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Mediodía, 24 de diciembre de 1914.

No habría sido nada errado decir que las trincheras eran el infierno. Llovían balas, granadas estallaban en la cercanía, soldados gritaban y hombres morían. Friedbert deseó estar sordo para evitar así sufrir junto a su gente.

El frío le desgarraba la piel, a la vez que el agotamiento se entremezclaba con la peste de las letrinas cerca de él, para hacer que la cabeza del soldado alemán no parase de dar vueltas, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse alerta y atender las órdenes de su comandante. Órdenes que Friedbert ya no tenía ganas de cumplir, pues el estancamiento de la guerra tras invadir Bélgica le estaba despojando de cualquier pizca de motivación que pudiese haber tenido al inicio de los enfrentamientos, meses atrás. La esperanza de pasar la Navidad con su familia se había desvanecido hacía unas pocas semanas.

Una explosión levantó la tierra de repente, a unos metros del soldado, haciéndole perder el equilibrio. La hecatombe que le siguió mantuvo a todos los hombres que se hallaban cerca ocupados en su labor de alejar a los heridos y contraatacar, con furia, hacia sus enemigos ingleses.

Incansable, el fuego del campo de batalla martirizó con indiferencia a los desventurados hombres que se refugiaban en las frías trincheras, entre cadáveres congelados, además de infinitas cargas de proyectiles y explosivos. Sin importar el clima, ni la húmeda nieve que volvía a la tierra una horrenda masa capaz de dejar a más de uno sin extremidades, enemigos declarados se mataban, cumpliendo con el capricho de otra gente de mostrar poder y saciar su sed de sangre.


El lúgubre ocaso marcó el fin del combate; el sol, con sus últimos rayos, se abalanzó sobre la tierra para mostrarles a los soldados las montañas de cadáveres que poblaban cada frente, antes de sofocarse en el cielo gris del crudo invierno.

Resguardado en su trinchera, comiendo una aburrida cena junto a otro grupo de soldados ingleses, William suspiró. En casa, su madre y su hermana seguramente festejaban la Nochebuena con una deliciosa comida, al calor del hogar crepitante, junto a un árbol de Navidad decorado con lazos color rojo brillante. El soldado anheló la paz de su tierra natal más que nunca, comparándola con la incertidumbre que reinaba en el frente, dentro de las trincheras, aguardando por nuevos ataques de tropas alemanas.

De pronto, a los oídos de William llegó la orden de guardar sepulcral silencio, imitando a sus difuntos compañeros. Algunos soldados se asomaron hacia el campo de batalla discretamente, y si William también lo hubiera hecho, habría visto cómo una hilera de luces brotaba fuera de las trincheras enemigas.

Aquella no era una guerra de religiones. En general, los combatientes creían en un dios con el mismo nombre, y celebraban con pasión el nacimiento de Cristo esa noche. Fue por eso, quizá, que los soldados alemanes realizaron una acción más religiosa que cualquier rezo que pudiesen repetir.

Ellos, tras encender todas sus velas, colocaron fuera de las trincheras los árboles de Navidad que su Estado Mayor les otorgó (creyendo que avivarían su espíritu de lucha), y compartieron con los enemigos el sosiego que les dio su fe.

Más que natural fue la inicial desconfianza de los soldados ingleses cuando algunos alemanes abandonaron su parapeto, manos en alto, llevando consigo solamente comida y botellas con bebida. Cual felino en territorio desconocido, el comandante de la tropa británica dialogó por un instante con el del regimiento contrario, y a la voz de un jubiloso "¡Feliz Navidad, soldado inglés!", se declaró una momentánea tregua.

Al igual que como una hoja al caer forma ondas en el agua, poco a poco los soldados de ambos bandos comenzaron a salir de las trincheras para encontrarse en tierra de nadie, entre cuerpos inertes, con los que otrora fueran enemigos suyos. Los primeros intercambios fueron de bebidas, pues los de palabras, en algunos casos, fueron casi imposibles. Después, les siguieron los de comida, para que al final los villancicos, con la misma melodía, rompieran la barrera del lenguaje y comunicaran a los hombres directamente a través de la música, en una paz efímera, pero anhelada.

Friedbert permaneció apartado del tumulto; no era que no disfrutase de la Navidad, sino que esa era la primera que pasaba lejos de sus viejos padres. Aquello hacía del caluroso momento algo desolador.

