Capítulo 2
2
Bridget entró corriendo a su habitación como si le fuera la vida en ello. El aire se le atoraba en la garganta sobre el violento palpitar de su corazón.
—¡Mi niña!
—Ya se, ya sé, nana —respondió sofocada y jadeando.
Se deshizo velozmente de la bata y del traje de baño. Tenía que cambiarse para su siguiente clase y no estaba dispuesta a ser regañada en público por impuntualidad dos veces en el mismo día.
Bertaliz se acercó para ayudar. Frente a un espejo, Bridget daba saltos para meter los pies en las bragas.
—¿Cuándo se hizo ese golpe?
«¡Rayos, lo ha visto!» pensó Bridget, se dio la vuelta y mirando sobre su hombro buscó su reflejo: sí, el cardenal seguía allí, morado con tonalidades verdes, sobre una de las protuberancias que bajaban desde los hombros hasta desvanecerse en la cintura, como abultada evidencia de que sus alas estaban ocultas dentro de su cuerpo, en la sibinah, la bolsa impermeable que las guarecía.
—Practiqué los giros y caí mal, supongo.
—¿Y este otro?
—¿Hay otro?
Estiró el cuello buscando la marca del golpe. Bertaliz puso el dedo sobre una de las erolas, las aperturas para sacar las alas, y casi saltó del dolor.
«¡Que me desplumen!»La niña maldijo en su fuero interno.
—Dolerá cuando intente sacar sus alas, niña mía.
Pero era necesario, en la privacidad de sus aposentos era el único sitio donde podía practicar el maromeo con las alas a la vista. Bertaliz le metió el vestido por la cabeza y la urgió a sacar los brazos por las mangas.
—Seré más cuidadosa en el entrenamiento —le aseguró.
Parte de este consistía precisamente en aprender a caer sin romperse la espalda o quebrarse una pierna: “Con estilo, damitas” decía el entrenador, y por estilo entendía rodar sobre la colchoneta siguiendo el impulso de la inercia. Por lo demás, el entrenamiento se trataba de conservar el equilibrio tras un aterrizaje en una superficie angosta, adquirir potencia de despegue y controlar la dirección del vuelo… todo esto sin usar las alas; en su lugar una enorme cama elástica la enviaba al aire el tiempo suficiente para colocar el cuerpo en posición antes de que la gravedad hiciera el resto.
Bertaliz suspiró, terminando de abotonar el vestido.
—Lo sé, no calculé bien el tiempo —dijo mientras se calzaba unas sandalias de tacón —. ¿Me ayudas con el cabello?
Era un desastre.
—¿Qué significa lombriz de tierra, nana?
—¿Dónde lo ha escuchado, princesa?
—Alguien me lo dijo. Por el tono de voz, deduje que era un mote despectivo, pero quiero saber qué tan grave fue el insulto.
—Lombriz es una clase de invertebrado, tubular, blanco.
—Tubular, claro —soltó un bufido. Ya sabía de qué iba. Bridget no tenía ni una curva todavía. A sus siete beltas de edad crecía como planta en maceta y siempre lucía famélica, como una lombriz de tierra—. ¿Cuánto falta para que se desarrollen mis pechos y caderas, como los de Annie, nana?
—Su desarrollo es perfectamente normal para su edad, niña Bridget. No le dé importancia a los comentarios crueles. Quien le haya dicho ese insulto, obviamente es un grosero, inseguro e ignorante.
—Elisa Bandier…
—¿Elisa, la humana?
«Vaya, ¿lo dije en voz alta?»
Desde que la visitante humana se había incorporado a su clase se las había ingeniado para hacerla sentir subdesarrollada. Y es que Elisa, de catorce años, era una señorita con senos redondeados y caderas curvilíneas mientras que Bridget, de no ser porque usaba vestido y cabello trenzado, bien podría confundirse con un varón.
—Esa embustera usa rellenos —la consoló Bertaliz—. Pura envidia.
—¿Cómo lo sabes?
—Secretos de la edad, mi niña. Todo el mundo sabe que el vuelo favorece el desarrollo de los pectorales en hombres y mujeres eloahnos. Esa chiquilla no quiere competir en desigualdad.
