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Seis.




           


Habían llegado a un especie de acuerdo, dejaron los días pasar hasta que Emma quisiera hablar y yo no dejaba de sentirme vigilado por todos. Era más que claro que no podría acercarme a ella aunque yo reclamara por mi inocencia reiteradas veces.

Realmente quería hablarle, no solo para demostrar mí falta de culpa sino porque sentía esa necesidad carcomiéndome las entrañas. Era mi amiga, lo fue por un largo tiempo y sabía que, en lo más profundo de su cerebro, ella podría recordarme como tal.

Al pasar esos días después de ver a Emma por primera vez, cinco para ser más exactos, parecía que todo se relajaba con las personas en el pueblo que me señalaban con anterioridad. Había decidido no tomar importancia a lo que dijeran de mí, no podía darme el lujo de detener mi vida por algo que yo no hice.

Esos días fueron claves, porque fue cuando entendí lo que era la amistad y vi que yo no tenía ninguna. Huían de mí como basura.

Y les di otra razón el día seis.

Recuerdo que intentaba quitar la cadena de mi bicicleta, después de clases, iba a llegar tarde de la biblioteca. Esos días prácticamente corría de la escuela, trabajar hasta tarde me era una distracción buena; el Señor Mason me pagaba dinero extra y me animaba de una forma en la cual mis padres no lo hacían.

Cuando terminé de liberar mi bicicleta, las sirenas de policías llenaron el estacionamiento; pero no me inmuté, me había acostumbrado tanto a ellas. El auto entró al estacionamiento de la escuela y se paró frente a mí, escuché murmullos y como uno que otro alumno se acercaba con cautela para admirar el auto de la policía como si tuvieran seis años.

Dos oficiales salieron del auto, todos comenzaron a rodearlos y ellos solo caminaban con autoridad. No sabía qué hacer, irme o esperar.

Caminé con mi bicicleta y fijé mi mirada en los hombres uniformados para no verme sospechoso. Uno de ellos volteó, arqueó sus cejas como si hubiera visto a su presa y me señaló para que me detuviera. Tragué saliva esperando lo peor.

Habían pedido una orden de aprehensión contra mí. Todos miraron aquello y sin duda todos se quedaron con eso.

Todo fue tan rápido. Cuando menos lo pensé estaba junto al hombre con inicio de calvicie quien me daba indicaciones que no iba a memorizar. Estaba tan aturdido que apenas si podía pensar.

Fui arrestado frente a todos, sin resistencia y dejé que me colocaran las esposas porque sabía que se vería peor de lo que es. Siempre fui un chico serio pero de repente pareciera que alguien se había robado mi voz, y lo curioso era que, todo lo que rondaba por mi mente en ese momento, era lo que había pasado con mi bicicleta después de todo eso.

Me guiaron hasta una habitación oscura donde la mujer que me dio la vida estaba, no supe cuánto tiempo había pasado, pero dejé ese pensamiento en cuanto la vi temblar y ocultar sus lágrimas mientras arrugaba el borde del suéter azul que tanto le gustaba. Mi padre, a su lado, solo mantenía su fría expresión ante la ventana que tenían frente a ellos. Él fue el único que se dignó a mirarme cuando entré, pero no duró mucho en mí.

—Esto no se ve nada bien—murmuró nuestro abogado, sin una pizca de esperanza.

Del otro lado del cristal se encontraba la misma oficial que no dejaba de intimidarme, hacía anotaciones en su viejo cuaderno y escuchaba con atención. Frente a ella estaba el Señor y la Señora Sumpter y, entre ellos, estaba Emma.

Usaba un enorme abrigo color rojo y su cabello estaba atado en forma de trenza que caía por su hombro izquierdo. Dio un fugaz vistazo hacia nosotros; no podía vernos pero sabía que estábamos ahí. Por un momento creí que nuestros ojos se conectaron y un escalofrío me recorrió la espalda.

—Emma, ¿Podrías repetirme lo que acabas de decir? —preguntó la oficial y ella negó levemente como si se retractara—. Respecto a lo de Charlie—le aclaró incitándola.

Emma dudó, pasaron pocos segundos que parecieron horas; comencé a temblar y sentí como una fría gota de sudor corría por mi cuello. Emma se encogió y parpadeó repetidas veces como si hiciera trabajar tanto a su mente que estaba a punto de colapsar.

—Puedes llorar, no me iré—masculló como si recreara la frase para sí misma—. Puedes gritar, no me iré—tartamudeó poniendo punto final.

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