Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 5 (segunda parte)

Afuera, los árboles se habían teñido ya de tonos marrones y naranjas, los jardineros no daban abasto para acumular la hojarasca que crujía bajo sus pies, el aire fresco del otoño se le coló bajo el vestido y la hizo estremecer.

Bridget siguió caminando rumbo a su plaza favorita, que tenía una fuente de la que apenas discurría un chorrito de piedra en piedra y cuyo sonido era reconfortante: el lugar ideal para la lectura. A los pocos pasos se topó con la presencia indeseable de Elisa Bandier, la visitante humana, acompañada por un hombre con porte militar y gafas. Podía tratarse de su padre o algún guardaespaldas traído de su planeta.

Instintivamente ocultó el libro tras la espalda y avanzó con disimulo. Luego concluyó que a esa distancia la humana a lo sumo se percataría que traía algo rojo en brazos, pero no apreciaría los detalles.

Elisa era bonita, según los estándares de su especie. De piel aceitunada, ojos almendrados y cabello oscuro. Lástima de su carácter ufano y frívolo. Paty Obrien, siempre tan analítica, sostenía la teoría de que como única extranjera de su especie en el palacio, su comportamiento era debido a que se sentía sola. Annie, por el contrario, se lo atribuía a que envidiaba lo único que jamás podría tener: alas. 

Bridget le obsequiaba miradas furtivas, mientras ponía distancia de por medio, cuando una sombra pasó en su vista periférica y sintió el tirón en las manos.

—¡Hey! — gritó volteando. Algo o alguien le había arrancado el libro y…

El enorme animal, del tamaño de un potrillo, hizo un alto, dio varias vueltas sobre sus patas traseras como si quisiera retarla, apretó el libro rojo entre sus fauces y desapareció con él entre los arbustos.

—¡Detente! —gritó Bridget mientras corría tras él entre los árboles. Era una cría de goldulp: un mamífero nativo de su planeta. El ejemplar en cuestión todavía tenía el pelaje blanco y la nariz chata, propios de los cachorros, pero su larga cola puntiaguda ya alcanzaba los tres metros—. Detente, por favor.

No supo de dónde sacó fuerzas para seguir corriendo, creía que en cualquier momento iba a caer rendida a la mitad del pasto. La persecución continuó por una avenida bordeada con arbustos, pasaron la última plaza de flores y entraron al bosque en dirección al lago.

—¡Alto!

El goldulp tomó un camino hacia el norte y subió una pequeña colina poco transitable. En ese paraje las raíces de los árboles obstruían el paso y las frondosas copas de hojas rojas dejaban el camino en una penumbra sanguínea. Varias veces estuvo cerca de sujetar su cola, pero el cachorro viraba repentinamente y su mano se cerraba vacía en el aire. Estaba a punto de atraparlo, cuando el goldulp se metió entre unos matojos.

«No deberían permitir visitantes con mascotas», gruñó. Se decía que los goldulps solo distinguían tres colores, uno de ellos era el rojo. 

—Pequeño dragón peludo… ¡Te atraparé!

Se lanzó tras él y de pronto el suelo ya no estaba bajo sus pies.

Gritó al sentir que caía hasta chocar contra el agua helada. Se hundió irremediablemente, sin más fuerzas para continuar. Contuvo la respiración y manoteó buscando la superficie, pero una densa capa de hojas secas bloqueaba la luz y no sabía hacia dónde nadar. El vestido y las botas se convirtieron en pesado lastre. Sus pulmones comenzaron a arder. Pateó más fuerte, negándose a dejarse abrazar por la oscuridad, hasta que agotó su última reserva de oxígeno y supo que iba a ahogarse. 

«Ningún guardia me vio caer, ¿verdad?» 

Naturalmente, si un uniformado hubiera visto a cualquier niña en apuros semejantes acudiría a rescatarla, aun sin saber quién era en verdad.  Era irónico haber pasado toda su vida fingiendo ser otra para mantenerse a salvo y estar a punto de morir por causas atribuibles a la debilidad dejada precisamente por uno de los esfuerzos para conservar el secreto, en el mismo lago al que acudía a nadar durante el verano, porque no era mala nadadora…

***

—Se le ha caído esto, señorita —dijo el jardinero entregando amablemente el ProCom a la joven humana.

Elisa Bandier iba a declinar el ofrecimiento cuando recordó haber visto a Bridget en las cercanías. El objeto seguramente le pertenecía.

—Gracias, sí, entre tantas hojas no lo encontraba —dijo extendiendo la mano para tomarlo.

