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Capítulo 2

Cuando ella lo vio, se detuvo contrariada. ¡El ministro Wetchich lo había enviado en su representación!

Ya había tenido su dosis de Blasterier para un día. Apenas hacía una hora, durante la junta del Consejo de Guerra, había escuchado de él desde opiniones sobre el porqué el ministro de Economía le cedía su lugar en el micrófono en la Asamblea de Representantes hasta bromas respecto a su carácter indómito en yuxtaposición con su buena estrella para el mando y su negativa para seguir la carrera militar. Ella lo había tomado como una suerte de tregua, un cotilleo informal en lugar del reporte de la destrucción de otra nave o del aumento del número de muertos en el frente, pero huyó tan pronto tuvo oportunidad; mucho Terry, Terry, Terry. Ya bastante le costaba dejar de estremecerse cada vez que recordaba su abrazo, su aliento a moras, sus manos sujetándola cuando evitó que Viggo la empujara y una bomba la convirtiera en picadillo.

Ahora lo tenía a unos pasos, tan hermoso e indolente…  «¿Por qué?», protestó en silencio. Una cosa era escuchar chismes de él, otra tenerlo a unos pasos, irradiando masculinidad por cada uno de sus poros. Ese par de ojos oscuros era capaz de traspasarla, de desnudarla. Bridget ya lidiaba con demasiados problemas como para distraerse con fantasías y deseos absurdos. Los ulohneses estaban cada día más cerca del planeta, las implosiones de naves eran visibles en las noches cual mudos fuegos artificiales vistos en reversa. Azules estelas de plasma hendían el campo estelar y trazaban arcos parabólicos que decoraban el firmamento como una macabra obra de arte. Pese a que ningún disparo había tocado tierra, Eloah y sus satélites se habían sumido en un estado de alerta y caos. Además del acaparamiento preventivo y el éxodo de las ciudades, tenía que agregar a la ecuación el vandalismo, los quiebres de empresas, desempleo y los odiados racionamientos de recursos.

 Se concentró, reanudó la marcha y se detuvo en el límite de la sala, en el lado opuesto al asiento de Terry. 

Cuando el taconeo cesó, Terry no tuvo más remedio que apartar la vista del ventanal y advertir su presencia.

—Hola, niña.

 Se quedó sentado negándose de manera deliberada a presentarle un saludo protocolario, usaba su arrogancia como última línea de defensa, una barrera invisible de inconformidad, aunque no sabía contra qué: ¿porque sus sentimientos nunca serían correspondidos?, ¿acaso era un idiota soñador? ¿quizá se sentía herido en su orgullo? 

«¡Huevos de carroñero!»,pensó. Ella no le facilitaba las cosas con esa ropa. Bajó descaradamente la mirada hasta el escote y se rio de sus propios pensamientos, no sabía si Potenkiah estaba allí como un disuasivo de malas intenciones o para provocarlas.

—Esperaba al ministro Wetchich, dijo que era importante —dijo Bridget con voz suave, tomó asiento lo más lejos que pudo—. Le ofrecí quince minutos, aprovéchalos. 

Eso lo trajo de vuelta a la realidad, desvió la mirada hacia el ProCom agradecido con su tono mortalmente formal y frío y se concentró:

—Cumplo órdenes de presentar el modelo presupuestario del ministerio.

Una risita escapó de los labios de Bridget. De inmediato se cubrió la boca e intentó controlarla, cerró los ojos e inspiró profundo.

—¿Qué es tan gracioso?

—Perdón, solo…  Si por ti fuera, jamás habrías venido, ¿cierto?

Lo confieso —Terry se las arregló para burlarse de sí mismo y así enmascarar su asombro y contrariedad. «Pero no por los motivos que imaginas».

—Así que… convenciste a Wetchich de no ceder a ciegas a las demandas y necesidades que cada ministerio le ha presentado. 

—¡Ups! Me descubriste —dijo con un gesto socarrón y levantando la copa en un ademán de brindar por su inteligencia y perspicacia. 

—Permíteme aclarar que no soy experta, pero tampoco un adorno más en las juntas del Consejo de Guerra.

—No lo dudo, siempre estás a la altura de las circunstancias. Y sabrás también de las cantidades desmesuradas que la defensa está costando al tesoro, el ritmo al que se están consumiendo los recursos y la caída de un treinta por ciento en la recaudación. 

—Sí, desgraciadamente. Explícame la propuesta, por favor —ella dijo en tono conciliador. 

Bridget lo dejó hablar. La humildad era una mejor forma de protesta contra las injustificadas muestras de desprecio de Terry. Varias veces lo había visto dar media vuelta sin más motivo que la coincidencia en el mismo pasillo. Además, entre más pronto terminara Terry su discurso más rápido estaría ella a salvo de sus propios deseos. 

El joven le detalló su plan presupuestario tanto como fue posible. A las cantidades globales por ministerio, siguieron desgloses por rubros, de modo que Bridget pudiera comprender cuántas armas de cada tipo podrían adquirirse con cada partida, cuántos vehículos, equipos de protección, escudos, alimentos… Para cuánto tiempo alcanzaría…

—Es una estrategia defensiva, por eso requiere explicaciones —dijo Terry al final—, los ministros querrán gastar en armas y municiones más que en métodos para mantener a la población civil viva, sana e informada. Sobre todo si esos métodos implican abrir nuestras bodegas y reservas al pueblo llano. Pero hay que hacerles ver que además de disminuir al mínimo el número de habitantes por metro cuadrado y convertirlos en proveedores de los productos de consumo que ocupan las líneas de defensa, mi plan multiplicaría exponencialmente los posibles blancos de ataques, tanto que resultaría ridículo eliminarlos a todos. 

»La gente lo sabe, por instinto —continuó sin tregua—. Las ciudades grandes son atractivas para un “golpe que duela” porque un bombazo basta y sobra para acabar con millones. Claro, sé que la estrategia implica…

Siguió explicando los pros y contras. Era radical, viable, pero exigía mucho control; ya de por sí la gente se mataba por un pan, abrirles las puertas de las fábricas y las granjas automatizadas de la corona… 

—¿Puedo contar con tus votos, niña? —preguntó al final, consciente de que sus quince minutos habían terminado.

«¿Crees que es tan fácil, que tus lindos ojos me harán gritar un sí?»,pensó Bridget.

—Tendrás que aguardar a la sesión de la Asamblea para saber —dijo.

Terry no se conformó. Puso en marcha algunos de los trucos que conocía para comprometerla con una respuesta positiva, excepto rogarle, pero la reina era buena esquivando sus ataques, buscaba atajos y rodeos.

—Necesito una respuesta hoy. Mañana no habrá tiempo para sugerir ideas alternativas.

—¿Entonces la idea que me presentaste no es, según tú, la mejor?

—Es la que se preocupa por la seguridad de la mayoría, como te expliqué.

—Por tanto, debería sustentarse a sí misma. No necesitas afirmaciones adicionales.

—Pero tu punto de vista puede influir en otros. Algunos ministros viven en la negación total. Mientras no vean su casa estallando en pedazos y a su goldulp mutilado en la entrada, no dan suficiente crédito a las posibilidades. Apuesto que algunos aristócratas siguen ofreciendo fiestas, como si los ulohneses vivieran en otra dimensión o sus armas fueran de juguete.

—Que sean o no predicciones realistas, no me moverá de mi posición —ella respondió, completamente inflexible, como si estuviera combatiendo en un duelo, pero de voluntades. Lo más difícil era su expresión facial: no estaba dispuesta a permitir que ningún gesto suyo la pusiera en evidencia. Evadió el contacto visual directo y se esforzó por imaginar que hablaba con alguien más. Ya entrados en el calor de la confrontación de ideas, no resultaba tan difícil separar el trabajo de sus confusos sentimientos por él. Terry dijo:

—Tu falta de respuesta podría hacerles creer algo que no quieres. Esos indecisos, cabezas duras, provocarán que no haya consenso. El presupuesto terminará en las manos equivocadas y los centros urbanos continuarán perfilándose como un blanco nada despreciable.

—Los ministros son un terreno fértil para tus ideas, Terry. Y tal parece que eres el dueño de la parcela. Lo harás muy bien. Te repito, ahora no puedo responder.

Tu máxima prioridad es la seguridad de nuestra gente. Millones de vidas pueden depender de esta decisión.

—¿Eso era necesario? —manifestó ella con una mano sobre el corazón, como si le hubiera propinado un duro golpe justo en el centro—. Espero que no uses el chantaje sentimental contra los ministros el día de la sesión, ellos no caen en la definición de “amorosas madres potenciales” como, en apariencia, piensas de mí.

Bridget se puso en pie.

—Hoy mismo una ciudad podría ser borrada del mapa —dijo Terry.

—Y yo puedo ser capturada y ejecutada frente a todos, lo sé —declaró con afabilidad. Hasta ella misma se sorprendió de que no le hubiera temblado la voz al hacerlo—. No sigas acorralándome, ni tú mismo crees que responderé con una mentira, sabes que no diría algo que te diera la impresión de ser una reina que no se preocupa por su pueblo.

—Vale. Lo que tú digas… —Terry soltó un bufido. En seguida se recompuso—.  Aquí estás segura. ¿Sabes? Ni siquiera necesitas tu decreto. El escudo protector es un clase diez, aguantaría hasta una explosión nuclear.

—Excelente —soltó una risita—, así no necesitaré preocuparme por las habladurías a mis espaldas sobre la ley de sucesión. —Caminó hasta el centro de la oficina y le señaló la puerta—. Ahora, si me disculpas, hace siete minutos agotaste tu tiempo y tengo otro compromiso. Ha sido una buena exposición. No necesito desearte suerte.

—Te veo en la Asamblea, niña —se despidió de modo informal y se encaminó rápidamente hacia las puertas. 

—Terry. 

El sonido de su nombre lo cimbró hasta la médula. Se detuvo en el umbral sin mirar atrás, esforzándose por controlar su frustración y digerir el sabor de la derrota. Desde ahí vio a los doce sabios congregados en la antesala esperando su turno para entrar, uno de ellos se veía molesto por el retraso. William y otra de las consejeras miraban en su dirección. Comprendió que la excusa de Bridget no era una mentira para deshacerse pronto de él. 

—Si estuvieras en mis zapatos, seguramente adoptarías una política similar: no dejar entrever tus intenciones siempre que sea posible —ella dijo a su espalda—. Lo sé porque es lo que suelen hacer los comandantes en combate y la práctica no te es ajena.

«“Si estuvieras en mis zapatos” y no si fueras rey», repitió Terry en su fuero interno. Eso lo explicaba todo. Le acababan de dar el tiro de gracia.

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