Un estruendo muy cerca del palacio provocó su curiosidad. Volteó hacia la ventana y abrió los ojos, maravillada: una enorme nave espacial descendía rumbo a la base militar de Startos, a solo un par de kilómetros de distancia.
—No se mueva, ya casi termino con la trenza —le dijo Bertaliz.
—¿Has visto? —Se rio. El artefacto parecía un escarabajo gigante, y alguien había tenido el mal gusto de pintarla de verde.
Bueno, en ese aspecto la humana no podría equiparársele jamás, se dijo Bridget, la aguda vista de larga distancia de los eloahnos también era inherente a la capacidad de volar, motivo por el cual los ojos tenían un tamaño proporcionalmente mayor.
En los dos alerones de fricción de la nave portaba sendos escudos oficiales de la Comunidad Galáctica.
—Una comitiva diplomática, nana —murmuró. Las había visto cientos de veces en las noticias.
Mientras observaba el transporte, Bridget sintió una súbita sensación helada en la columna y su corazón se aceleró sin razón aparente.
«¡Por las lunas de Eloah, qué frío tan raro!», pensó.
—Listo. Debe darse prisa. La señorita Annet la estará esperando, seguramente.
—Voy volando, nana —bromeó.
Bridget dedicó una última mirada a los jardines, donde un grupo de infantes jugaba a descender en picada lo justo para tocar el agua de la fuente antes de remontar a las alturas en espiral con un frenético batir de alas; recordó que, de pequeña, ella había ejecutado una maniobra similar, aunque a escala y dentro de la privacidad de su enorme habitación: su ego no había sido lo único herido esa vez. No se nace sabiendo el ángulo de ataque correcto para ganar altitud, pero tampoco se intenta aprender lanzándose de cabeza.
Recogió su ProCom y corrió hacia la estancia de la servidumbre —o donde esta habría dormido si el beneficio valiera el riesgo de tener personal a su servicio—, se montó en un ascensor y, tras detenerlo entre dos pisos, se deslizó hacia un pasadizo angosto recubierto con tuberías y cableado. Por ahí estaba forzada a trasladarse hasta la torre de huéspedes para que la vieran salir del privado de los Britter, junto a su “hermana mayor”, Annet Britter, su “madre”, Daphne Britter y su “padre”, Greg Dufá: su familia sustituta.
El camino secreto se encontraba literalmente dentro de las paredes y, por tanto, era estrecho y oscuro, no apto para claustrofóbicos. Todos los puntos de entrada o salida contaban con escáneres de retina como medida de seguridad y estaban bien disimulados. En el caso del condominio de su familia sustituta la pared entera de la sala era la entrada. Algunas formas de acceso simplemente no funcionaban ya debido a que habían sido clausuradas de modo permanente: el palacio tenía más de dos mil beltas de construido, ningún piso era idéntico al inferior y las sucesivas remodelaciones y ampliaciones habían producido parches y caminos sin salida. Por todas estas razones Bridget iba del punto A al B, y viceversa, sin aventurarse más allá del territorio conocido, ya que, además de que sería catastrófico que la descubrieran, la única vez que lo había hecho se había desorientado a tal grado que había permanecido perdida durante horas.
Su retina fue escaneada y la puerta oculta se deslizó a la derecha. Como siempre, encontró la sala vacía y silenciosa, el único ruido provenía del presentador de noticias en la habitación de Annie. Iba a llamar a la puerta cuando sufrió otro violento escalofrío.
«Ese frío raro otra vez», pensó mientras frotaba vigorosamente sus brazos. Había sido demasiado intenso para pasarse por alto. Lo que estuviera provocando sus estremecimientos se acercaba a su persona... o al revés. Y aunque no tenía fundamento racional, casi podía asegurar que estaban relacionados con los viajeros diplomáticos. Tenía que resolver el misterio.
Fue a la puerta delantera del condominio, salió al pasillo y corrió al ascensor antes de que Annie se diera cuenta de lo que ocurría. Pocos segundos después, el aparato hizo un alto en su piso y lo abordó.
—Nivel seis —ordenó. A esa altura un puente conectaba la torre de visitantes y residentes con el cuerpo principal del complejo, sede de la sala del trono. Si los viajeros habían bajado de una nave diplomática, tendrían forzosamente que hacer una visita protocolaria a sus verdaderos padres. Esperaba poder observar a los recién llegados antes de que entraran a verlos.