El jardinero continuó juntando la hojarasca con una barredora de aire a presión. No obstante, estaba atento a los movimientos de los humanos y de cuanto paseante entrara en sus dominios. Era su deber como infiltrado Junpaih.

La chica reía con malicia; el hombre que la acompañaba se jactaba de haber sacado de sus casillas a un adolescente eloahno contando chistes sobre huevos. Ambos rieron a carcajadas convulsas, doblados por la cintura.

—No se lo digas a tu padre, Lisa —dijo el hombre, en una pausa para respirar, pero ella arruinó su esfuerzo por serenarse con otro ataque de risa.

—Eres tan divertido, Mark —Le dio un empujoncito en el hombro.

—¿Más que esas eloahnas presumidas con las que estudias? 

—¡Esas presumidas son un fastidio! Hay varias de ellas a las que quisiera dar un escarmiento. Una lección de humildad no les vendría mal.

—¿Es cierto que ninguna de ellas saca sus alas en público?

—Curioso, ¿no? Oye tú —Elisa llamó al jardinero. Ceñudo, el hombre silenció la máquina y se mostró solícito—. ¿Por qué las jóvenes de ocho y nueve no sacan sus alas en público?

—Lo ha ordenado el rey, señorita.

—Vaya, pensé que era una cuestión de pudor —intercambió una mirada con Mark, hizo una mueca de resignación y agradeció al jardinero por su amabilidad.

—Funcionan perfectamente —añadió el jardinero antes de retirarse.

—¿A qué te refieres?

El empleado se alzó de hombros, se aseguró de que nadie más le estuviera prestando atención y luego dijo:

—En caso necesario, cualquiera de ellas las usaría. Se abstienen porque sería humillante que el propio rey las regañe en público. Pero usted no lo escuchó de mí. Tengo que traer un saco para esas hojas, antes de que el viento las vuele otra vez.

Hizo una reverencia y se marchó.

—¿Qué te parece? —comentó Elisa, cruzada de brazos. 

—Apuesto a que las nobles presumidas le molestan tanto como a ti.

—Ya lo creo.

—Lo que sea que estés planeando, asegúrate de que parezca un accidente, Lisa. No vas a dañar la carrera de tu padre por una venganza personal. Recuerda que es amigo del rey.

—Y la causa de que estemos… “de vacaciones” aquí —remató la joven con un tono irónico. 

***

Mientras se alejaba rumbo al dispensario de mantenimiento, cerca de las caballerizas, Kim Dávalo reflexionaba sobre su acción temeraria. Estaba asumiendo un gran riesgo al implantar ideas en la humana. Apostaba por la enemistad de una adolescente voluble y vengativa, además de su discreción. Tenía que estar loco.

Si en verdad la joven odiaba a todas las alumnas eloahnas de su clase y tenía planeado poner en ridículo a alguna de ellas, no podía desaprovecharlo. Cualquier víctima que la humana eligiera le convenía. 

Repentinamente escuchó un chiflido largo, con variaciones tonales, como si transmitieran un mensaje. Corrió a ver qué ocurría.

***

Bridget aspiró una bocanada de aire y jadeó desesperada. Algo o alguien tiraba de su vestido, pero de momento toda su atención estaba puesta en respirar. Inhalaba con voracidad insaciable.

Quedó tendida boca arriba, tosiendo y tiritando de frío. Su vestido estaba enlodado y con un desgarrón, tenía el cabello hecho una porquería de nudos y con una rama enredada.

«Diosa, en verdad he estado cerca…»

El goldulp posó una pata sobre su pecho y acercó el hocico a diferentes puntos de su cara, como si los estuviera olfateando. De su pelaje escurría agua turbia.

—No sé si besarte o matarte, pequeño monstruo… —farfulló Bridget—. De no ser por ti… 

De no ser por el animal posiblemente estaría muerta, aunque si había llegado hasta ese peligroso rincón del bosque, era por su causa. Con dos satélites girando alrededor del planeta, las mareas eran para tomarse en serio. El lago podía estar al nivel de los árboles por la noche y seis metros más abajo al amanecer, con el suelo reblandecido.

—¿Dónde dejaste el libro rojo?  Se me va a armar la gorda… 

—La gorda —repitió una voz masculina y se echó a reír. Una risa cáustica, potente.

«Un testigo indeseable, justo lo que necesito ahora».

Miró en derredor, aún tumbada en la tierra. Tosió y escupió agua.

El goldulp corrió hasta ocultarse, si eso era posible, tras un muchacho como de nueve beltas que llevaba ropa de montar y una larga capa sostenida con un broche dorado. Bridget nunca lo había visto en el palacio. Era de piel bronceada y cabello oscuro revuelto. Tenía el rostro afilado y hermosos ojos marrones de mirada sombría. 

