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Capítulo 5 (primera parte)

Bridget interrumpió el flujo de energía y se sujetó de una mesita cercana. Tenía la sensación de que el salón que la rodeaba daba vueltas: pequeñas luces blancas danzaban ante sus ojos. Sus piernas y brazos temblaban y su palma había sangrado nuevamente, como si se tratara de sudor escarlata.

Cuando William Obrien le informó que tenía que acudir cada tercer día a esa bodega en el sótano donde los médicos Laverne Nance y Chase Bauer estudiarían sus habilidades, no imaginó que terminaría sometiendo su cuerpo a semejantes jornadas.

“No estoy de acuerdo con lo que van a hacerte”, había dicho Christian Obrien al despedirse, y ella había supuesto, mas no preguntó, que el viejo temía que fueran a convertirla en una especie de ave de experimentos. ¿Lo era? 

El recinto parecía más gimnasio que laboratorio, aunque contaba con una sala de observación adjunta llena de monitores que le recordaba una central de tráfico aéreo. Optó por llamarlo el Salón.

El primer día que bajó en su búsqueda se perdió.

—Pero qué rayos… 

Tras tocar los sensores de identificación para la apertura de una puerta había entrado a una especie de bóveda. No había doctores dentro, sino dos atriles vacíos, el tercero ostentaba un cuadro de un material blanco con letras grabadas en su superficie. Un sentimiento de intranquilidad y sospecha la invadió. Echó a correr. Fue la primera vez que toparse con William le brindó consuelo.

—Es por acá. No viste la entrada porque está oculta tras un holograma. Los doctores ya te esperan.

El anciano cerró la bóveda y la precedió sin mayor explicación.

Al principio las sesiones se enfocaron en ayudarle a dominar sus habilidades telepsicoquinéticas, para que no volvieran a ocurrir episodios como el que estuvo a punto de revelar su identidad en la sala del trono. 

Nance, su médico de cabecera, propuso la hipótesis de que la energía, producto de la actividad metabólica, simplemente no tenía lugar suficiente para ser almacenada y circulaba libre por su sistema nervioso. Creía que la corriente provocaba campos magnéticos y la telequinesis no era sino “levitación diamagnética en equilibrio inestable”, motivo por el cual el objeto diamagnético cambiaba de posición. 

En otras palabras, aplicaba uno de los principios de la tecnología antigravitacional utilizada en todos sus medios de transporte. No obstante, la hipótesis fue desechada.  La corriente era continua, por lo que la sola presencia de Bridget debería magnetizar los objetos circundantes y afectar los aparatos electrónicos, fenómeno que no ocurría. 

Pero la telequinesis tampoco era un acto de fe y concentración. Tras varios ciclos de ensayos, los médicos persistían en la búsqueda de explicaciones; lo importante, que no sucediera repentinamente a causa de un enfado o susto, ya era del dominio de Bridget. 

Entonces dirigieron el objetivo de los estudios hacia temas más… electrizantes. Si bien la teoría de Nance no había tenido aplicación en cuanto a la telequinesis, había servido de base para descubrir que de sus manos surgía algo más que chispas.

—Alteza, ¿sería tan amable de permitirme tomar una muestra hemática? —preguntó Nance aquel día—. Una gota bastará. 

Bridget acercó su dedo al punzón. En cuanto el médico la pinchó, una luz blanca la dejó deslumbrada: escuchó un ruido de muebles volcándose.

—¡Rayos! —exclamó Bauer mientras corría hasta el extremo del Salón, donde Nance se estrelló tras ser lanzado por un arco eléctrico—. ¿Colega, estás bien?

Nance tenía una marca de quemadura en el pecho y una colección de moretones.

—Creo que dimos con algo importante —balbuceó el herido antes de desmayarse.

Bridget se asustó tanto que juró que nunca más volvería a hacer nada parecido… fuera de esas cuatro paredes. Le provocaba curiosidad averiguar qué otras cosas podía hacer.

Ese fue el accidente que puso al descubierto su capacidad para emitir un arco eléctrico de su palma, que la energía no corría libremente como creía el médico, sino que en su cuerpo había un sistema circulatorio adicional: su propio cableado de alta tensión. 

