Capítulo 9
Mientras Annie se medía el vestido para el baile, Bridget solo podía pensar en que ese detalle tan superfluo anunciaba que estaba a la puerta la despedida de su familia. La sala central del condominio de los Britter era toda risas y charla, mientras Annie desfilaba los diferentes modelos de atuendos que Daphne Britter y Deana Obrien, la madre de Paty, habían solicitado a las costureras. Desde el sofá, Paty opinaba activamente; Bridget no había dicho palabra, entretenida con un rizo de cabello enredado en sus dedos, se preguntaba si su madre y sus amigas se sentirían igual que ella y cómo hacían para actuar con tal naturalidad, faltando dos días para el baile y uno más para que partieran del palacio a la ciudad. Tampoco le habían pedido su opinión, al parecer había un acuerdo tácito entre ellas de no insistir acerca de hacer preguntas que claramente no tenía humor de responder. Suponían que estaba nerviosa y tensa debido a su próxi-mo cambio de vida y lo estaba, pero no era ese el principal motivo de su desconsuelo.
Annie bajó del taburete, rodeó la mesa y pasó junto a Bridget hacia su habitación.
«Desastroso, no me gusta», escuchó Bridget, muy a su pesar. Había sucedido otra vez: escuchaba voces donde no las había. Annie no había abierto la boca, estaba segura, la miró por unos segundos hasta convencerse de que sus labios no se habían movido en absoluto.
Con un profundo suspiro de resignación, Bridget se arrellanó en el sofá y abrazó un cojín. Bueno, eso terminaba de descartar la teoría de la broma, ya de por sí endeble, desde que los episodios anteriores de voces inexistentes dejaron de ocurrir exclusivamente cuando se encontraba en el interior de alguna de las cabinas privadas de la infoteca, que fue donde comenzaron en primer lugar.
En aquel entonces había buscado algún tipo de reproductor de sonido oculto bajo la mesa, se había cambiado a otro cubículo, y comprobado, como ahora, que los labios de las damas (porque todas las fuentes de las voces eran hembras), habían permanecido cerrados. No había encontrado indicios del “arma”, “ocasión” ni “móvil” para ser objeto de tal jugarreta y en consecuencia identificar a un posible culpable, a no ser que Elisa Bandier…
Eso había pensado al escucharlas en otros escenarios, como el salón de clases, donde unas cuantas veces había sabido qué argumentos usaría Annie durante el concurso de debate antes de que los expusiera, o quizá por casualidad habían coincidido. No obstante, era incoherente la idea de que Elisa estuviera espiando a Annie y utilizara la información recabada para jugarle una broma retorcida a Bridget en lugar de aprovecharla en beneficio propio y de su equipo de debate. Incoherente.
Además, las clases ya habían concluido y el salón no era el único lugar fuera de la infoteca donde había escuchado voces: parecían seguirla, ya fuera a la habitación de Annie, al comedor, por los pasillos… las distinguía más cuando alguien estaba cerca de ella y, si había varias personas, escuchaba un murmullo, como el de una plaza pública. A veces, si la habitación estaba silenciosa, imaginaba escuchar ideas completas, pero si la persona hablaba, notaba un molesto eco.
«¡Por todas mis plumas!».
Ya había volado de la negación a explicaciones sobre una imaginación muy activa y a la teoría de la broma, por no considerar que podía haber algo mal en ella, una incipiente locura.
«Como si la próxima partida de mi familia no fuera ya un motivo suficiente de frustración —pensó intercambiando una sonrisita intrascendente con Paty, que en ese momento ayudaba a Annie a abrochar los lazos de otro vestido sobre el ala izquierda—. Al menos no tendré problemas para encontrar loquero. Podría ser la primer paciente esquizofrénica de Paty». La idea comenzaba a rondarla.
Bridget no se quedó a ver el resto de la sesión, no tenía estómago para hacer comentarios banales sobre la tela, el ajuste, el peinado… Huyó hacia el único lugar donde podía gritar a sus anchas: el lago.
—¿A dónde vas, Brid? Es tu turno en el espejo —exclamó Annie a sus espaldas.
—Déjala, prefiere estar sola —manifestó Paty, con un dejo de tristeza.
