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Capítulo 33

La posada se quedó sin forasteros. Podría decirse que regresó a ser una residencia familiar de tres pisos, ocho habitaciones, una gran cocina y áreas de estar sin paredes. Lo único fuera de lugar era el mostrador a frente a la sala de estar, una iluminada por una chimenea que no conseguía calentar el recinto. Una atmósfera gélida se había asentado en la posada, extraña e inusual; únicamente Kitty percibía la baja temperatura.

—Mmm... pues fiebre no tienes —Grigori volteó el termómetro para que su hermana lo comprobara.

—Tengo frío, nada más —dijo Kitty acomodándose el suéter en los hombros.

—Bueno, si tú lo dices... —Su hermano levantó las manos en señal de rendición.

En ese momento, su madre entró por la puerta de la posada. Cinco bolsas colgaban de sus brazos, además, su canasta de mimbre tenía otros paquetes. Comida, la favorita de todos los que allí dormían. Kitty agradeció con una sonrisa su esfuerzo por animarla, llevaba días intentándolo, los mismos que habían pasado sin Nikolai.

—¿Cómo estás? —preguntó Aleksandra, enseguida su vista cayó en el termómetro en las manos de su hijo. Su expresión cambio por una cariñosa y un tanto preocupada—. ¿Tienes fiebre? —Kitty negó efusivamente.

—Solo tengo frío.

—Te dijo que regresaría, ¿no? —Kitty asintió con una breve palabra, —. Creé en él, corazón. —Palabras huecas.

«Es lo único que puedes hacer», prosiguió para sí.

Grigori tomó la canasta de mimbre y Aleksandra le entregó a Kitty dos de las bolsas que cargaba. Aunque predominaba la preocupación por su hija, había una pizca de emoción danzando en sus ojos.

—Tengo buenas noticias —soltó una vez que asentaron todas las cosas en la isleta de la cocina.

—¿Buenas? —repitió Grigori un tanto ausente, su atención yacía en los duraznos que su madre había comprado. Eligió su favorito y le dio una enorme mordida, a cambio recibió una reprimenda.

—El Archiduque está buscando una institutriz para su sobrina —anunció su madre llena de emoción, hasta parecía que asistirían a un baile importante—. Las entrevistas serán en Casa Pravda en unos días, ¡dicen que el mismísimo Archiduque las realizará!

La imagen del Archiduque en la estación de tren regresó a la mente de Ekaterina, en ese momento no habían intercambiado más que las debidas cortesías, pero recordaba su presencia latente, como una fuerza pisándole los tobillos. ¿Ser institutriz de su sobrina? ¿Sería buena idea? Pensarlo le producía nerviosismo.

—Es una gran oportunidad para ti, un mejor futuro, Kitty —su madre estaba tan emocionada... sería imposible que aceptara una negativa—. ¿No es maravilloso? ¡La institutriz de la sobrina del Archiduque!

—¿Pero yo institutriz? —Kitty tanteó el terreno—. No creo estar preparada para eso...

Aleksandra apretó los labios.

—No pierdes nada yendo a la entrevista, es más —Kitty se preparó para el golpe—. Te servirá para despejarte un poco y olvidar al príncipe por un rato.

—¡Mamá! —exclamó.

—Kitty... los forasteros no suelen regresan. Sé que te dije que creas en él... pero también piensa en la posibilidad... lo último que desearía es que te apagues por un muchachito.

Kitty odió su tono repleto de falsa ternura, ella nunca había estado de acuerdo con Nikolai cortejando a su hija. No se necesitaba mucho para pensar que tomaría la primera opción para alejarla de la realidad conocida y depositarla en una para su conveniencia; Kitty detestaba esa idea, pero no hallaba otra respuesta. Su madre había orquestado un matrimonio arreglado con una de las familias más influyentes, ¿ahora quería colocarla en una nueva bandeja de plata? ¿Ponerla en exhibición en los pasillos repletos de nobles? Ser institutriz era solo un medio para un fin, que no incluía a Nikolai.

—Dijo que regresaría —musitó.

Su madre alcanzó a escuchar sus palabras pese a su volumen.

—Hija... por favor —posó una mano en el hombro de Kitty—. Considera todas las opciones.

Asistiría a la entrevista por la posibilidad de salir de la posada, asistiría por la necesidad de un respiro. Sí, dejar atrás la dinámica que vivió, incluyendo a su madre con sus comentarios y reiteradas negativas a Nikolai. ¿Y qué si se había enamorado de un forastero? Él también la quería. Quería tener la opción de esperar o avanzar a su propio paso, por una decisión sin influencia externa.

—Las institutrices viven dentro del hogar, ¿verdad?

***

Indicaciones en mano, Ekaterina arribó a la finca que Nikolai le encomendó días antes de partir. Imaginó que Ilya había estado trabajando recientemente, pues los arriates que decoraban el área de las ventanas tenían una nueva variedad de flores lila; además, había aparecido un espacio de calle empedrada. Poco a poco la casa comenzaría a cobrar vida, sobre todo el jardín que ellos estaban diseñando. Nikolai pensó en flores, arriates, un huerto y recintos al aire libre para disfrutar juntos; eso estuvo claro el día que le mostró su secreto.

