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Capítulo 7

—Aguarde aquí, señorita —le indicó el oficial de la guardia. En seguida se retiró.

Bridget avanzó unos pasos y observó su entorno. La infoteca, tan poco frecuentada por ella, tenía un techo abovedado de treinta metros de altura, sostenido por gruesos pilares. Las paredes lucían cubiertas de estanterías de madera repletas de cristales de almacenaje electrónico, mientras que en el espacio central podía observarse una infinidad de libreros que ostentaban reliquias impresas; a los costados de cada librero había mesas de estudio con sus terminales de búsqueda y sillones flotantes, y al fondo cubículos privados protegidos con metaglass a prueba de sonido, cada uno equipado con un sillón, un escritorio y una pantalla virtual.

Bridget se preguntó para qué la habría citado William en ese lugar. De los cinco días de reposo moderado indicados por el médico a raíz de su desmayo restaban dos, pero Bridget se había esmerado en sus deberes, que le hizo llegar puntualmente por conducto de Annie. Acaso, ¿la prevendría sobre algún cambio en las clases o querría hablarle de los exámenes que había dejado pendientes a causa de sus ausencias? 

 Aunque el reposo era aburrido, tampoco le apetecía volver al aula de clases. Annie y Paty le habían informado sobre los comentarios que su desvanecimiento suscitó entre las alumnas a pesar de que lo ocurrido a Paty desvió en parte la atención, diluyendo su protagonismo. No solo la habían convertido en el dato curioso de la semana, ¡la devoraron! —en el sentido figurado de la palabra—, y no se detuvieron  hasta que usaron sus restos de mondadientes. 

Por otra parte, durante sus días de convalecencia, sus compañeras de equipo de debate se habían dedicado a perder sistemáticamente frente al poderío del oponente conformado por Annie, Paty y Tiffany, de manera que, al volver, Bridget encontraría una desventaja abismal en los puntajes del concurso, imposible de salvar. Y la injusta derrota sería frustrante.

Un dato curioso: William no la había visitado mientras convalecía. Aunque Bridget se devanaba los sesos buscando la enseñanza que el viejo pretendía con esa reacción, si es que había alguna. Solamente concluyó que: a) no acudir al doctor y dejar pasar el tiempo cuando presentaba un malestar podía resultar contraproducente; b)tomar objetos sin permiso era más peligroso de lo que parecía; y c) mejor era  un momento de humillación que cinco días sufriendo los excesivos cuidados de  Daphne Britter, si conllevaban los celos de Annie. Pero todo esto ya lo sabía desde antes. No así lo importante de incorporar a su ropa múltiples bolsillos discretos con cierre para llevar su ProCom y un bocadillo con alto contenido calórico en caso de emergencias.

Lo que le preocupaba era la conducta de Paty. Desde el día de su desmayo la miraba con recelo, aunque había optado por no expresar en voz alta lo que estuviera incomodándola. Tampoco había dicho nada sobre el incidente del balcón, acerca del cual los adultos todavía debatían en privado.

Dio unos pasos más y escuchó un murmullo: una voz masculina que escupía palabras incompresibles. Como no quería inmiscuirse otra vez en asuntos que no le concernían, tomó el primer libro que encontró, buscó un asiento lo más apartado que pudo y se sentó a hojearlo.

—Se acabó. Confórmate con que no te quite la pensión económica y no te desconozca. Irás a Startos, y es mi última palabra —escuchó de repente. Supo, en ese momento que eran Terriuce y su padre, de nuevo. 

«¿Es mi destino enterarme de los pormenores de su vida?», protestó en su fuero interno.

 —Y cumplirás un castigo. Mira que tener que disculparme ante la reina porque mi hijo y su estúpido cachorro molestaron a una de las hijas de los Britter.

—¿Qué? —replicó el muchacho. 

«¿Qué?», se preguntó Bridget a su vez.

—No me interrumpas. Menos mal que no pasó a mayores. Para que lo sepas, la suya es una de las familias más importantes del planeta, tanto como la que te dio el apellido —bramó el padre—. Oh, ya viene el sabio William, compórtate.