—Mira nada más, Troy, fuiste de pesca y sacaste una anguila que habla —el joven se rio de su propio chiste. 

—Muy gracioso —le dijo molesta y roja de vergüenza. Nadie deseaba presentar ese aspecto la primera vez que conocía a alguien, en especial si era del sexo opuesto. Ni tampoco que se burlara descaradamente.

«Idiota. Pude haber muerto y qué hiciste aparte de quedarte viendo y reírte de mi apariencia», pensó.

Deseaba levantarse con un ágil movimiento gimnástico, pero estaba totalmente agotada. 

En vez de ofrecer una disculpa el muchacho se dobló por la cintura, como los actores que esperan un aplauso al terminar una presentación.

—Te lo dije, Troy. No esperes nada de nadie en este lugar. —La cachorra de goldulp le lamió el rostro y el muchacho la contuvo mostrándole un pañuelo rojo—. Basta, tranquila, lo hiciste bien.

Bajó el pañuelo y el animal se tendió a sus pies, esperando una recompensa oculta en su bolsillo. No se percató de la llegada del jardinero. 

—Señorita, ¿se ha hecho daño?

Bridget lo reconoció. Siempre que salía al jardín se lo topaba, como si fuera omnipresente. Charlaba con las flores y los árboles y, cuando iba acompañada por Annie y Paty, les ofrecía a cada una un ramo de flores recién cortadas mientras se inclinaba delante de ellas, del mismo modo que lo habría hecho frente a la reina. 

—Gracias. Estoy bien, señor.

—¿Quiere que llame a su nana o a su madre? —Kim Dávalo le ofreció la mano y la ayudó a ponerse de pie. Luego retiró con cuidado la rama, procurando no estropearle aún más el cabello.

—No, gracias —respondió acomodándose el vestido.

—La acompaño entonces.

—En serio, puedo sola —insistió.

—Hora de irnos, Troy, aquí ya no somos necesarios —se escuchó decir al muchacho.

Bridget se sentía tan apenada que se alejó de la playa sin mediar palabras. Iba trastabillando, con paso inestable y con la desagradable sensación de que le observaban. 

En cuanto al libro rojo, no lo había visto en las inmediaciones. En el supuesto que no estuviera en el fondo del lago, desintegrándose, podía volver a buscarlo después. Si de cualquier manera la iban a regañar, preferible que fuera con el estómago lleno y ropa seca. Al menos no le daría una infección ni se expondría a tropezar de nuevo cuando sus piernas enclenques no pudieran sostenerla más. Estaba visto que ningún guardia ni jardinero estaba tan cerca como para salvarla de sí misma.  

***

—Lo que me faltaba… —Bridget masculló con voz entrecortada por el frío: Elisa Bandier y su acompañante aún paseaban donde los había visto. Se ocultó tras un árbol antes de que pudieran verla, meditó sobre sus opciones y rodeó la plaza para que no se percataran de su facha. No había lengua más mordaz que la de Elisa para criticar los vestidos, aunque ella misma vistiera de forma anodina unos vaqueros ceñidos y una chaqueta cazadora de material sintético. Al acercarse a otra de las entradas a la torre de huéspedes, se dio cuenta de su error: esa puerta la haría pasar por una de las áreas sociales más concurridas de la misma. No quedó otra alternativa que deslizarse sigilosamente hasta un acceso de servicio y bajar al sótano, al Salón, donde tenía una muda de ropa adicional y podría asearse un poco. Por desgracia en ese lugar no conservaba un repuesto para las botas empapadas, a lo sumo podría escurrirlas un poco, lo suficiente para no ir dejando huellas lodosas.

Una vez cambiada, se dispuso a subir al comedor, por fin. 

Antes de abrir la puerta, los gritos de un hombre la detuvieron. No podía ser vista saliendo de allí. El que la viera pensaría que había atravesado una pared. Se asomó por una pequeña rendija y vio la espalda de un hombre alto, con cabello oscuro y alas pintas que se agitaban cuando hablaba, dejando al margen de la vista a quien quiera que fuera el desdichado objeto de su cólera. 

—¿No estás conforme con haber sido expulsado, Terriuce? —vociferaba haciendo aspavientos con los brazos. Hasta las plumas tenía encrespadas por el disgusto—. ¿Tengo que soportar quejas de ti desde el primer día que llegas? 