El último trecho del trayecto lo recorrió con cautela, haciendo un alto en cada columna y procurando amortiguar sus pisadas. Aproximadamente a quince metros de la antesala, se agachó entre dos enormes jarrones de piedra caliza que contenían plantas ornamentales de sombra y se encogió contra la pared, de manera que se disimulara su reflejo en el mármol. Pretendía ocultarse, tanto de los guardias como de los cortesanos, secretarios y ministros, debido a que ningún menor tenía permiso de vagabundear en ese recinto sin un adulto como padrino. Su truco no pasaría inadvertido para los uniformados, no obstante, mientras su presencia no representara ningún riesgo para la seguridad de los reyes, estos no la obligarían a retirarse.
Bridget se dedicó a esperar y observar. Los fastuosos vitrales occidentales de la antesala, de más de treinta metros de altura, bañaban la atmósfera interior con su gloriosa luz iridiscente; la puerta de doble hoja estaba labrada a mano; y el techo abovedado era tan alto que bien podría haber volado allí. Claro, si le fuera permitido sacar en público sus alas y desplegarlas en toda su envergadura. Eran anchas, adaptadas para planeo como las de especies rapaces, pero en su caso las plumas eran translúcidas y en ciertos ángulos reflejaban la luz. Y precisamente por eso tenía que ocultarlas, al menos mientras su anatomía lo permitiera. Eran únicas.
Su paciencia tuvo recompensa. La comitiva apareció al cabo de veinte minutos. Se trataba de un excéntrico grupo de humanoides ataviados en fastuosos trajes. Los acompañaban escoltas, pajes y hasta un secretario. Por sus rasgos físicos era claro que representaban a más de un planeta. Sin embargo, verlos no había respondido a sus preguntas.
Maldijo en silencio. No sabía qué había esperado ver, pero tampoco por qué el frío seguía aumentando y el golpeteo de la sangre resultaba casi doloroso. Aunque trató de controlar su angustia y aplacar su curiosidad voraz, necesitaba una explicación, tanto o más que el oxígeno que respiraba.
Al ver a los viajeros desaparecer tras la puerta labrada, Bridget cedió a un impulso. Recorrió el pasillo que circundaba la sala del trono hasta la puerta trasera. Con un gesto, le pidió al guardia su silencio. De entre los custodios, los que conformaban la escolta real eran los únicos que conocían su identidad. El capitán Fóster se cuadró y le permitió la entrada. Bridget entró con sigilo, se recostó en el piso y presenció la audiencia oculta tras las gruesas cortinas que decoraban el fondo de la sala. Demasiado tarde fue consciente de que su visita no pasaría inadvertida para los reyes, que siempre se enteraban de sus andanzas, ya sea por boca de su maestro William, por la propia Daphne —quien a su vez obtenía informes de Annie o nana Bertaliz— o por el capitán Fóster, que se vería obligado a reportar su ingreso. ¿Y cómo explicarles el porqué se había colado sin invitación ni permiso a ese lugar, cuando ni siquiera ella misma conocía la respuesta? ¿Por un frío extraordinario y una teoría irracional? Tendría que pensar en una mentira plausible.
***
Cinco senadores formaban un compacto grupo frente al trono. Los acompañantes, salvo dos escoltas con capa negra y capucha, esperaban afuera, en el vestíbulo. Al centro y ligeramente adelantado se encontraba un meleciano llamado Craimer Prat, quien sobresalía por su altura y cuerpo tan delgado como una mantis. Varias cicatrices deformaban su rostro; su saco verde lima le cubría hasta las rodillas, que se doblaban hacia atrás. Parecía frágil, como una ramita, pero no había que dejarse engañar: no había huesos más duros que los de su especie y aunque no eran muy ágiles, sus largos pasos compensaban la falta de velocidad. En contraste, Elmenetor Sahún, representante del planeta Uloh, con su musculatura digna de un campeón halterofílico y sus docenas de tatuajes, parecía una aplanadora de tres metros de altura. Como todo ulohnés de la casta Ichnar, su piel era amarilla, su cabeza alargada y tenía tres pares de orificios entre los ojos en vez de nariz. Los diplomáticos de raza humana mostraban aspectos más corrientes: uno atlético, de piel negra, aunque narizón, mientras que el otro, su antítesis, obeso, de piel amarillenta y ojos como la rendija de una alcancía. Remataba el grupo una hembra cevique, una humanoide de piel violácea, desnuda de la cintura para arriba y totalmente calva.