***
Tomó una gruesa capa del perchero y la llevó consigo. Aunque no traía puesta ropa de montar, pasó a las caballerizas y pidió que le ensillaran a su hembra unicornio, Zinget, una yegua blanca de raza enana —la preferida para los menores por su docilidad—, que medía apenas dos metros a la cruz; su esbelto cuerno plateado se enroscaba como un chopo de helado.
Hizo un alto en el borde del camino.
«Estarán mejor sin mí —pensó mirando atrás—, al menos no tendrán que contenerse de hablar de lo que harán en cuanto lleguen a la ciudad, por temor a herir susceptibilidades».
Resopló y espoleó a Zinget rumbo al lago. El Manáas era su rincón favorito, tan inmenso como apacible: un espejo de plata que reflejaba el firmamento como un segundo cielo. Durante la primavera, era concurrido por una multitudinaria parvada de weks, cuya coraza de hojuelas tornasoladas refractaban las tonalidades del fuego; en verano, los visitantes eran de otro tipo: nobles en embarcaciones de placer o de pesca deportiva y unos cuantos residentes del palacio que nadaban en sus aguas cristalinas, cerca de la costa.
Por ahora, se conformaría con recorrer a galope el sendero hasta el muelle. Aún no caían las primeras neviscas, sin embargo, hacía mucho frío. Sentía los dedos entumecidos y las plumas escarchadas. Faltaba mucho para que pudiera acudir con sus patines de hielo, aunque sin sus amigas nunca sería igual.
Suspiró. Días atrás había jurado que todo iba bien, que aceptaba su separación. Ahora, con lo de los vestidos…
La ruta que había elegido discurría hacia el este y cruzaba, mediante un puente de piedra ,un pequeño afluente del Manáas, era una vía aledaña al camino principal llamado Sendero de los Reyes, un corredor ancho adornado con esculturas y fuentes. Se apeó y tiró de la brida de Zinget los últimos metros que la separaban de la playa… solo para descubrir que ya no tenía ánimos de gritar, que se sentía estúpida por desperdiciar los últimos días que le quedaban en lamentaciones, que sería mejor respirar profundo, desahogarse quemando algunas calorías y volver cuanto antes. Al parecer, pronto llovería y no estaba en sus planes volver a casa nuevamente empapada.
Cerca de allí, quizás a unos trescientos metros de la orilla, se encontraba una pequeña isla, sede del templo de la luz y hogar final de los restos de antiguos monarcas, pero ese día la bruma la cubría en su mayor parte; solo se apreciaban las puntas de los obeliscos erigidos en sus memorias, mientras que una cama de hojas rojas cubría la orilla del lago. Ni siquiera se observaba el reflejo magnánimo e imponente de las cinco torres cónicas del palacio, tan altas que dominaban el valle y sus puntas se perdían en las nubes.
Pequeñas olas concéntricas se expandieron en todas direcciones cuando arrojó un guijarro al agua.
Se volvió y elevó la vista. Más allá del bosque, sobre las copas de un millar de frondosos árboles —elambures, encinos, hayas y matugos— sobresalía el palacio: blanco, esbelto, asimétrico, colosal; una espiral ascendente ceñía cada torre como una culebra que reptaba por sus paredes hasta la punta. En algún lugar de la torre noroeste había dejado a Paty con la palabra en la boca y preguntándose por su actitud. Su amiga se la pasaba analizando los porqués de la gente, se desempeñaba como moderadora, árbitro, asesora, conciliadora y últimamente asumía un rol protector con respecto a Annie, consciente de que en la universidad les esperaba una realidad social muy diferente del de su pequeña corte de aduladoras. Decía que temía por ella, que era demasiado bonita, coqueta e inmadura para desenvolverse sola, pero quizá era una excusa para no admitir su propia inseguridad, o eso creía Bridget, para quien la perspectiva de volver a comenzar desde cero a construir relaciones era desmoralizante.
O, tal vez, su estado anímico estaba predispuesto a la frustración. Tan solo el día anterior sus negativas predicciones con respecto al concurso de debate se habían cumplido, Bridget había sufrido una decepcionante derrota.