«Expulsado. No quisiera estar en sus zapatos», pensó Bridget. Con un suspiro cerró y se recargó tras la puerta a esperar que terminara la reprimenda. 

—No te quiero ver en el palacio excepto para comer y dormir —le escuchó decir.

—Eso hago —protestó una áspera voz juvenil. 

—No fue lo que me informaron.

—Oh, te refieres a ese humano idiota y sus chistes estúpidos…

—¡No me interesa!  Contén tu maldita lengua o al menos evita a las personas. ¡Diosa!  No sabes con quién podrías estar hablando. ¡Va de por medio mi nombre también! ¡Dije afuera, nada de interacción! Recuerda que no estás de vacaciones, te traje porque no fue posible matricularte en otra universidad a medio período.

—Pudiste dejarme en casa.

—¿Para que vuelvas a llevarte el VeL con todo y chofer y a beberte mis botellas de colección? Ni en un millón de años, jovencito. 

— ¡Intentaba ir a ver a…!

—¡No me interrumpas! Te lo advierto, si no demuestras arrepentimiento y te esfuerzas por estar a la altura de los Blasterier, te encerraré en Startos y se acabó: podrás olvidarte de ella para siempre.

—Pero, padre… 

—He dicho.

Como las voces se apagaron repentinamente y se escucharon pasos, Bridget volvió a abrir su rendija y observó. El padre se había retirado; el joven amonestado… era el mismo muchacho que se había mofado de Bridget hacía media hora.

—¡Bien! ¡Lárgate sin escuchar y amenázame con la academia militar, eso resuelve todo, padre! —protestó el joven irritado, pateó la pared y se dejó caer en el piso, apoyó la cabeza entre las manos y los codos sobre las rodillas y se sumió en un silencio doloroso y melancólico. 

«¡Maldición! Terriuce Blasterier, o como sea que te llames, ¿por qué no vas a lamentarte a otro lado? No puedo salir mientras no te vayas».

 Bridget se quitó las botas y se sentó a esperar. Al joven no se le veían intenciones de moverse de allí. De vez en cuando golpeaba la pared con la cabeza en un gesto de frustración y profería insultos inaudibles, incluso lo escuchó sollozando una vez. 

«¿Qué diablos pasa contigo, no sientes un hueco en el estómago? Es hora de cenar. Esfúmate de una vez que muero de hambre».

Aunque acelerara la reprimenda por lo del libro, Bridget deseaba que William acudiera y despachara al muchacho del corredor con alguna excusa. Lo llamaría, se dijo, mientras tanteaba su bolsillo. No lo encontró. El ProCom debía estar en el fondo del lago.

«¡Que me desplumen!»

Se tranquilizó y fue a la cabina de observación en busca de algún medio para comunicarse: nada. Ni siquiera una cámara de monitoreo a la cual hacer señales. El emplazamiento y lo que ocurría allí era demasiado secreto para que valiera el riesgo. Por eso estaba ubicado en ese remoto lugar, tan poco transitado que, por lo visto, también era ideal para poder regañar, gritar y amenazar sin exponerse a la crítica y los chismes de la corte.

Volvió a la puerta y se recargó en la superficie metálica. Mientras no abriera, las paredes insonorizadas disimularían su presencia.

Bueno, quizá era hora de que el maestro hiciera gala de esa capacidad de enterarse de todo lo que hacía, incluso cuando nadie la estaba viendo. Desde el atentado en su cuna, sus padres habían instalado un juego de nanocámaras inteligentes en torno a su persona. Se trataba de una docena de artefactos microscópicos hechos a base de carbono que flotaban a su alrededor, salvo por el que estaba implantado en su nervio óptico y que servía de ancla virtual a los otros once. Estos enviaban lo grabado a un receptor con forma de concha que el maestro William llevaba al cuello enganchado a una cadena plateada como si se tratara de un dije.

Teóricamente, el viejo no debería ver jamás lo que estas grababan —Christian nunca lo había hecho—; estaban allí para un caso extremo, algo como un secuestro, pero si en un plazo razonable ella no aparecía y Bertaliz no confirmaba que había llegado a su dormitorio a la hora esperada, confiaba que su maestro tomara la iniciativa y la buscara. Quería pensar que el anciano cumplía un propósito más trascendental en su vida que servir de su verdugo escolar: cuidar de ella.

No obstante, un estremecimiento la recorrió solo de pensar en el posible escrutinio indiscreto del anciano. Ese sí sería un atentado contra su privacidad y pudor.

A cada momento se sentía más débil y enferma. No supo cuando se quedó dormida aovillada en el piso.

***

Si te gustó no olvides votar y dejar tu comentario

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro