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Uno.

Emma Sumpter y yo no éramos amigos. Ya no. Pasamos a ser conocidos que solo tenían un cierto pasado en común, haber crecido uno al lado del otro ayudó a eso. Sería una gran mentira decir que nunca la vi llorar, caer o reír tanto hasta que le doliera el estómago. 

Todos creían que seríamos amigos para siempre, yo lo creí pero, como siempre, algo pasó y dejamos de frecuentarnos. No sabría decir qué fue, solo tomamos caminos diferentes y al parecer ninguno estaba muy incómodo con eso.

La noche del día en el que Emma desapareció no pude dormir. Mis ojos se quedaban fijos en su ventana, esperando a que ella apareciera ahí mientras sus padres le gritan que está castigada por asustarlos tanto; con ella solo rodando los ojos y yendo de un lado a otro preparándose para dormir. Pero no, ésta seguía igual, sin que ella la cerrara para que el viento no la molestara.

Conté los minutos y escuchaba las voces de todas esas personas afuera que aseguraban a sus padres que ya estaban buscando. Era muy extraño que alguien desapareciera de la nada en el pueblo y la noticia corrió tan rápido que podría asegurar que todos ayudaban a buscar.

Llegó la media noche cuando todo se silenció. Mis padres habían golpeado mi puesta hasta que se cansaron de insistir como si en verdad quisieran hablarme. Pude sentir un poco de paz, eso hasta que escuché a la Señora Sumpter llorar.

Todo eso era algo que siempre veía en la televisión, en alguna seria policiaca o película de misterio, pero ahora nos estaba pasando. Porque Emma Sumpter no pudo desaparecer sin dejar rastro. Porque en el momento en el que la oficial me preguntó qué era lo que ella llevaba puesto esa tarde y si estaba sola era fácil leer la mente de todos en la habitación.

Cuando lo preguntó no recordaba demasiado, todo se borró de la nada y mis titubeos desesperaban. Pero al perderme con los ojos en el techo mi cerebro comenzó a trabajar.

Esa tarde la había visto tan apresurada en terminar su proyecto de historia en la biblioteca, recuerdo que la miré sin pena alguna tratando de recordar qué fue lo que hizo que Emma y yo dejáramos de charlar. Ella me sonreía cuando lo notaba y a mi me tocaba bajar la mirada.

No tuvimos mucho contacto esa tarde, yo trabajaba en esa biblioteca después de clases y era de esperarse que tuviese que pedir mi ayuda para encontrar un libro. Yo coloqué tres frente a ella y después de eso ya no hablamos más durante horas.

Lo único que recordé fue cuando escuché a tres chicos hablar, con murmullos molestos y risas que no podían controlar; les iba a pedir que callaran por respeto pero me di cuenta de que hablaban de ella. Elogiando de forma vulgar a Emma: su cabello, su rostro y, por supuesto, su cuerpo. Hablando de forma asquerosa de la chica que alguna vez fue una niña y, en ese momento, yo solo reí.

Yo no podía negar que alguna vez llegué a pensar lo mismo, ni mucho menos que no imaginé algo, pero parecía ser algo normal. Era normal escuchar eso, era normal oír a los hombres decir ese tipo de cosas y reír. En verdad lo era.

Emma era bonita, muy bella. Y cabe destacar que las vacaciones de verano la habían agraciado con un cuerpo que no parecía ser normal para una chica de catorce años. Si bien, desde que las clases comenzaron no dejaba de recibir elogios de ello como si resaltarlo fuese lo más importante.

Recuerdo como soltó su largo cabello pelirrojo y después quitó la bufanda de rayas de su cuello para dejarla a un lado; tenía un color rojo brillante en sus franjas que combinaban con otras color blanco.

De pronto sentí que le había mentido a la policía.

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