—Tus compañeras de plano se quedaron sin su salvadora —recordó el intento de Paty por consolarla—. De veras que no sé qué pretendía el Reliquia con esa competencia desigual.
Bridget sonrió para sí misma, era el nuevo sobrenombre con el que Paty tenía el descaro de referirse a William. Arrojó otra piedra. Esta rebotó tres veces sobre la superficie del agua antes de hundirse.
«¿Qué qué pretendía? —repitió en su fuero interno—: Acorralarme, obligarme a destacar y que dejara de actuar como el promedio. Pero me enfermé y su plan no resultó como esperaba».
Un trueno puso fin a la quietud de la tarde y espantó con su ruido a una familia de weks que abandonó graznando la rama que los guarecía. Bridget sonrió a medias. Esas aves habían llegado al borde de la extinción, hubo una época en la que eran consideradas sagradas y toda clase de usos se daban a sus exóticas escamas rojas. Ahora, una ley las protegía y podía vérseles en todas partes.
—¿Tenías que arrastrarme a tu desgracia? —reclamó de pronto una voz masculina a su espalda.
Bridget dio un respingo y dio media vuelta dispuesta a encararlo; no había nadie tras ella, no obstante, el movimiento de hojas de un árbol atrajo su atención. Al elevar la vista encontró al muchacho jugando con un guijarro en la mano.
«¿No podías dejar pasar la oportunidad, Blasterier?», pensó.
—¿Que yo te arrastré? ¡Me estás acusando de delatarte!
Pudo haber sido William o la propia Annie, si su hermana se había topado con la pequeña bestia vistiendo de rojo, pero Bridget, no.
—Eres ingenuo, hay cámaras por todas partes. —«Menos en el bosque, sería imposible que cubrieran cada rincón. Los guardias también tienen ojos y levantan reportes, idiota»—. Además, tu padre tenía otras razones para amonestarte.
Terriuce gruñó y frunció el ceño. Como ella había acertado, lanzó el contraataque:
—Y adoras este lugar lleno de ojos vigilantes, ¿no? Va perfectamente contigo. —De un salto bajó y le plantó cara—. ¿Cómo te soportas a ti misma? ¿Cómo soportas a las de tu clase? Niña… entrometida.
Era la segunda vez que se refería a ella en esos términos. Lamentablemente, todos sus esfuerzos por evitar toparse con él cuando ambos acudían a cumplir su castigo por la pérdida del libro rojo, habían sido en vano.
—Conozco a las de tu clase —le había dicho una vez con tono acusador—: niñas consentidas, desleales, ignorantes e hipócritas que se apiñan como buitres y arruinan las vidas de otros por pura diversión.
Se acercó hablando en voz baja, pero rabiosa y arrastraba las sílabas con la intención de herir. Con su dedo índice le había dado un golpecito en el esternón, lo que la había irritado tanto que si alguna vez tuvo intenciones de interceder en favor del muchacho para que no pagara por una falta no cometida, se desvanecieron.
—¿Mi clase? ¿Y cuál es la tuya, la de los perturbados o mártires que se ganan a pulso un boleto de primera clase rumbo al nido de carroñeros? —le había contestado con una sonrisa sardónica—. Yo no provoqué que te expulsaran, Terriuce: nunca habrías venido de haber contenido tu lengua.
Dicho esto, lo había dejado a solas y corroído por la duda de cómo sabía tanto sobre él.
Ahora, nuevamente, la estaba insultando y agregaba un calificativo a su lista: entrometida.
«¡Fue una casualidad que hubiera escuchado esa conversación!», quiso gritarle. De cualquier manera se habría enterado por otros medios de los pormenores: “Chico Blasterier llama Pajarraca a directora de la Universidad de Eneviah y es expulsado”, versaban los titulares publicados por los chismosos de las redes. Si algo era ofensivo para un eloahno era ser llamado pájaro, pajarraco, pichón y similares, mil veces peor que escupirle o decirle imbécil. Y él se lo había gritado en su cara.
Bridget acarició la crin de su yegua y apartó un cabello de su rostro.