Bridget escuchó pasos acercándose, fijó la vista en el libro y llevó su mano al oído fingiendo que había un audífono en su interior.

—Sefen Gacks, duque de Blasterier —dijo una voz conocida.

Bridget no pudo evitar levantar la mirada y observar el saludo formal de los dos machos. El mencionado duque tenía un rostro recio, bronceado y anguloso, sin rastros de la edad, por contra, en los tres días que no lo había visto, William parecía haber ganado una docena de arrugas. Ambos bajaron brevemente la cabeza mientras esbozaban una sonrisa cálida y tranquila. Nadie adivinaría que unos segundos atrás Sefen Gacks estuviera tan alterado.

De reojo, Bridget se percató de que su hijo, Terriuce, había contenido una carcajada de burla y un gesto de asco, aunque no podía imaginar qué parte del saludo de William provocó semejante reacción, suponiendo que hubiera sido lo que desencadenó el mohín.

—William Obrien, gran sabio —saludó Gacks—. Aquí se lo dejo. Ya ha sido advertido de que le obedecerá por las próximas tres semanas, si le parece apropiada la duración del castigo.

—Lo es. Puede retirarse tranquilo, duque, yo me haré cargo. ¿Su esposa, Vanessa, se encuentra bien?

—Perfectamente, sabio.

—Envíele mis saludos, duque.

William esperó a que se marchara, luego le hizo una señal al joven para que aguardara y a Bridget para que lo siguiera hasta una de las cabinas privadas.

—Señorita Britter, acompáñeme. Discutiremos los términos de su castigo —dijo en voz alta.

«¿Castigo?», pensó Bridget, turbada. Naturalmente, merecía más que un sermón, había perdido el libro rojo, pero…

Qué ingenua. Había creído que su desmayo había desviado la atención y nadie traería a colación su falta. Mientras se levantaba, resignada, para seguir a William, no pudo evitar soltar un bufido de inconformidad. Si bien estaba dispuesta a cumplir las exigencias del anciano maestro, le molestaba que le hubiera expuesto frente al joven Blasterier. Sintió que sus mejillas se encendían, miró de reojo esperando una actitud cínica por parte del muchacho; sufrió un escalofrío: 

Si una mirada matara, Bridget habría muerto fulminada en el acto. Los ojos del muchacho llameaban de cólera. 

 —Chismosa pajarraca de mierda —masculló el chico entre dientes, y aunque ella no era experta leyendo los labios, al menos la última palabra sí la entendió. Lo demás podía imaginarlo. 

Tras entrar en la pieza, la puerta se deslizó tras ella. William la sentó y la observó por un minuto sin hablarle.

—Cumplirás un castigo —dijo por fin.

—Hice mal, lo tomé sin permiso. Sé que era antiguo. No pretendía perderlo, yo…

—Aprende a guardar silencio cuando un anciano te habla.

La niña se vio tentada a replicar, pero mantuvo la boca cerrada.

—Tomaste, sin permiso, un libro con más de un milenio de antigüedad que iba a ser entregado como un regalo de tus padres al emperador Yelm, de Uloh, en su próxima visita. Lo buscaron por el bosque y junto al lago. No aparece. Y si lo encontráramos, no quiero imaginar el estado deplorable que…

Suspiró y, sin borrar su sonrisa, William prosiguió:

—Se perdió información escrita por un antepasado mío que falleció hace más de setecientos beltas y comprometiste a tus padres en la búsqueda de un nuevo regalo digno del emperador ulohnés, que es amante de las antigüedades. No existe ningún argumento que disculpe tu falta.

—Si el libro iba a ser un regalo, ¿no pensaban guardar una copia en formato digital? —preguntó sin pensar. 

«Oh… Apenas iban a…. —la sola mirada de William le hizo comprender— ¡Pero no lo perdí a propósito!»

—Desde aquí veo esos terribles deseos de gritar tu inocencia —señaló William negando con la cabeza—. ¿Cuántas veces te instruyó mi hermano Christian sobre el mismo tema? Tu rostro debe verse impasible, majestuoso y sonriente en todo momento, independientemente de tu estado de ánimo, si es que pretendes sobrevivir en la corte.

El comentario tomó por sorpresa a Bridget.