Generar un mapa de ese sistema especial fue solo uno de los problemas técnicos que hubo que superar junto con otras medidas de seguridad. Se diseñaron filtros a medida para el escáner médico, consiguieron transformadores con mayor potencia, protegieron los equipos de medición contra la ionización del aire circundante, instalaron baterías para almacenaje de la energía…  

Y desde entonces todo había cambiado. En aras de descubrir sus límites, Bridget había accedido a cada petición de los científicos, las jornadas la dejaban agotada y la de esa tarde, sin duda, había sido la peor.

Bridget se sentó en la colchoneta que cubría el suelo y aguardó a que su corazón recuperara un ritmo más lento. Eso era todo, no podía más. El doctor Nance, desde la cabina de observación, también lo supo sin necesidad de decírselo. Nunca la había visto tan cansada; le indicó a Bauer que apagara el equipo: se retirarían más temprano que de costumbre, revisarían sus signos vitales y la enviarían a descansar. 

Observando sus manos delgadas y huesudas, Bridget comprendió que tantos ciclos de gasto de energía sin reposición calórica adecuada estaban mellando su salud en otro sentido. Siempre terminaba las sesiones un poco débil y con un hambre atroz que no podía satisfacer pues, si tomaba un plato extra, Annie la censuraba. Lo peor: sospecharía que la estaba engañando.

—¿No te conformas con ser la única con plumas translúcidas, también quieres ser la primer eloahna gorda en todo el planeta? —Le había dicho una vez—. Si te comes eso jamás podrás remontar el vuelo. Vaya, si por lo menos salieras a correr en vez de estar dos horas apoltronada en un sillón mientras tomas tus clases privadas… ¿De verdad que no entiendes cuánto suman dos más dos? 

“Clases privadas de matemáticas”, menuda mentira había tenido que inventar para que sus amigas no insistieran en acompañarla… 

Nance se le acercó, revisó su pulso, temperatura y presión sanguínea.

—¿Cómo se siente? 

—Un poco cansada.

Quizás era el momento de alzar la mano y pedir un suplemento vitamínico antes de que la pérdida de peso fuera más notoria; incluso la ropa deportiva, de tela elástica y supuestamente ajustable al cuerpo, ya le quedaba floja. 

—¿Mareo, dolor de cabeza o algo que destacar? 

—No —mintió.

A veces eran tan escrupulosos que el menor signo de malestar le implicaba incómodos exámenes y reposo. Quizá por eso había aprendido a callarse ante las molestias menores y había dejado crecer tanto el problema.  

—¿Segura?

—Nada. Estoy bien. 

—Vaya a descansar y coma bien —le recomendó de igual manera. 

—Lo prometo. 

Aunque no dijo cuándo cumpliría esa promesa. Tenía deberes pendientes. William estaba desatado últimamente con las tareas. Los ensayos e investigaciones eran su tortura favorita, después de los exámenes orales sin previo aviso, claro.  

Todavía endeble se puso de pie, se cambió de ropa, abandonó sigilosamente el Salón y subió a la biblioteca de la torre de huéspedes. Tenía que redactar un ensayo de Apreciación del Arte, resolver algunos problemas de Física aplicada a la Aerodinámica, estudiar Geografía para examen y hacer un trabajo de Historia. Siempre que el hambre la dejara pensar. 

Nuevamente el maestro había repartido los temas de manera individual. Por suerte el suyo trataba del auge y caída del Imperio de los Sacerdotes, materia de su completo dominio. Sin embargo, aceptó de buena gana los libros que le acercaron para documentarse.

En la sección de antecedentes comenzó hablando de un Eloah donde quien poseyera las Piedras Sagradas tenía el poder de dar vida o muerte, motivo por el cual las guerras por adquirirlas eran el día a día de los habitantes. Las batallas entre alados solían ser muy sangrientas, no había muros lo suficientemente altos para impedir el paso, de ahí que se construyeran torreones de roca sólida y se perfeccionara el uso de las cúpulas. Las flechas eran demasiado lentas para atinar a un alado en pleno vuelo, las lanzas y ballestas con puntas envenenadas eran el mejor recurso defensivo, aunque las caídas mataban más combatientes que sus heridas de lucha.

