Capítulo 34 Pt. 2
La visita a su hermano había sido tal y como la visualizó: un martirio. Justificaba el dolor de los presentes, el estrés que había arrasado con Anna y el nerviosismo de su madre, quien solo despegaba la vista del pecho de su hijo mayor para recordarle a Nikolai el importante papel que tendría en los próximos meses. Se acercaba una temporada de celebraciones nacionales donde se esperaba que estuviese el príncipe regente, a falta del rey.
—Madre, ¿podemos dejar de hablar de trabajo por cinco minutos? Me gustaría saber el estado de Iván —con un gesto señaló a su hermano. A continuación, cruzó una pierna sobre la otra y se apoyó en la mesa a su izquierda, adquiriendo ese aire relajado pero distante que odiaba la reina madre—. ¿Los médicos dijeron algo nuevo hoy? —se dirigió a Anna—. ¿Alguna mejoría?
Anna agradeció el cambio de tema, ya había sido suficiente de eventos, protocolos y qué se esperaba de todos. ¿Cómo podría colocar una buena cara cuando su esposo estaba sumido en un sueño profundo? Quería encerrarse en esa habitación, velar su sueño, hablarle... habían dicho que aun en coma podía oír, que quizá podría hacer una diferencia. Sí, Anna estaba estancada.
—Nada, todo igual que ayer...
Anna no sabía nada de la maldición, su esposo nunca le dijo porque él nunca creyó en su verdadera existencia. Sólo corría de boca en boca; por más que buscó, nunca halló las respuestas en libros de historia o archivos del Palacio.
—Hay familias que tienen muy mala suerte —había dicho una vez, muchos años atrás.
Como Iván no era creyente, Anna no sabía dónde se había metido a ciencia cierta.
—El doctor dice que podría pasar así toda la vida... —se calló incapaz de sacar más palabras a través del nudo en su garganta. Quería echarse a llorar.
—Despertará —aseguró Nikolai con una convicción que sorprendió a su madre. No cabía duda en sus palabras, se veía la firmeza reflejada en su semblante—. Esto no se acaba aquí, Anna —sonrió, era lo mejor que sabía hacer—. Verás que despertará.
«No sé cuándo, pero esta maldición se va a terminar con nosotros.»
Una frase que Nikolai pensó en presencia de las reinas y se repetía en la tranquilidad del jardín privado que solía visitar antes de partir a su gran aventura. Desde muy chico consideró la posibilidad de que haya sido un pequeño laberinto, pues tenía todas las fachas. Desde arbustos a modo de muros, rincones sin salida, esquinas, múltiples caminos a elegir y en el centro, un cuadrado con un kiosco de cristal. Lo único que desentonaba eran los arcos que atravesaban los muros, había un camino por cada punto cardinal. De esta forma, no era necesario buscar el camino, bastaba con andar por ellos para llegar al centro.
Y eso fue lo que hizo Nikolai. Atravesó el conjunto de arcos más cercanos, en el proceso, lo recibió una fresca ráfaga que arrastraba consigo las flores recién caídas de los árboles y arbustos cercanos.
—Oh, Nikolai. —Katharina lo saludó con un movimiento de mano.
Así que bastó una semana para que hallara el jardín... todos lo encontraban, claro, pero pocos tan rápido.
—Hola.
La Duquesa estaba apoyada contra el barandal del kiosco —justo frente a Nikolai— con un libro en mano y el cuerpo cubierto de sol. Se le notaba más viva que el día que llegó. Ya no era el fantasma pálido que salió de Novka, su piel comenzaba a adquirir un ligero color —bronceado diría ella— y su cabello pronto empezaría a aclararse por efectos del sol. Sus ojos también brillaban, alegría que se colaba por sus labios para formar pequeñas sonrisas, la máxima expresión de sentimientos de la Duquesa.
—Así que encontraste mi escondite. —Nikolai se acercó con las manos ensanchadas a las presillas del pantalón.
—Es muy tranquilo, me gusta —comentó Katharina. Breves palabras, como siempre—. ¿Debería irme?
El príncipe negó.
