V
¿Cuál es tu nombre? ¿Cuál es tu hijo de puta nombre, muchachito de beige? ¿Cuál es la gracia de que reaparezcas entre la distancia inmensa que estos cuerpos dibujan, entre uno y otro, si yo pretendo estarme más próximo?
Ven. Ven acá. Ven a este otro infierno, que es el mismo, pero mejor porque estoy yo. Así que ven, ven conmigo y dime tu nombre.
Dímelo con esa voz que me es también desconocida mientras fulminas mi existencia de esta y todas las realidades con los tonos café que decoran tus miradas. Acaba conmigo este mismo día y borremos el primer encuentro o, simplemente, me borramos a mí, que valgo menos.
Ven y mírame otra vez, muchacho de beige, hasta que la despedida se convierta en un probable o hasta que una cita se convierta en respuesta para el hasta-luego que anhelo de tus labios.
Pero no me mira. ¿Te das cuenta?
Y yo con la mente predispuesta a sacarme lo cursi, lo romántico.
Lo más patético que se puede demostrar de uno mismo es cuánto te puede afectar el enamoramiento, y detesto tener que confrontarme, casi a ciegas, ante tal sentimiento, ante tal necedad, porque solo es eso: una jodida necedad, nada más, nada menos. Aunque sí es mucho más, en verdad, y muy poco menos que eso.
Pero hasta allá tengo que arrastrarlo, hasta allá debo llevarlo a la fuerza con mi fuerza (como si tuviera alguna) mientras me destruye desde dentro porque lo estoy mirando.
Porque llevo mirándolo demasiado tiempo ya y no encuentro la manera de despabilar los sentidos, de abofetear al marico que llevo dentro (que es el mismo que ahora está libre como un loco sin camisa de fuerza) y enjaularlo de una puta vez, botar la llave y que se muera ahí, encerrado y solo, sin mí, aunque sea yo.
Pero nada de eso ocurrirá y seguro has de entender de antemano, así como yo, las tan obvias y pendejas razones.
Se detiene el bus y es cuando espabilo en verdad. La gente luce impaciente y él, por el contrario, sigue quieto, tranquilo, disfrutando de lo que sea que esté escuchando con esos audífonos.
Me asomo por la ventanilla y reconozco que no estoy donde debería, que no estoy, siquiera, donde esperaba estar, sino más lejos, mucho más lejos.
¿Debo considerarlo una pista o simplemente debo reprochar mi propio y estúpido descuido? Tal vez haga ambas, pero no ahora porque, aprovechando el momento, clamo por la parada y empiezo a escarbar entre los cuerpos en busca de la salida.
Él no me notó nunca.
No apartó nunca la mirada de aquella ventanilla a la que envidio con absurdo desdén.
¿Enamoramiento? Su puta madre.
¿Qué toca ahora? Poner los pies sobre la acera, mirar en derredor, suspirar y dar marcha atrás a una distancia que no logro calcular en cuestiones de tiempo: no pretendo asomar mi lindo teléfono en este lugar.
Volver la mirada hacia la lata que se aleja a toda máquina y no sentir nada más que una decepción inquieta, una tristeza obtusa y un vacío sin sentido.
Y es la imagen de su perfil, hermoso perfil, la que me acompaña de regreso a casa.
¿En serio debería insistir con esto? ¿Debería insistir en querer toparme con él? ¿Debería abandonar toda esperanza y dejar de insistir en querer buscarlo?
Son demasiadas las preguntas, demasiadas las dolencias y muy pocos los remedios.
Si el amor fuese solo eso, una especie de dolencia, quizá podría aliviarla tomándome una pastilla cualquiera, un antiestupídico de doble acción, un guarapo caliente de hojas verdes, de hojas secas, de raíz de cualquier vaina que me lo quite todo de encima, que me lo quite a él de encima, aunque es justo encima donde más lo quiero tener.
¿Qué toca luego? Llegar a casa con las baterías desgastadas y un dolor de cabeza insoportable.
Y el hambre, también insoportable, pero demasiado agotado como para poder, siquiera, levantar un cuchillo o un tenedor.
Dejarme caer rendido sobre la cama a la espera de que esta se vuelva un ataúd y yo me muera solito, de golpe, fulminado por la imbecilidad que me ha coronado, hoy, la mayor de todas mis pendejadas para, luego, pasar a la siguiente y luego a la siguiente, porque los pendejos no dejamos de hacer pendejadas en masa.
Está en nuestra genética el hacer y deshacer de cosas con poco o ningún sentido, simplemente porque no logramos superarnos, nunca, de una aflicción y, esta, nos apendeja más.
Padecer de pendijitis aguda es, en cuestión, la contraposición a mi, también, absurda inteligencia, cosa que tampoco sirve para un carajo porque, sin importar nada, no hay manera de remediar mi estado, mi situación, mi sentir.
Debo deshacerme de él.
Necesito deshacerme de él.
La cuestión está en que no hay manera de acumular algo que no es más que un delirio por darle nombre, por darle voz, por darle un espacio en mi vida porque así lo siento, aunque no quiera sentirlo de veras.
Y llevar a cabo toda una serie de confesiones silenciosas ante el espejo, porque solo puedo hablar conmigo mismo entre miradas, ya que en la mente lo dices todo, en la mente lo escupes todo y no te queda nada para expresar por medio de la voz, de la garganta.
Te ahorras saliva, energía y te abstienes de llevarte la impresión de que estás enloqueciendo por andar hablando a solas en voz alta. A Gabriel esto le divertiría demasiado verlo.
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