Después de los saludos protocolarios y una sucinta introducción, tomó la palabra el senador Prat:
—Los cinco hemos acordado votar en favor de la Ley de No Intervención, Majestad, y esperamos que Eloah dé su visto bueno.
Bridget decidió quedarse a escuchar. Para el debate de la semana en curso, William Obrien, su maestro, había propuesto un tema relacionado con la Comunidad Galáctica y su rol en la resolución de conflictos domésticos. La princesa tenía a varios de sus representantes frente a ella y una oportunidad sin precedentes de verlos interactuar.
El maestro le había explicado que en el hipotético caso de que la paz estuviera en riesgo, la Comunidad podía emitir “Sugerencias” —desde sanciones económicas y restricciones comerciales hasta la expulsión definitiva— que suprimían la soberanía de un planeta en aras de evitar que otros gobiernos tomaran parte en el conflicto y convirtieran un problema local en interplanetario. Así mismo, que quienes dictaminaban el grado de riesgo de un conflicto eran susceptibles a la manipulación y las apariencias.
Por citar un ejemplo, los disturbios provocados por grupos de fanáticos que reaccionaban con temor ante su propio nacimiento (la asociaban con profecías del fin del mundo), fueron magnificados por los medios de comunicación sensacionalistas, y debido a eso pasaron de ser una molesta serie de manifestaciones a considerarse un problema de ingobernabilidad global, una amenaza para la paz y pretexto para la intervención.
En ese entonces la Comunidad Galáctica exigió a la Corona eloahna la revelación de la profecía para calmar a los alarmistas manifestantes, pero los monarcas se negaron y todavía, a siete beltas de emitida su Sugerencia, seguían apelando a la resolución y luchando por demostrar que tal psicosis no existía ni representaba peligro para Eloah o para otras civilizaciones.
Ahora los visitantes hablaban de una Ley de no Intervención. Con el puro nombre parecía que finalmente alguien se había preocupado por enmendar esos errores en la legislación, que permitían tantas atribuciones a la Comunidad.
Bridget se encontró anhelando escuchar lo que tuvieran que decir sus padres, los reyes, Alaissa y Jhon, al respecto. La próxima vez sorprendería al malhumorado maestro William repitiendo sus palabras. Los miró como un devoto estudiante a su mentor. Alaissa Andryl lucía un vestido dorado de falda larga y mangas estrechas, peinaba el corto cabello color heno con trenzas y portaba una discreta tiara de diamantes. No necesitaba añadir otros adornos, ya de por sí era bella: blanca, de grandes ojos azules y sus alas de una blancura inmaculada, como las de un ángel. A su izquierda, Jhon Black, se erigía como un pilar. Desde ese ángulo, Bridget solo veía su perfil y sus largas alas pintas que caían por los lados del respaldo del trono, pero, si los diplomáticos se lo hubieran preguntado, habría dicho con orgullo que se trataba de un apuesto joven de cuarenta y siete beltas de edad y dos metros con quince centímetros de altura, el cabello castaño cortado casi a ras del cráneo, la cara afilada y los labios apenas insinuados. Luego habría tenido que explicar que pese a su estatura no era considerado un hombre muy alto para su raza. Además, debido a que en el resto de los planetas de la Comunidad se empleaba la medida de años estándar, posiblemente habría tenido que convertir los cuarenta y siete beltas a su equivalente, setenta y ocho años, solo para destacar cuán diferente y juvenil luce un eloahno de esa edad comparado con un humano. Para ser justos, si el rey fuera humano, se habría visto como uno de veinticinco años. Su vestimenta ese día consistía en un traje de chaqueta negra con doble hilera de botones dorados con forma de halcón y una capa escarlata que le cubría el hombro y el ala izquierda.
El meleciano explicaba a grandes rasgos la ley y sus beneficios, que incluían, entre otros, la reducción de tiempos de negociaciones y el respeto a la soberanía planetaria, todo mediante un reglamento que funcionaría como seguro contra la conflagración.