—Los líderes son considerados responsables tanto de las acciones propias como de las de sus subordinados, aunque estas no hayan sido autorizadas u ordenadas por ellos. Cuando crezcas ocuparás una posición de poder y los ciudadanos podrán ejercer su derecho a confrontarte por algo que tú no hiciste; ¿Qué harás entonces? ¿Estallar y explicarles que no era tu intención?

Señaló su propia sonrisa y prosiguió:

—Mira mi ejemplo. ¿Te eduqué para que te importe poco la propiedad ajena y la extravíes por accidente? No. Y tuve que sonreír mientras me reprendían por tus acciones, tal como deberías estar haciendo tú ahora —enfatizó—. Controlar tus reacciones será tu mejor arma en el juego del poder. Para lograrlo, debes aprender a mantener una prudente distancia emocional, tu rostro debe ser tan maleable como el de un actor. Tienes que trabajar en eso.

Bridget cerró los ojos e hizo un esfuerzo para recuperar la compostura.

—Bien. Así está mejor. Te parecerá dura mi actitud, pero es necesaria. No toleraré más retardos o deberes olvidados. Tu comportamiento en sociedad debe mejorar considerablemente al igual que tu evaluación académica. 

«Los retardos, tal vez; mis calificaciones, ni soñarlo. Tú no entiendes, William, si respondo correctamente a todo me ganaré el odio de las demás.  El salón de clases es una versión pequeña de la corte, con envidias, intrigas, alianzas… Vale más mezclarme».

—Por si no te has dado cuenta, el concurso de debate fue implementado por ti, para forzarte a poner en práctica lo aprendido, a investigar, a mejorar tu retórica y a convertirte en una líder. 

Bridget frunció el ceño.

—Sí, aun desde el anonimato puedes ser uno. Ya tienes la mitad del camino avanzado, en realidad. Convertí ese salón de clases en un pequeño campo de entrenamiento. Provoqué una guerra civilizada y te coloqué intencionalmente en el bando más débil, rodeada de enemigos, quienes, al final del día, podrían ser tus mejores aliados, sabiéndolos manejar. 

—Haré mi mejor esfuerzo, sabio maestro.

—Eso espero. Y cumplirás un castigo de tres semanas sin descuidar tus actuales obligaciones. 

—Sí, maestro.

William sacó de entre los pliegues de su túnica un disco del grosor de la piel de una cebolla y más pequeño que la palma de su mano y lo colocó sobre la mesa.

—Holograbaciones de sesiones en la sala del trono —aseveró para contestar a su gesto interrogativo—. Quiero un análisis y una opinión personal del tema de cada una, de las actitudes de cada personaje involucrado, sus posibles motivaciones, y el contexto en el que la audiencia se llevó a cabo. Asegúrate de que la pantalla apunte hacia la pared, no quiero exponerte. Y sé muy observadora o te devolveré el trabajo.

—Entendido, señor.

William suspiró. Una parte de él detestaba tener que mentirle a la niña… una muy buena parte quería pedirle disculpas por haberla dejado toda la noche en el Salón, mientras se dedicaba a observar si ella misma era capaz de resolver sus problemas. Si estaba tan furioso era por su propia negligencia. Siete beltas había seguido la pista a ese volumen rojo, único ejemplar de su tipo, y ahora lo había vuelto a perder… para siempre. ¿Por qué lo había dejado ahí? Era un viejo necio.

—Me retiro, entonces. Ya me esperan —dijo a Bridget.

Ella desvió la mirada hacia el metaglass que cerraba el cubículo y se volvió a topar con la mirada asesina y desdeñosa de Terriuce Blasterier. 

—¿Maestro, ese muchacho se está viendo afectado de alguna manera por mis acciones?

Ciertamente no tenía la culpa de que ella hubiera sacado el libro rojo, no merecía un castigo como el suyo por burlarse de su apariencia o ser el dueño de la mascota, por mucho que le hubiera desagradado que se riera en su cara. Además, no había hablado del incidente con nadie. ¿Acaso el propio William había narrado a la reina lo sucedido?

—Escuchar conversaciones ajenas es de mala educación, alteza —declaró William sin responder a su pregunta y salió del cubículo.