En seguida, explicó una de las teorías más aceptadas por los historiadores que sugería que los sacerdotes llamados Elohin se hicieron con las Piedras mediante el uso de artimañas, robo e infiltración. Se creía que salieron sigilosamente con su botín y una doncella como rehén y cuando llevaban media noche de vuelo los antiguos dueños descubrieron el robo y soltaron la alarma. Por ese motivo no se encontraban en el suelo cuando ocurrió la Gran Ola.

Era noche cerrada, según la tradición oral, cuando ocurrió un descomunal deslizamiento de tierra hacia el mar interior. Media montaña cayó de golpe al agua, levantando una gigantesca ola que viajó en todas direcciones a la velocidad del sonido y barrió las costas de toda la región en horas en las que sus moradores dormían ajenos al peligro que se avecinaba. Fue esta circunstancia la que permitió a los sacerdotes levantar su imperio, pese a que eran pocos y no había grandes ejércitos bajo su mando. Capitalizaron la tragedia, convirtiendo la Gran Ola en un castigo divino. La devastación y muerte fue tal que los supervivientes incluso aceptaron cambiar su antiguo sistema de creencias. Así surgió el imperio, cuatro mil beltas atrás.

Sus dominios abarcaban desde Bahía Drakó en el sur hasta el macizo de Argüell en el norte, la gran barrera que dividía el mundo en dos. En una isla del Mar del Cráter o Mar Interior, donde se cree que cayeron las Piedras al impactar la superficie del planeta, se construyó un templo para el resguardo de Potenkiah y Aeviniah, centro neurálgico de su religión.

Cada conjunción de las lunas se ofrecían sacrificios a los dioses y en el memorial de la Gran Ola la cantidad de ofrendas podía compararse a una masacre. Los sacerdotes aseguraban que, de no recibir su pago en sangre, los dioses dejarían de bendecir el mundo con el poder curativo de Aeviniah y lo destruirían ya no con agua y tierra, sino con fuego y lava. Por si esto fuera poco, a la menor infracción lanzaban la ira de Potenkiah como medida punitiva… y mortal. En pocas palabras, era una forma de gobierno opresiva, un régimen de terror. 

A lo largo de los dos mil beltas de sometimiento imperial algunos eloahnos escaparon aventurándose a cruzar el infranqueable macizo, territorio de garghulls —antes de que esta raza de seres grises con alas membranosas se extinguiera de Eloah— y se asentaron en el norte en tierras muy frías e inexploradas.

Los desertores y su descendencia formaron comunidades llamadas raiks (ducados), que aunque tenían ocasionales diferencias y rivalidades, en ellas prevaleció el desarrollo intelectual, artístico, científico y tecnológico. Se establecieron cadenas de comercio, de bienes y servicios, y las primeras fábricas de hilados. Elohí, la madre de todos, era la única deidad reverenciada.

Hacia el belta número mil novecientos desde la Gran Ola, el norteño Erol, el Sabio, rakirán de Eneviah y embajador ante los recién llegados humanos —algunos expertos opinan que influenciado por ellos—, se lanzó en la épica empresa de derrocar al imperio del sur. Cuenta la historia que al mando de un pequeño ejército rescató a los sureños de su dominio y asestó el golpe final, asaltando el templo de las Piedras y capturando a los Elohin, a quienes envió al exilio.

Bridget se quedó pensando si debía hacer mención de lo que ocurrió después con los sureños, que no perdonaban a los “rescatadores” por la pérdida de Aeviniah, su tesoro. Afirmaban que habrían preferido seguir bajo el yugo del imperio otros tres mil beltas que perder la fuente de la vida. El envejecimiento y muerte de Erol y sus súbditos fue lo único que los convenció de que no era un engaño, los norteños no tenían oculta a Aeviniah en su castillo, en verdad había desaparecido. 

En cuanto al resto de su tarea, podía esperar. Desactivó el ProCom y apoyó los codos sobre la mesa. 