—A pesar de lo que pienses de mí, estás tan solitario en este lugar que mi presencia ha de resultarte refrescante —dijo—. ¿Seré el blanco de tu frustración y tu mal genio mientras vivas en el palacio?
—¿Qué? —restalló Terriuce dando un paso al frente.
—Debo ser la única con la que has cruzado palabra, aunque sea para insultarme sin razón.
—Eres masoquista, entonces, vienes a donde puedo seguir haciéndolo.
—Perdón, no sabía que eras dueño de esta parte del bosque.
—Pues ahora ya lo sabes —Terriuce apretó los puños en los costados. Imprimió todo el desprecio que pudo reunir en sus palabras—: ¿No tienes otra cosa más importante que hacer, como peinarte, limarte las uñas, probarte un nuevo vestido o alguna de tus interesantísimas actividades de niña de sociedad?
—Cierto, acabas de recordarme que tengo que probarme el vestido para el próximo baile.
—Pues yo que tú me largaría de una vez, no sea que no tengas tiempo de elegir las joyas adecuadas para que combinen con tu atuendo —soltó, cínico y arrogante.
Bridget fingió una sonrisa, aunque literalmente echaba chispas de coraje: escondió los puños.
—Tendré en cuenta tu tono tan amable de pedirlo cuando necesites un favor, papi te haya retirado su manutención o quieras que mueva mis influencias por ti.
«¿Qué estoy diciendo?».
—¡Yo jamás…!
—¿No? ¿Ni siquiera por “verla”? —lo retó alzando la barbilla. Había recordado la discusión que Terriuce había sostenido con su padre. El duque le había advertido que de no comportarse de acuerdo con sus estándares, le prohibiría ver a alguien, una mujer.
Los ojos del muchacho llamearon.
«Rayos, ¿qué hice? Puse el dedo en la llaga», pensó Bridget. A juzgar por su reacción, no pudo elegir peores palabras para herirlo. La misteriosa muchacha o novia que su papá le prohibía ver, posiblemente le dolía en lo más profundo, y ella había respondido sin reflexionar, explotando el conocimiento en su favor.
De una zancada, Terriuce redujo la distancia que los separaba y preparó un puño cerrado.
«¡Diosa!» Bridget palideció y tensó el cuerpo; Terriuce descargó el golpe contra el árbol más cercano y le dio con tal fuerza que sus nudillos sangraron.
Ella resopló con alivio, se había salvado de terminar con un ojo morado en un día tan cercano al baile. También se sintió culpable. Normalmente no actuaba así, antes bien, era un ejemplo de educación y buenos modales y, cuando su frustración era rebasada, aguantaba hasta llegar a algún lugar donde despotricaba a solas hasta liberarla.
«En eso estaba, cuando llegaste».
—Discúlpame, no debí decir eso, me arrepiento —ofreció apelando al sabio fundamento universal de convivencia de “no hagas a otros lo que no te gustaría que te hicieran a ti”.
El muchacho resopló varias veces tratando de recuperar el control.
—No volverá a ocurrir —añadió Bridget, pero Terriuce se dio media vuelta—. Como quieras, entonces.
Suspiró, resignada. Trepó con gracia sobre el lomo de Zinget. Otro trueno en el cielo inquietó a la hembra unicornio, por lo que Bridget le palmeó cariñosamente el costado del cuello.
—Estoy en desventaja, pareces saber todo de mí —dijo Terriuce sin voltear a verla—. Al menos, dime tu nombre. Si he de pelear contigo cada vez que te vea…
Ella se alzó de hombros y respondió:
—Bridget Britter.
—Yo soy Terriuce Blasterier, aunque claro, ya lo sabes… me gusta que me llamen Terry. —Se volvió hacia ella para comprobar que lo hubiera entendido, la vio asentir, luego alzó la vista al cielo y preparó sus alas—. Sabes, no me importaría que te empapes otra vez, pero prefiero advertirte de que te pongas a cubierto, no sea que tus supuestas cámaras me echen también la culpa por la lluvia y la pulmonía que te dará.
En seguida corrió en dirección al lago batiendo sus largas alas y levantó el vuelo.
«Y yo prefiero evitar toparme contigo», pensó Bridget poniendo a la yegua al trote.
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