Al verle desde lejos, William, que tardó más que la mayoría en salir de la trinchera, se acercó cautelosamente al soldado alemán. El último tenía la cabeza gacha, y encima ni siquiera parecía haber cenado nada. Necesitaba la calidez que un buen trago podría darle.

El soldado británico le ofreció a Friedbert una taza con la misma bebida que él tomaba. No era la cerveza de los barriles que tenían los alemanes, pero parecía ser suficiente para la ocasión. A lo lejos, el alegre murmullo de la gente sonaba como música a sus oídos, cansados de explosiones y balazos.

—Feliz Navidad —dijo William en el idioma del otro soldado, a la vez que este recibía la taza que el primero le extendía.

—¡Hablas alemán! —observó Friedbert, en inglés, con una leve sonrisa.

—Francés y español también, aunque hablar en francés a veces me produce arcadas. —El soldado británico volvió a hablar en su lengua materna.

Los dos rieron

—Si tuviese la necesidad de hablar francés, entonces nuestra riqueza idiomática sería la misma —dijo Friedbert, ahora en alemán. Le divirtió cambiar de lengua al encontrarse con el extranjero.

—Yo solía ser profesor de idiomas antes de venir aquí, aunque en realidad mi trabajo soñado era ser escritor —aclaró William.

—¿Era?

—No estoy seguro de que vaya a salir vivo de este lugar.

Las notas pegadizas de un villancico evitaron el silencio mientras Friedbert observaba al otro soldado, estaba acicalado en medida de lo posible, además de que su uniforme parecía estar hecho para él únicamente.

—Al menos tú tenías un trabajo estable. En mi caso, después de terminar mis estudios, me dediqué a miles de cosas, todas ajenas a mi profesión. Los meses que he sido soldado han sido más largos que el tiempo que estuve atendiendo una panadería en Berlín.

William y Friedbert platicaron cientos de trivialidades en su idioma nativo. En ciertos momentos, el británico tuvo que preguntar por el significado de un par de brillantes palabras compuestas escupidas por la boca de Friedbert, haciendo a este sentirse orgulloso de no haber tenido que pedir explicaciones al inglés por su uso del lenguaje. Ambos tararearon Adeste Fideles cuando los demás soldados comenzaron a cantarla, para luego regresar a su ensimismamiento. Intercambiaron cigarrillos a mitad de la noche, mientras los otros hombres jugaban a las cartas; tal vez, durante un instante de silencio, el soldado alemán realizó un simple truco de magia frente a William con una moneda. Fueron tiempos idílicos.


—¿Y tú? —preguntó Friedbert al ver que sus compañeros, a unos pasos, mostraban fotos de sus seres queridos—. ¿Has traído una foto de tu esposa o de tu familia?

El británico sonrió con ironía.

—No tengo esposa ni planeo buscar una. Mi madre y mi hermana nunca han accedido a tomarse alguna fotografía, así que en el bolsillo del uniforme solo cargo sus cartas y una licorera.

—Yo tampoco estoy casado. —Friedbert sacó de su uniforme una imagen de sus padres y se la mostró al otro soldado—. Ellos no lo saben, pero no quiero una esposa. Afortunadamente, no me han pedido nietos, porque yo jamás se los daría.

—¿Huyes de los compromisos?

—No realmente.

Los dos hombres se miraron. En sus ojos translúcidos encontraron la clave con la cual entenderse.

—Me parece que mi caso es del mismo tipo que el tuyo, soldado alemán —se aventuró William.

—Estamos condenados, entonces.

El soldado inglés suspiró, aceptando el destino que el alemán le adjudicó. Bebió la mitad de lo que quedaba de la botella que tenía y le ofreció el resto a Friedbert, quien no se molestó en vaciar el líquido en su taza, sino que tomó directamente del envase de bebida.


Para cuando amaneció, el veinticinco de diciembre, los árboles de Navidad seguían afuera de las trincheras alemanas. Aún había silencio, la tregua continuaba.

Ninguno de los soldados se molestó en preguntar. Todos salieron de su escondite para servirse café con sus pasados enemigos; platicaron nuevamente, como si se conociesen de toda la vida.

La tierra de nadie todavía estaba tapizada de cadáveres para cuando los soldados terminaron de jugar fútbol —pues un inglés llevaba un balón y decidió mostrarlo para que todos se unieran a un partido—. Ante tal escena, fue imposible para los hombres evitar darles sepultura a los muertos, independientemente de su nacionalidad. Todos los soldados se unieron a la labor de cavar fosos y enterrar a los caídos, uno por uno, frente a los tristes ojos de los comandantes de ambos ejércitos.