—En otras palabras, con esta ley la Comunidad no tiene poder para inmiscuirse en conflictos locales. Una revolución o una guerra civil ya no serán consideradas un peligro para la galaxia, pues el reglamento evitará la adhesión de planetas simpatizantes —declaró Prat—. Y esta es solo una de sus bondades. Cuando firmemos, al disminuir la carga de apreciaciones, trámites y declaraciones de terceros, que poco tienen que opinar en casos de acuerdos comerciales entre dos planetas y nada más prolongan las negociaciones…
—No —dijo de pronto la reina—. No firmaremos.
Bridget contuvo el aliento, sorprendida. Sus padres se tomaron de la mano en señal de mutuo apoyo. Al senador Prat no pareció molestarle mucho la negativa, pero Elmenetor Sahún, el ulohnés, lucía contrariado:
—Una ley que pretende evitar que una nueva guerra se disemine por la galaxia entera, que ofrece limitar la intervención de la Comunidad para acelerar los acuerdos… ¿y su respuesta es no? —espetó dirigiéndose al rey.
—No necesitamos una ley que prohíba las asociaciones para garantizar la paz, sino modificar las reglas de convivencia pacífica entre nuestras civilizaciones, para que no haya desacuerdos insalvables —dijo la reina—. Este proyecto de ley es un parche, un remedio que no llega al fondo del problema. Además, contiene ciertas frases ambiguas que se prestan a suspicacias y abusos, senador. Por ejemplo, están equiparando la palabra asociación con la palabra ayuda. No formar coaliciones es muy distinto a no prestar ayuda. En consecuencia, lejos de brindar seguridad, puede dejar en el desamparo a los miembros más débiles de la Comunidad Galáctica. Los eloahnos no seremos cómplices de tales injusticias ni pondremos en riesgo a nuestro propio planeta.
—Llámelo parche, pero podría reducir hasta en dos años las negociaciones, vitales para algunas economías domésticas y a las cuales la espera daña más que cualquier otra cosa —manifestó Sahún, dolido. Bridget se percató de que aunque había escuchado las palabras de su madre, el ulohnés hacía como que ella no existía y le hablaba a su padre—. Tan solo el beneficio de un comercio ágil entre Eloah y Uloh vale el voto. Cuánto tiempo hemos deseado obviar los aranceles que la Comunidad nos impone a las exportaciones, para proteger intereses de otros planetas.
—Mucho. También es nuestro deseo, mi señor. Pero no a costa del riesgo de abusos. Quizá quiera volver cuando esas frases sean revisadas —dijo el rey en tono conciliador.
—Reconsidere, Majestad. La firma podría zanjar el pleito legal que aún tiene pendiente. Ese, con respecto a la exigencia de publicación de una profecía que, según tengo entendido, atañe a su hija —comentó Prat en tono mordaz—. ¿No lo ve? Les cerraría las puertas, los disturbios que un día encendieron un foco de alarma entre los pacifistas finalmente adquirirían su…
—¿Cómo se atreve a meter a mi hija en esto, senador? —objetó la reina, evidentemente molesta.
—Yo decía que la Comunidad ya no tendría poder para…
La reina se puso en pie y no permitió que el meleciano terminara su frase. El rey conservó un gesto indolente mientras preparaba su respuesta, pero Bridget nunca la llegó a escuchar. En ese momento, uno de los guardaespaldas de Prat, aparentemente acalorado, se removió incómodo en su capa negra y miró en su dirección. La miró a los ojos, como si no hubiera cortina que la ocultara. La princesa sintió que su sangre se helaba de puro terror. Ya había visto albinos antes, pero este tenía los ojos de un amarillo enfermizo, su aspecto era espectral y su gesto… no atinaba a decir por qué le parecía siniestro, virulento, una máscara de hostilidad.
El telón ondeó sin motivo aparente y amenazó con exponer más que su escondite, sino su identidad, su vida. Maldijo en silencio, presa del pánico. No había corriente de aire, era ella misma quien lo estaba provocando. Telequinesis involuntaria, de nuevo. Ignoraba cómo detenerlo; escapar corriendo sería ruidoso. Quedarse quieta o correr, ambas opciones la dejarían al descubierto, pero solo una la salvaría.
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