«Diosa, cómo me urge que abran el comedor, ¿cuánto falta? —pensó mirando su reloj de pulsera— ¡Una hora!».

 Podía salir a los jardines o quizá buscar a su hermana, Annie, y a Paty… De alguna manera tenía que evitar pensar en comida. 

Como no vio al encargado de la biblioteca que le había facilitado los libros donde se documentó, fue a la sección de Historia a guardarlos ella misma. Era un oscuro rincón donde un especialista en restauraciones tenía un espacio donde aplicaba químicos para preservar los volúmenes más antiguos. Sobre su escritorio tenía separados algunos destinados a una captura digital de su contenido, otros, los más delicados, se encontraban protegidos en cubos herméticos con llave. Uno en particular se encontraba apartado, sobre un bonito atril de mármol y cubierto con una cúpula transparente de vidrioplás. Estaba finamente empastado en terciopelo rojo. Lo primero que notó fue que no tenía título. Después de cerciorarse de que nadie la observaba, tocó la cerradura digital segura de que reaccionaría ante su huella como lo hizo aquel día que se perdió, la de la puerta de la bóveda subterránea. Abrió la tapa. 

«¡Qué plumas…!».  Estaba escrito a mano en caracteres que había visto una sola vez, al realizar una tarea escolar sobre lenguas muertas. Tras una rápida hojeada encontró un precioso dibujo de Potenkiah y la espada en la que estaba engarzada. Se estremeció. El misterioso libro era nuevo para ella y de un tema que le atraía debido a la relación de Potenkiah con su propia vida. De la Piedra se decía que era la responsable de las visiones con las que su antepasada, la reina Bonniet Andryl, había escrito la profecía. Además, para Bridget representaba un reto traducir sus palabras. Se detuvo justo antes de alzarlo.

«No debes… es una antigüedad, te meterás en problemas».

Apartó las manos, venció la tentación y salió de la biblioteca, de vuelta al plan original de buscar a sus amigas. Annie ya debería haber concluido sus lecciones de piano.

La encontró junto a la fuente, en la plaza que conectaba las cinco torres del complejo del palacio. El monumental atrio también era un sitio de reunión frecuente para muchos. Sobre sus cabezas, docenas de alados planeaban en círculos descendentes o aleteaban para llegar al balcón de su preferencia. Mientras Bridget se acercaba, Annie le dedicó una mirada significativa, la princesa miró a su derecha, vio al joven que era objeto de la atención de su hermana y le bastó para comprender que no deseaba su presencia. 

Con Paterinet Obrien no hubo mejor suerte, se la topó en una estancia familiar, cerca de su condominio privado, justo cuando abrazaba efusivamente a sus padres que recién habían vuelto de un corto viaje.

«Mejor, así no tengo que dar explicaciones», pensó, dando media vuelta.

Ya era una suerte que no le hubieran preguntado por sus ojos hundidos o su inusual languidez. 

Mientras caminaba rumbo al ascensor, iba pensando que no debería extrañarle que sus amigas no hubieran estado esperándola y saltando de alegría por verla, ya que por lo regular a esa hora todavía se encontraba en sus supuestas clases de matemáticas. Al igual que Paty, Bridget también habría cambiado un paseo trivial a través del jardín por un momento cerca de sus padres, tanto los verdaderos como los sustitutos, que también viajaban mucho. Algunas veces se sorprendía deseando sus abrazos, anhelando que los Britter no contuvieran sus muestras de afecto por tratarse de la heredera al trono. Nada garantizaba que sería coronada. Su abuela Danielle había sido saltada en la línea de sucesión, solo por poner un ejemplo. 

Como si sus pies tuvieran voluntad propia, se halló nuevamente frente al atril y el misterioso libro rojo. «Bueno, seré cuidadosa», pensó, lo tomó con la delicadeza que trataría a un recién nacido y se lo llevó.

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Nota del autor. La versión de Wattpad omite la imagen de varias fórmulas que ilustran una complicada ecuación que pretende explicar la hipótesis de los médicos y la flotabilidad de los objetos en levitación. Su valor es meramente ilustrativo y su omisión no altera la historia.

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