—Tendría la puerta cerrada de desear que nadie entre —un silencio se posó entre ellos, silencio en que se observaron. La Duquesa escudriñó al príncipe con esos fríos ojos azules que tenía, desentonando bastante con la vibra positiva que minutos atrás había en ellos. ¿La estaría incomodando? Nikolai la vio con el mismo detalle, quizá demasiado, pues la joven se sonrojó y desvió levemente la mirada por unos segundos—. No hemos platicado antes, bueno, no en corto. Siempre está mi madre.
—Oh.
—Dime, Katharina, ¿eres de Usovo? —aventuró el príncipe subiendo las escaleras en un intento de romper el hielo, la pobre chica había sido enviada a un lugar desconocido. Posiblemente había sido culpa de su madre, al menos tenía que conseguir conversar una vez con ella.
«¿Así se vería Kitty de dejar Novka?»
Sin embargo, pronto encontró su respuesta: Katharina se fijaba en cada detalle, en el cielo soleado y la vastedad a su alrededor; en él, como si fuese un ser sagrado. Lo desconocido. Kitty nunca lo miró así, un mundo por descubrir. Katharina no conocía los detalles del mundo, la sencillez de la naturaleza o lo que era ser besada por el sol. La joven había crecido en una burbuja, una princesa en su torre. Sin saberlo, en ese momento Nikolai se haría el firme propósito de romper por completo ese mundo de cristal, la sacaría de allí.
—No, nací en Suiza —teniendo al príncipe de frente, hizo una pequeña reverencia. Nikolai le devolvió el gesto, aunque no eran necesarias esas cortesías—. Mi madre era hija de una Archiduquesa austriaca en el exilio, aunque de eso no hay rastro en los anales de la historia.
—Lo siento mucho...
—Austria lleva décadas sin ser una monarquía y Dante me ha dicho que le va bien.
—Efectivamente, bastante bien. ¿Alguna vez has ido?
—¿A dónde?
—¡Austria!
—No. Usovo es todo lo que conozco, llegué ahí muy pequeña... —se quedó meditativa.
Austria, nunca había pensado en Austria. No había motivo... en Usovo tenía todo y de dejar su hogar, solo iría a uno nuevo... Minsk. Esa había sido la promesa de una vida: Minsk y un príncipe, él. ¿A sí se suponía que debían avanzar las cosas? La Duquesa de Gerólstein le había la historia de las reinas anteriores, todas habían salido de Usovo perdidamente enamoradas de su príncipe y con un matrimonio en puerta. Ella no tenía nada de eso, lo que disparaba sus nervios.
—¿Sabías que Usovo alberga a la mayor cantidad de exiliados reales? —empezó en su nerviosismo—. Príncipes, princesas, duquesas, marqueses, archiduques... sería horrible dirigirnos entre nosotros con todos los protocolos, además, ¿quién le debe respeto a quién? —se detuvo repentinamente, su rostro se llenó de consternación. Lo había hecho de nuevo, sus nervios hablaron—. Perdón.
—No —dijo Nikolai sentándose en las escalerillas—. Cuéntame, Katharina, ¿qué más hay en Usovo?
Parpadeó perpleja.
—¿De verdad quieres saber?
—Sí, ¿cómo es Usovo? —Palpó a su lado, una invitación para que tomara asiento a su lado.
—Usovo es... un sueño...
Resultó que Katharina tenía una dulce voz ideal para narrar, sabía de entonación y el corazón que ponía en las palabras terminó haciendo que Nikolai perdiese el sentido del tiempo. Le recordaba un poco a Kitty cuando se emocionaba, pero más solitaria y perdida en el tiempo. A veces reía a mitad de una anécdota, un pequeño detalle que primero se sintió fuera de lugar en ella y después solo quiso que regresara. Katharina, muy en el fondo, era una chica como cualquier otra de su edad. Solo que no era de ese mundo.
Pronto, Nikolai descubrió que había crecido en un rincón creado por Dante, bajo su protección y quizá un par de encantos... o encantamientos. Entre más la escuchaba, más se convencía de que ese sujeto era un brujo o demonio. Katharina no se estaba inventando las danzas a medianoche con faroles iluminados por llamas celeste o lagos resplandecientes; mucho menos una niña que nunca envejeció. Su narrativa era una segura, por sus ojos pasaban los fantasmas y sus manos señalaban las ubicaciones que habitaban en su memoria.
De quedarse terminaría como su madre: añorando Usovo y la Corte de los sueños.
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