incisivas, tanto que empecé a sentir sensaciones que hace mucho tiempo había olvidado. Era cierto, tenía miedo, pero no a morir; sentí miedo de perder a Kat, sentí temor de no volver a verla nunca más y no sentir de nuevo esa calidez en mi pecho. Pero no podía decirlo, estaba programado para no decir tales cosas.
—No quiero que tengas miedo —me dijo Kat—. Desde que estoy contigo yo ya no siento miedo. Solo no quiero perderte.
—¿Perderme?
—Sí. Quiero estar contigo para siempre.
Y yo también quería estar con ella. Miles de sentimientos nuevos afloraban en mi mente, sentimientos que no conocía, sensaciones que descubría a medida que leía el libro que Kat me obsequió y que me llevaban a verla con otros ojos. En los días que estuve con Laura no sentí nada parecido, todo lo que sentía con ella eran ganas de tener sexo. Pero con Kat las cosas eran muy distintas. Y me irritaba no poder decírselo.
—Es hora de dormir —dije y me recosté de un costado, dándole la espalda.
Kat se acostó a mi lado y me rodeó con su brazo. Luego sentí su aliento sobre mi oreja, y un susurro:
—Te amo, Jean.
Silencio...
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