Inseparables, William y Friedbert se encargaron de llevar a algunos muertos hacia las tumbas improvisadas. En cierto momento, al levantar una manta dentro de la cual transportaban un cuerpo, las manos de ambos soldados se tocaron y sus miradas se encontraron. Una apenada sonrisa los sacó de su embeleso.

Ya era de noche cuando todos los soldados fallecidos estuvieron debidamente sepultados. Sentados en un fracasado intento de círculo, los hombres de ambos bandos cenaron en paz por última vez en mucho tiempo. Cantaron una canción más, bebieron lo que restaba del alcohol enviado por sus superiores para pasar la Navidad, y entonces se despidieron.

William, a pesar de su destreza con las palabras, no supo qué decirle a Friedbert esa noche. Miró al alemán, y luego a los soldados que empezaban a volver a las trincheras; el otro hizo lo mismo, pero para compensar su silencio sacó de su bolsillo una pequeña rama de aroma fresco que había tomado de un árbol de Navidad. El alemán alargó el obsequio hacia el otro soldado, quien lo tomó cual valioso tesoro, antes de que ambos se abrazaran, imitando a algunos otros hombres a lo lejos, aún en tierra de nadie.

—Feliz Navidad, William —deseó Friedbert, en inglés.

—Feliz Navidad, Friedbert. Mucha suerte —respondió William, en alemán.

—Mucha suerte para ti también. Espero poder volver a verte cuando todo termine.

Los soldados se separaron, caminando hacia su trinchera sin mirar atrás, para recordar demasiado tarde que no habían intercambiado direcciones. Estaban sujetos a lo que el destino deparara para ellos.

La incertidumbre carcomió los corazones de todos los hombres. ¿Qué sería de ellos al día siguiente? ¿Qué dirían los mandos más altos del ejército acerca de aquella tregua, cuando se enteraran? ¿Acaso todos los soldados tendrían el corazón para volverse a atacar después de tan pacífica Navidad?

Definitivamente no.

En varios sitios del frente, la tregua de Navidad transformó los espíritus de los soldados. Cuando se vieron obligados a poner de nuevo las pesadas botas sobre la tierra y tuvieron que volver a las batallas, estas se convirtieron en corteses intercambios. Los soldados se apuntaban con errores intencionales, se avisaban de próximos ataques o, atrevidamente, solo fingían estar luchando para contentar a quienes intentaban controlarles. La guerra, en realidad, ni siquiera era suya.

A los ojos de los altos mandos de los ejércitos enemigos no pasó desapercibido el hecho de que sus hombres dejaran de pelear con la energía de antes. Incapaces de acusar de alta traición a todos sus soldados, los Estados Mayores desplazaron a sus tropas para que todos volvieran a matarse, como si jamás hubiesen convivido; además, se evitaron a toda costa, en ocasiones venideras, acontecimientos como el de diciembre de 1914.

No obstante, las cosas ya estaban hechas. Por más que se avivara el odio entre desconocidos, muchos hombres no volverían a sentir la guerra de la misma manera. Los soldados que vivieron la tregua de Navidad habían aprendido que sus oponentes también eran humanos.


La guerra, contraria a las esperanzadoras predicciones de todos los soldados, duró varios años más después de aquella Navidad milagrosa. Millones de hombres no volvieron vivos del campo de batalla, mientras que otros tantos tampoco lo hicieron completos. Las balas, las bombas y los terribles encuentros dejaron heridos a todos los soldados, a algunos en el cuerpo, pero a todos en el corazón.

William, gracias al buen deseo del soldado alemán que conoció en Nochebuena, pudo volver a casa sin graves lesiones. Al visitar a su madre, pudo sonreírle como lo hacía siempre, caminar con ambas piernas hacia ella y abrazarla con los brazos que tuvo la suerte de conservar intactos.

Ese no fue el caso de Friedbert.

En algún momento, poco más de dos años después de que iniciara la guerra, el estallido de una bomba lo alcanzó mientras luchaba por salvar a un compañero atorado entre escombros. A la explosión le siguió el polvo, al polvo el dolor, la sangre y finalmente un color negro abrumador que consumió todo a su paso. Para el soldado alemán, la suerte nunca jugó de su parte; no había razón para que lo hiciera solo porque un hombre británico se la hubiese deseado con todo el corazón durante una tregua que, después de un tiempo, terminó por convertirse en un lejano sueño, perdido en infernales años de batallas.  

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