Esta idea la confirmó una vez que entró a la casa y se acercó a ver una hoja asentada en la mesa del recibidor. Kitty hizo a un lado el jarrón con rosas de cristal para descifrar los garabatos, que probó ser más complicado de lo que imaginó. No comprendía las letras, se encimaban unas con otras o se extendían demasiado como para formar una letra.

—Que horrible letra —murmuró Ekaterina, después regresó la hoja a su lugar.

Caminó por los largos pasillos, se asomó en las habitaciones que halló abiertas. La mayoría de los muebles se encontraban cubiertos por telas blancas, como si un día hubiesen decidido partir y la casa todavía esperase el regreso de sus antiguos dueños. Nikolai no había pasado por ahí, observó Kitty. La capa de polvo —y tierra— estaba intacta, salvo por las huellas de sus zapatos y las superficies que tocó para revisar el grado de suciedad. Tampoco faltó la presencia de telarañas e insectos, en especial alrededor de los muebles que habían sido atacados por las termitas o tiempo atrás se convirtieron en escondite para animales moribundos.

Sí, unas habitaciones —las más alejadas del área común en la planta baja— apestaban a heces, orinal y animales en estado de putrefacción muy avanzada. Eventualmente, Kitty no solo contuvo la respiración, sino se tapó la boca y la nariz con un pañuelo que tenía en su bolsillo.

Cerró la puerta detrás de ella.

«Cuando dijo que arreglaron lo cercano a las puertas... era la absoluta verdad.»

A su izquierda quedaba una última puerta. Esta era mucho más grande que el resto, el tipo de madera y tallado también difería. Mientras que las anteriores eran puertas comunes, entre blancas y marrón, la puerta al final tenía una decoración similar a aquella de la puerta principal. Ramas, hojas y gorriones subían por la pieza de madera. Kitty imaginó que se trataba de una habitación especial, ¿qué hallaría detrás? Intentó abrir, sin embargo, la puerta ni siquiera se moverse.

—La perilla gira... —Kitty torció los labios.

Retrocedió unos pasos para contemplar mejor la inmensidad de la puerta. Si giraba... ¡solo estaba atascada!

—Vale, vale.

«Esto puede doler... ¡eh!»

Empujó varias veces la puerta sin mayor resultado, hasta el intento final: retrocedió unos metros con la intención de que la velocidad hiciese un cambio. La puerta no se abrió por completo, pero sí lo suficiente para escabullirse con esfuerzo. Viendo un poco de luz cayendo sobre estantes atestados de libros, Kitty tomó la oportunidad. Metió el estómago, se estiró y finalmente, conteniendo la respiración una vez más, entró.

Se encontró con la mayor concentración de libros que había visto en su vida. Libros en repisas, libros en estantes, ¡libros apilados en mesas y sillas! Chiquitos, grandes, gordos y flacos por igual. A la mitad de la habitación, apenas más grande que el resto del pasillo, había una mesa rectangular de madera oscura cubierta con pequeñas torres de libros, hojas amarillentas y arriba de un par, una pequeña libreta abierta por la mitad. Kitty caminó alrededor de la mesa acercándose cada ciertos pasos a los estantes para leer el lomos de los libros más extravagantes. A su paso iba dejando una estela de superficie carente de polvo, su dedo había pasado por allí, y pronto se formó una pelusa en él.

Debió ser el estudio de un residente, identificó libros de filosofía, botánica y herbolaria; esos más cercanos a los muebles con animales disecados. En cambio, cerca de uno de los dos ventanales que iluminaba toda la habitación, halló pequeños estantes más ordenados que cuidaban poco más de treinta novelas de múltiples géneros. Kitty se giró para observar la biblioteca en su totalidad.

—¿Habrá sido la biblioteca de la familia?

Caminó hasta la mesa y removió un par de hojas, eran notas de arquitectura. Crecían de fecha o cualquier dato que ayudara a ubicarse en el tiempo, más de cincuenta años atrás, seguro. Finalmente, reparó en la libreta. Pertenecía a una segunda persona, era un estilo de letra muy distinto. Mientras que las hojas eran una manuscrita mezclada con la tradicional de máquina de escribir, esa debió pertenecer a una persona que se preocupaba por la belleza de la letra, alguien que practicó su redacción.

—Olga —leyó Kitty cuando regresó a la primera página de la libreta.

De una página se resbaló una fotografía carcomida por el tiempo, una sepia a poco tiempo de desaparecer por completo. Sin embargo, todavía era posible observar las caras de la pareja y parte de los atuendos; los bordes y un tercio de la fotografía era el material perdido. La joven, unos años menor que la misma Kitty, portaba una banda real cruzando su pecho y una tiara muy discreta. Con un brazo detrás de la espalda de la chica, reposando seguramente en el respaldo donde ella yacía sentada, un hombre posaba más serio y con un sinfín de condecoraciones en el uniforme naval en colores oscuros. Con el presentimiento latiendo en su sangre, Kitty volteó la fotografía.

Olga Nicolaevna Petrova y Aleksander Pietrovich Sumarkov. Primavera 18.

—Oh, Dios... 

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