***

El muchacho estaba cruzado de brazos, su mirada clavada en el suelo.

—Por lo visto, has colmado la paciencia del duque —le dijo William mientras se acercaba.

«El duque —repitió Terriuce en su fuero interno, haciendo otro gesto de asco, tal era la repugnancia que le provocaba escuchar que lo llamaran de ese modo—. No es más que un noble menor, tercero en la línea de sucesión de sus tierras, que tuvo la suerte de unir fortuna con la heredera de Blasterier: Vanessa».

 —No te preocupes, la academia no va a matarte, antes bien, sacarás provecho. Te dará un propósito en la vida —agregó el maestro—. Te lo digo por experiencia.

Por toda respuesta, Terriuce se alzó de hombros. 

El anciano le tomó una mano, extendió sus dedos y colocó en el hueco de la palma del joven una lámina grabada y una tarjeta metálica más pequeña con bordes dentados.

—¿Tu mascota se llama Troy? —le preguntó entre tanto.

Terriuce permaneció en un obstinado silencio, fingiendo no percatarse de los objetos que le entregaban.

—En esa lámina están los datos de contacto de un albergue transitorio para criaturas traviesas como ella. Alguien la adoptará.

Terriuce resopló con apatía.

—Yo que tú no esperaba, oí decir que el duque mandó encadenarla —añadió William.

—¿Piensa sacrificarla? —Alzó la vista, abrió la mano y observó los dos objetos. 

William encontró desesperación en su mirada: 

—Llevan a los animales problemáticos a un corral aislado cerca de la reja norte; lo reconocerás porque es utilizado como almacén para los equipos de jardinería. La tarjeta te permitirá sacar a tu mascota, si te das prisa.

—¿Por qué hace esto, señor? 

—Todavía no termino. No puedo sacar al dragón de aquí.

—Goldulp, señor.

Salvo en el pelo y la talla de alas, los goldulp tenían gran parecido a los dragones enanos.

—Lo que sea. Tampoco puedo tramitar un permiso para que alguien del albergue lo recoja dentro del palacio, tendrás que planear tú mismo el resto y utilizar tus propios recursos. Supongo que bastará con que la saques de los terrenos del palacio. Nadie tiene por qué hacerte preguntas. A los guardias no les preocupa lo que saques, si te pertenece, su única preocupación es lo que entra. Mientras tu pase esté activo, no debes tener ningún problema para volver.

Terry lo observó con suspicacia sopesando la posibilidad de que el anciano pudiera estar jugando con él o tendiéndole alguna clase de trampa. Después pensó que aunque así fuera, no había nada que él pudiera hacer o dejar de hacer que empeorara su situación, de manera que era libre de romper reglas, cadenas… incluso de cruzar las rejas de acceso del palacio sin el permiso de su padre; de cualquier forma iba a pagar con la misma moneda: la academia militar Startos.

—Gracias, me las arreglaré —dijo por fin. 

—En cuanto al castigo… si te pregunta el duque, di que te puse a copiar a mano el Libro de la Ley. Confío en tu discreción y en que puedas pasearte a diario por este recinto… y copiarlo, para que sea creíble. Ve ahora.

Terry soltó una risita. Ese anciano sí que era tergiversado, le había hecho creer que se convertiría en su cómplice y que le condonaría el castigo, porque sabía que era injusto.

«Ni hablar, mejor largarse antes de que se arrepienta», pensó el muchacho, en seguida dijo:

—Gracias, señor.

Dio media vuelta y corrió hasta el balcón más cercano de donde se lanzó en vuelo de planeador mientras meditaba sus opciones. Troy no merecía morir por una tontería. Además no tenía idea de cuál era el delito que le imputaban, se había portado muy bien. Él mismo la había entrenado a conciencia, de no ser por ello, posiblemente la rubia se habría ahogado. La ingrata no solo se había retirado sin siquiera despedirse, sino que pagaba el favor con chismes, convirtiendo el incidente en el acto reprobable que lo condenaba a ir a Startos y a Troy a un albergue. Le estaba arruinando la vida. Verdaderamente la odiaba.

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